Semana de pasión y domingo de gloria
La liturgia ha invertido este año sus secuencias tradicionales y los hinchas de la Real hemos vivido, primero, una interminable Semana de Pasión y, luego, un triunfal Domingo de Gloria. Después de que el Español de Urruticoechea intentara, en el penúltimo partido de Liga, un remake, esta vez en el venerable Atocha, de la película de catástrofes que el año pasado se rodó en Sevilla, la inapetencia, el alcoholismo, el insomnio, la flojera corporal y la opresión sobre el esternón eran claros síntomas que permitían al más bisoño de los médicos percatarse de inmediato que su paciente era un seguidor donostiarra. Seguro que el doctor Irigoyen, dentista de la Real, estuvo muy ocupado, a lo largo de esta tensa semana, con dolores de muelas hipocondríacos.¿Conseguiría la Real romper el terrible maleficio de monsieur Comet, que había venido impidiendo al equipo donostiarra, desde la épica final de 1928 contra el Barcelona en los Campos de Sport del Sardinero, cuando Luis Pradera Larumbe era su presidente, ganar trofeos? ¿Derrotarían los yedais blanquiazules al equipo imperial o serían arrastrados por algún lord Darth Vader arbitral o federativo hacia el revés tenebroso de la fuerza? ¿Jugarían las primas a terceros, auténticos demonios familiares de nuestra convivencia deportiva, como el dorsal número doce en Gijón? ¿Terminarían por imponerse los planes de normalización liguera en favor del Madrid, destino manifiesto de nuestro fútbol? ¿Se interpondría algún terremoto, epidemia, cataclismo o golpe de Estado entre el diseño de la apoteosis y su materialización? ¿Afectarían a la consecución del título liguero los proyectos de armonización y de reforma electoral con los que Martín Villa se propone arrojar a las tinieblas exteriores a las minorías nacionalistas? Finalmente, ¿sería considerada como una intolerable provocación desestabilizadora, merecedora de una interjectiva sentada, la victoria liguera de la Real?
La batalla de maratón librada en El Molinón ha dado una contundente respuesta a todas esas preguntas y ha permitido al equipo donostiarra romper el maleficio y proclamarse campeón en este año de gracia y de desgracias de 1981. Forzoso es reconocer que a los dioses se les fue algo la mano en su gusto por la incertidumbre. Aunque los sádicos se sientan ampliamente recompensados de sus padecimientos por la desesperación de Juanito tras su vuelta al ruedo en falso en Zorrilla, al enterarse de la salobre verdad del gol de Zamora a treinta segundos del final, los sufrimientos acumulados desde las 17.30 horas hasta las 19.17 horas, en la tarde del domingo, fueron un precio muy alto para gentes que tienen seriamente trabajados los nervios desde finales de febrero.
Si bien la teoría tiene difícil defensa, escasa plausibilidad e imposible prueba, creo que sería justo, también en este caso, concebir fatalistamente el presente como inevitable resultado de la sorda labor desplegada por el viejo topo a lo largo de diez lustros. Desde esta perspectiva, la gloria de 1981 no pertenecería sólo a los héroes del Gijón, sino que se extendería también a sus pacientes precursores, larguísima lista de la que extraigo de memoria algunos nombres: Bienzohas, Marculeta, Chipía, Eduardo Chillida, Eguía, Patri, Ontoria, Alsúa II (una de las mayores inteligencias desde que se inventó la esfera), Paz, Galardi, Elías Querejeta y Gaztelu. En esta relación tiene que figurar, desde luego, la trinidad cuasi sagrada que emigró a Valencia, pero que terminó por regresar a Atocha: Epi, Eizaguirre e Igoa. Y, ¡qué diantre!, también al extremo Pérez. La victoria, en suma, de la cantera frente a la chequera, de la playa frente a los intermediarios y de la afición sobre la profesión.
La temporada pasada la Real cometió ese imperdonable error que suele conducir a la derrota a los ciclistas que se escapan en solitario en las etapas alpinas y a los yóqueis que toman la cabeza en la curva de Perdices. Pero este año, Alberto Ormaechea, con la ayuda de Boronat y su tecnología, hizo gala de la astuciade los grandes estrategas y, como probable lector de Von Clausewitz, organizó la campaña liguera según el principio de que lo importante no es vencer en todas las batallas, sino ganar la guerra. Hasta los propios hinchas caímos en la trampa psicológica tendida por el entrenador donostiarra, quien mantuvo al equipo agazapado dentro del pelotón de cabeza para sorprender en el último tramo a sus rivales con un impresionante sprint o rush final. De esta forma, el salto del tigre, un tigre surrealista a franjas blancas y azules, dejó al doctor Cabeza (que ya no es el yerno de Navarro Rubio, sino que éste es su desdibujado y casi anónimo suegro) merendando en el Manzanares, a Helenio Herrera equivocándose en sus conjuros y llamando a la Real el San Sebastián, al Valencia haciendo complicados negocios con la trata de rioplatenses y al Madrid en su papel de castellano viejo que sabe perder porque ha ganado casi siempre.
El equipo guipuzcoano ha conquistado el vellocino de oro tras un viaje de cincuenta años, homéricos esfuerzos e innumerables peripecias, y ha ingresado en el selecto club de los ocho grandes. ¿Y el futuro? Frente a la melancolía del cumplimiento, hay que afirmar el carpe diem y recordar que Jasón y los argonautas no montaron, después de su hazaña, un negocio de compra-venta al por mayor de vellocinos para almacenarlos.
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