Un pueblo sevillano se divide en dos bandos el domingo de Pascua
Centenares de fiestas marcan el final de la Semana Santa y el comienzo de la Pascua en distintos puntos de España. La mayoría, manifestación de un especial sentido religioso, como en Andalucía, y otras, con un origen claramente pagano, como en Galicia. Todas ellas, sin embargo, forman parte del rico legado de tradiciones ascentrales que todavía se conservan en los pueblos españoles. En este reportaje se recogen dos de ellas bien distintas: la rivalidad de dos hermandades en el pueblo sevillano de Castilleja de la Cuesta y el Día da Aguardente, en Portomarín (Lugo).
Ayer, los amigos volvieron a ser amigos y las familias se reencontraron en la localidad sevillana de Castilleja de la Cuesta, en el Aljarafe, famosa en media España por sus acreditadas tortas de aceite. Pero tan sólo veinticuatro horas antes, el Domingo de Resurrección, los enfados y disputas entre convecinos renovaron una rivalidad que tiene varios siglos de antigüedad y que se exterioriza de forma muy andaluza.Y todo por dos hermandades, dos vírgenes y dos colores. De un lado, la hermandad de la Plaza, su Soledad y sus símbolos rojiblancos. Del otro, la de la calle Real, devota de la Inmaculada Concepción y con bandera celeste y blanca. Entre las dos, un pique histórico, cuyo origen nadie parece conocer con exactitud en la propia Castilleja -tal vez un enfrentamiento de clases sociales, tal vez un viejo pleito entre señores feudales y eclesiásticos-, y que cada Domingo de Resurrección se expresa en dos pro cesiones separadas, cada una por un sector urbano distinto, y en la división del pueblo en dos mitades irreconciliables.
Un año más, el pasado domingo, Castilleja aparecía con sus balcones y ventanas adornados de banderas y colgaduras, celestes y blancas, en unos casos; rojas y blancas, en otros. Las más grandes lucían en las respectivas iglesias. Los novios y novias iban separados durante toda la jornada, maridos y mujeres paseaban con los de su hermandad, y hasta las parejas hornosexuales más íntimas (Castilleja forma parte ese día de la ruta gay de la comarca) riñeron para volver a quererse el lunes.
Desde por la mañana, el pueblo multiplica por tres, sus 5.000 habitantes, porque el festejo atrae a miles de forasteros. Cada hermandad desfila a pie y a caballo con sones y trajes rocieros dando gritos en favor de su virgen y en contra de la otra. La de la calle Real sólo puede permanecer en territorio enemigo durante una hora, severamente controlada; pero aprovecha la incursión para inundar la plaza de papelillos -confetis- de color celeste y repartir vino y jamón a los transeúntes. A su vez, la de la Plaza reserva gran parte de sus papelillos rojos para dejar constancia de su paso por la calle Real.
Hombres y mujeres, jóvenes y menos jóvenes, de derecha y de izquierda, ricos y pobres, se diferencian solamente por los colores de sus trajes, solapas o gorras, y por los piropos que dedican a su virgen y su hermandad, que se traducen en denuestos e insultos para las rivales. Porque al igual que cierta. teoría, tan estéril como secundada, impone que nadie puede ser buen bético sin ser a la vez profundamente antisevillista, es inconcebible en Castilleja que haya alguien que defienda al mismo tiempo a las dos hermandades.
Cada vecino consultado te dirá, invariablemente, que su hermandad es la más numerosa, que estrena los mejores ornamentos, que la virgen es más bonita que la otra. Hasta los corresponsales en el pueblo de los dos periódicos sevillanos mantienen en sus diarios una amistosa polémica, y las madres reaccionan indignadas si se les plantea. la posibilidad de tener un hijo o una hija del otro bando: «¡Ah, no! En m¡ casa, imposible. Yo no lo consentiría».
De modo que cuando los de la calle Real llegan a la plaza, un fervoroso voceador desgrana estentóreamente una letanía de vivas que son como mueras a la hermandad opuesta: «Viva la reina de Castilleja», «Viva la que no tiene metro y medio de pescuezo», «Viva la que sale con costaleros propios», y así sucesivamente. Solamente el párroco del pueblo, en rnedio de la bulla, evita cuidadosamente tomar partido: «Soy el único vecino que no puede identificarse con ninguna», dijo a EL PAIS.
Aguardiente para todos en Portomarín
El aguardiente, la bebida más característica de Galicía, tiene cada año su fiesta, con el Día da Aguardente, en la villa lucense de Portomarín, en donde miles de personas se reúnen cada Domingo de Pascua para homenajear a lo que ha dado en llamarse el «símbolo báquico» del País Gallego, cuya consecución se realiza en la provincia de Lugo igual que hace siglos, utilizando las alquitaras de cobre que siguen haciendo el milagro de extraer de las uvas ya fermentadas el aguardiente, informa nuestro corresponsal Ernesto S. Pombo.
Miles de personas degustaron el domingo, invitadas por el Ayuntamiento y los cosecheros, el buen aguardiente gallego, que vieron salir instantes antes de las alquitaras, que durante todo el día se mantuvieron encendidas y destilando el orujo ante las miradas sorprendidas de quienes todavía no conocían el difícil arte de obtener el licor.
Sin embargo, de toda la festividad, uno de los actos más llamativos y singulares fue el del capítulo de la Serenísima Orden de la Alquitara, nacida en torno a la fiesta, y en la que cada año ingresan los nuevos caballeros, que no son otros que aquellos que se han distinguido por defender y exaltar las excelencias de la bebida que se destila a orillas del río Miño. El recientemente desaparecido Alvaro Cunqueiro, José María Castroviejo, Antonio D. Olano, Otero Novas, Rey de Viana y Manuel Fraga Ir¡barne son algunos de los que juraron o prometieron ante el Cristo de Portomarín -lo que causa desagrado a un cierto sector eclesiástico lucense- y una botella defender el más típico de los licores gallegos.
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