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Los mendigos "profesionales" recaudan hasta 10.000 pesetas diarias

Más de trescientos adultos y un número incalculable de niños practican la mendicidad a diario en bocas de Metro, mercados, pórticos de iglesias, vestíbulos de grandes almacenes y en las encrucijadas de las vías de acceso a Madrid. Este grupo forma parte de otro, mucho más amplio, cuyos miembros dependen familiarmente de los mendigos y están dispuestos a relevarlos por turno, y de un tercero formado por vagabundos y desarraigados que ocupan plaza en los albergues hasta que deciden volver a la calle. Todos piden según viejos sistemas, pero han incorporado algunos nuevos, entre ellos el elemento escénico de la pancarta de parados y la explotación de niños como limpiacristales de automóviles en las zonas de máxima circulación rodada. Por estos procedimientos, los mendigos profesionales logran recaudaciones insospechadas, a menudo próximas a las 5.000 pesetas diarias y, en casos excepcionales, superiores a las 10.000 y suelen seguir un circuito de ciudades en feria de toda España. Los personajes y datos que figuran en el siguiente texto corresponden a los subgrupos más representativos.

Cuando Manuel Ruiz, chaqueta clara, jersei azul de cuello alto, pantalón gris oscuro, logra despertarse, esta vez junto al ascensor de un discreto portal del barrio de Legazpi, ya ha concluido el follón de primera hora. Todos los puestos de trabajo han sido ocupados en los polígonos del extrarradio y en las oficinas y talleres de Centro, después de la acostumbrada emigración diaria a través de las carreteras de Alcorcón, Andalucía, Toledo y de las otras grandes vías de acceso a la capital. Ha terminado el gran follón, que él asocia vagamente a las horas de resaca, al frío y, en resumen, a la grave destemplanza, cuya primera imagen clara es una botella de vino de barril. Aunque está en desacuerdo con ciertas definiciones, Manuel Ruiz es lo que algunos asistentes sociales llaman un mendigo profesional. ¿Un mendigo profesional?, se pregunta, mientras recoge un deteriorado ejemplar de la novela Odessa, un diario deportivo atrasado y una bolsa de plástico inevitable, como él suele decir. ¿Y quién no es ahora un mendigo profesional? Basta con mirar para ver que por unas cuantas pesetas todo el mundo está dispuesto a poner «el cazo».Comienzan a despertarse los arrabales, todavía dormidos. Cerro Negro, el Pozo, los poblados de la avenida de Aroca y las mínimas colonias gitanas de Carabanchel Alto. Ya ha terminado el gran follón, y es precisamente ahora -«ya deben de ser las nueve»cuando quedan al descubierto miles de toneladas de desperdicios metálicos y textiles en los vertederos y están esperando que alguien diga para mí y los venda en las traperías, chatarrerías y cementerios industriales. Hasta hace cinco años, muchos padres de familias gitanas de las pequeñas colonias solían vivir de las ventas de anillos de plomo o calamina bañados de oro alemán, cadenas pectorales y, sobre todo, de piezas de tela mezclada con viscosilla y muy presentable hasta depués del primer lavado; pero ahora casi todos aquellos vendedores a domicilio tienen sus mulas, arneses y remolques de motocarro junto a la puerta de la chabola. Después del gran follón de las carreteras, los gritos de la chiquillería del poblado atraviesan las paredes de chapa como proyectiles; hay que levantarse, hay que ir a los vertederos. En los últimos cinco años, muchas madres gitanas han montado nuevos tenderetes de flores en los mercados, en algunas calles y junto a los cementerios, y, no obstante, algunas explotan aún la mendicidad: coordinan a los numerosos niños de la familia, supervisan las recaudaciones y, en los peores días, sobre todo a fin de mes, cargan con un bebé y se ponen a pedir casa por casa o, preferiblemente, en las bocas de Metro más concurridas.

Sin embargo, estos días no son especialmente malos; así que se limitan a organizar los contingentes de expedicionarios que cantan en la calle, a los que simulan estar dormidos en las esquinas y, por fin a los que consideran el nuevo filón: los limpiacristales callejeros. Juan Paco, Fati, Lolo y otros muchos prefieren la Puerta del Sol; los demás buscan encrucijadas o las terminales de las carreteras de máxima circulación: veinte, más o menos, en las entradas de Alcorcón y Móstoles; diez o doce, en Generalísimo, junto al edificio del desaparecido diario Arriba, y así sucesivamente, todos con frascos de jabón líquido, recargados con agua del grifo del poblado.

A media mañana despiertan en las viejas fondas de las calles de Leganitos, Cava Baja y en las transversales de la Gran Vía los portugueses, que son los turistas de la moderna mendicidad, una nueva frontera de pordioseros. Se dan un chapuzón, pagan la cuota del día a la patrona y van hacia Tirso de Molina o hacia la Plaza Mayor, que son lugares de contrata.

Todos los mendigos posibles en Madrid, con la excepción de las ancianas prostitutas enfermas, rápidamente ingresadas por los municipales en los albergues, tienen puntos comunes con Manuel Ruiz, Fati, Juan Jiménez, Manuel El Sevillano o con cualesquiera de los otros que, casi al mediodía, están ocupando sus puestos en esquinas, túneles, jardineras y mercados. La ciudad parasitaria, que dicen algunos.

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Manuel Ruiz nunca se prestaría a reconocerlo, pero es lo que los expertos llamarían al menos un profesional en ciernes. Tiene 37 años y un recuerdo cada vez menos vago del plato de lentejas que anoche cenó en el comedor Dos Hermanas, calle de Cáceres, esquina a Santa María de la Cabeza, y del cuartillo de vino anterior a la fatídica botella final, y de los veintitantos mendigos que, una noche más, se habían reunido alrededor de lentejas y cuartillos, ¿o serían unos treinta? Por fin acertaba a divisarlos en su propia imaginación, con sus estudiadas barbas incipientes, con sus bolsas de plástico inevitables y un rollo de tela. «Serían las pancartas de parados. Seguro».

Rápidamente se ordenan en su memoria todos los otros recuerdos anteriores. El y sus hermanas se habían quedado huérfanos de padre muy pronto. Nunca soportó a su padrastro; «eso explica que siempre tratase de convencer a mi madre de que me dejase vivir con la abuela. Pensé que las cosas iban a mejorar cuando conseguí un empleo, como descargador, en la casa Philips. Había una sola cosa que no podía soportar: todas las mañanas era obligatorio fichar a hora fija. Yo no sé muy bien por qué, pero empecé a beber y a llegar tarde al trabajo. El día 3 de noviembre de 1971 me despidieron, lo recuerdo muy bien. Luego entré en la rueda de los pistoleros, que es como llaman los parados a los maestros albañiles que contratan mano de obra a bajo precio y sin ofrecer seguros sociales. En principio logré compensar las malas épocas haciendo chapuzas de fontanería. Después, también comenzaron a faltarme. Me encontré ante dos alternativas: robar o pedir. Todo lo que podría decir es que me sentía incapaz de robar y que pedir me daba vergüenza. Claro, que con tres o cuatro copas dentro las cosas resultaban mucho más fáciles. A los que me preguntan por qué bebo, siempre les digo lo mismo. Además, ¿a quién puede extrañarle que una botella sea la única felicidad posible para nosotros?».

Tomaba, pues, cuatro copas de coñá, elegía un lugar «con mucho tránsito; más transeúntes son más dinero. Sacaba de seiscientas a ochocientas pesetas. En mi primera

Los mendigos "profesionales" recaudan hasta 10.000 pesetas diarias

época como mendigo me dije que aquella vida no podía ser rentable. Era imposible ordenarse: nunca podías comer o cenar a tu hora, si pasaba el efecto de las cuatro copas, bebías otras cuatro para volver a la esquina en condiciones, y entrabas en la rueda del mendigo; copas, esquina, copas... Todas mis relaciones anteriores fueron desapareciendo y empecé a conocer a otros mendigos en bodegas. Teníamos una especie de ronda del vino: tres junto a la Plaza Mayor, una en el paseo de la Florida, varias más en Cuatro Caminos».Manuel Ruiz se convirtió pronto en un experto. Supo en seguida que todos los signos externos de la mendicidad son. el único recurso escénico posible ante los benefactores: el vestuario cuidadosamente raído, el puesto entre sol y sombra, las monedas de reclamo sobre la bolsa y el gesto de desamparo sugerían a la gente un acatamiento de la indigencia, que es la pobreza desaforada, y eran un modo seguro de provocar la compasión, que es el antecedente de la caridad.

«En el año 1977, el paro se extendió tanto que muchos de nosotros incorporamos un nuevo sistema que no era del todo un fraude: la pancarta, el rollo de tela. No sé muy bien por qué, pero siempre lo utilizamos de dos en dos. El texto puede suponerse: Estamos sin trabajo. No cobramos el paro y necesitamos una ayuda. Gracias. Era fundamental parecer un pobre limpio; por eso nos afeitamos y procuramos llevar una ropa modesta y recién lavada». El circuito de los pordioseros profesionales enlaza las esquinas con los túneles y las iglesias».

Los viernes, en Jesús de Medinaceli; las bodas; de Los Jerónimos y en Santa Bárbara; las novenas, triduos y vía crucis en San Ginés, y, sobre todo, los días 13 y 14 de cada mes en Santa Gema, son un complemento inapreciable para los mendigos que conocen la ciudad. En Santa Gema nunca hemos sido menos de treinta en la reunión del 13 y el 14».

Hombre pobre, hombre rico

Desde el 7 de junio de 1977, fecha de su primer internamiento policial en San Isidro, la vida de Manuel Ruiz ha sido un viaje ininterrumpido del albergue a la esquina. Puede ser considerado un mendigo medio: no llega a la opulencia de Isabelo, un ex camarero alcohólico que abre su pancarta de parado en Makro o en la calle de Toledo y confiesa unos beneficios diarios superiores a las 10.000 pesetas. («Estoy a punto de ahorrar un millón; cuando lo consiga, doblaré el trapo, abriré un negocio y me retiraré para siempre: a este ritmo sólo me faltan unos días», confesó en voz baja a Fernando Pascual, uno de los regentes del albergue de San Isidro.» Ni siquiera es un pordiosero notable. Jamás ha llegado a las brillantes recaudaciones de algunos colegas en la boca del Metro de Sol, salida a Mayor, «de 3.000 a 4.000 diarias». En cambio, es un hombre con rachas de lucidez y, por tanto, un ciudadano recuperable. Al menos tiene un íntimo convencimiento: las cuatro copas son una prueba de que, al cabo de los años, aún no ha logrado acostumbrarse a la caridad. Llega a la plaza Mayor a mediodía.

Los mendigos portugueses son seres misteriosos. Aparecen de improviso en la plaza de Tirso de Molina o en la plaza Mayor, con sus impersonales trajes de chaqueta y sus largos dedos de araña; telas grises para arañas de la clase media. Ellos sólo trabajan con niños. Van a buscarlos a Tirso, que con el tiempo se ha convertido en el lugar más común de trata. Su clave comercial es alquilarlos por horas para señuelo. Como dice Fernando Pascual, «hay padres de familia sin recursos económicos que no se atreven a pedir y que prefieren prestar a sus hijos como cebo, con tal de que haya un reparto de beneficios: esta mendicidad suele derivar hacia la prostitución infantil y el consumo de drogas. A primera vista, casi todos los niños que mendigan bajo la tutela de extranjeros están drogados, y según nuestras referencias, los explotadores consiguen unas recaudaciones muy altas». Los hombres-araña y los niños de futuro imperfecto están en la glorieta de Carlos V o en la Gran Vía, esquina a Valverde, y no hay hasta el momento datos estadísticos sobre el paso de hadas-madrina o del Séptimo de Caballería, Por ahora van ganando los malos.

Tirnos de trabajo

Los hermanos Paco y Juan Salazar, doce y once años. «Y sabemos cantar lo menos desde hace seis», hacen trío todas las mañanas en la calle de Preciados, con su sobrino Juan, de ocho, después de un largo viaje desde la avenida de la Albufera, número 25. Extienden un anorak de color azul en el suelo. Juan, el pequeño, toca la guitarra, y sus tíos se turnan de solistas y de oradores. «Somos hermanos de Cristóbal Salazar, el rubio del grupo de Los Chunguitos». «Y primos del dúo Enrique y Fernando». Se relevan al responder tal como lo hacían los sobrinos del Pato Donald cuando alguien les pedía explicación por alguna travesura: « Somos diez hermanos». «Y el que viene». «Y nuestros sobrinos son seis». «Y el que viene». Manejan perfectamente un contestador automático, se entienden por señas con el guitarrista. «Un movimiento de cabeza es un rasgueo; dos movimientos, dos rasgueos», y calientan la reunión como veteranos camarones de la isla. Este fandanguito va por ustedes. Brang, brang, brang. «Yo no me quito el sombrero, aunque se muera mi niño / yo no me quito el sombrero / que mi padre se murió / era un pobre jornalero / y nadie se lo quitó». Brang, brang, brang. Paco mira a su alrededor. «Somos lo menos veinte». «Y el que viene», dice Juan el Grande, señalando, a hurtadillas, a un policía municipal. Entonces los tres se callan como gélidos camarones de la isla. Y salen corriendo hacia la calle del Carmen.

Pasan los dos policías junto a Casa Farras, hablando de equipos estereofónicos, quizá por una asociación de ideas con los fugitivos. Desde el interior del bar, los vigila Juan Antonio, de diez años, y Lucas, de nueve. «Nosotros vivimos en la calle Luardo Guarrá, cerca del General Ricardo, al lado de una higuera, y somos catorce hermanos y el que viene, o sea, Manuel, Moreno, Gema, Ramón, Fati, Juan Antonio, Lucas, Manuel, Moreno, Gema...», y es que, a veces, a Lucas no le salen las cuentas, y entonces sólo son siete y el que viene. Cuando los guardias municipales desaparecen, Juan Antonio y Lucas siguen vendiendo lotería en Casa Farras, junto a la calle de Preciados

Sobre las dos de la tarde, Paco y Juan el Grande ceden el puesto a sus otros sobrinos, David, de once años, solista, y Joaquín, de diez, guitarrista. Joaquín lleva una gorra visera de color azul, la gorra de cazoleta que ha sido rescatada de los guardarropas de la miseria para vestir de nuevo a golfillos olvidados desde Chaplin, desde Guillermo Compton, y que ambientan por igual a pícaros guitarristas en Galerías, a bebés resfriados en AZCA y a los tenaces niños limpiacristales que prometen no tocar el parabrisas al precio de cinco duros. A diferencia de los pedigüeños solitarios, los niños gitanos mantienen fuertes vínculos familiares, y, con una puntualidad inapelable, vuelven a casa con el dinero a la hora que dijo la mama. En el momento convenido, todo el grupo está nuevamente reunido en la colonia.

Vagabundos en tránsito

Por un capricho del azar se han encontrado a última hora en un despacho del Albergue de San Juan de Dios, «cena, cama y desayuno», Juan Jiménez, de diecisiete años, nacido en Entrevías, y Juan Gómez-Andrés, de 61, nacido en Elgóibar; la primera estación y la estación término. Jiménez quiere irse, y Gómez-Andrés, quedarse. «Quiero irme a Cádiz, en tren, como siempre: cuando el revisor te echa, bajas y esperas otro. Nadie va a hacerte nada peor que eso. Vivo así desde hace muchos años. Mi familia estuvo emigrada en Alemania, en Hannover. Yo también tengo padrastro, y tampoco me he entendido con él. He vivido algún tiempo con un hermano electricista, he trabajado por semanas en bares, pero no he conseguido acomodarme en ninguno; pido dinero a los hombres; a las mujeres no, que me da corte. Voy y vengo por ahí con un sevillano de diecinueve años que está esperándome fuera».

El, Jiménez, ha tenido muy mala suerte. Se descubre el brazo izquierdo. «Mire estas cicatrices: tenía diecisiete años y estaba trabajando en una fábrica de figuritas de plástico en Torrejón. Reventó un molde y me quemé. Menos mal que no me dio por arrancarme las gotas de plástico derretido que me habían llegado a la cara, porque se me habría puesto igual que el brazo». Gómez-Andrés se apoya trabajosamente sobre un bastón. «Lo mío es vejez prematura. Y también he tenido mala suerte. Mi padre era músico militar, pero la ley Azaña lo jubiló muy pronto. Después llegó la guerra, y yo, que sabía tocar la trompeta, me olvidé en esos tres años. En el cuarenta ya me había desconectado para siempre de la familia. Desde entonces no he parado de ir y venir, convencido de que nunca me haría viejo. Y ya ves». El Sevillano llama a la puerta y pregunta por Jiménez. Ya es tarde. Los mendigos comienzan a retirarse de nuevo a sus cuarteles. En las bocas de Metro y en los poblados, el hambre ensombrece un poco el paisaje. Las algarabías se mezclan en un aire cálido y maloliente, apenas matizado por las bocinas, los fragmentos de conversación, casi siempre reducidos a interjecciones, y las pisadas, reducidas siempre a un murmullo pastoso. De pronto, la ciudad limita con el humo y la percalina. Jiménez tiene prisa. Al cerrar la puerta del despacho, una ráfaga de viento agita un gallardete de seda artificial. Gómez-Andrés se yergue un instante para leer la frase escrita en él. Y murmura: «La torre de Pisa está derecha; lo torcido es el mundo».

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