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Tribuna
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La juventud del fastidio

Las gentes, incluidas muchas de las que andan por el mundo haciendo sonar sus campanillas intelectuales, suelen contentarse en bastantes ocasiones con acariciar -es una metáfora- la piel, la epidermis, de las cosas. Cuando se encuentran además frente al acierto de una expresión bien acuñada y representativa de un comprobable estado de conciencia, los ardores de los comentaristas acostumbran a girar en torno al enunciado significativo, a la frase afortunada y llena de sugerencias e insinuaciones.Algo parecido a esto es lo que en buena medida acaba de acontecer con el libro de Juan Luis Cebrián La España que bosteza. Sin entrar ahora al análisis o la meditación sobre su rico y desafiante contenido, sobre la textualidad de los problemas abordados para el acercamiento a «una historia crítica de la transición», voy a detenerme -yo también- ante el vendaval suscitado por su título. Por los comentarios, oídos o leídos, llegados hasta mí, la artillería de la polémica o la exaltación retumba alrededor de la imagen simbolizadora del aburrimiento que domina, consciente o instintivamente, a no pocos españoles. Los disentidores -no me atrevo a escribir oponentes- argumentan que el español de hoy no se aburre, sino que vive en desencantada y asaeteada angustia. Asimismo, los avalistas de la enunciación de Cebrián, al apuntalar la idea del tedio español, también le hacen trasponer el molino de las decepciones y los desencantos.

Curiosa coincidencia de caminos para desembocar en tan disímiles conclusiones, que quizá pueda inducirnos a una pequeña e inicial confusión. Pero a poco que nos detengamos a reflexionar acerca de quiénes se alinean en los pelotones de los «angustiados» y quiénes en los de los «aburridos», el panorama va a aclarársenos con súbita luz. Entre los unos y los otros se dibuja una tajante frontera, que no podemos atribuir a lo ideológico, político o social, aunque pueda aparecer tal cual indicio de ellos en determinados casos. No, la línea divisoria parece delineada por razones que más bien debemos denominar cronológicas, con una nítida distribución en dos zonas, en una de las cuales -precisamente en la que percibe con desgarro el bos-Pasa a página 8

La juventud del fastidio

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tezo de España- se aloja nuestra juventud, la beligerante, y en cierto modo despechada, juventud de la.transición.

El fenómeno puede ser que resulte más sintomático de lo que aparece a primera vista. Si tenemos la serenidad suficiente para, haciendo una pausa, intentar una mirada perforadora del actual torbellino español, advertiremos -de modo casi fulminante- la presencia de una inmensa masa juvenil aparentemente lejana, si no inhibida, del proceso de cambio político y social en el cual se juega el destino de los españoles.

No hay que equivocarse respecto a los señalados distanciamientos y argumentar que existen grupos juveniles lanzados a una acción exasperada. La búsqueda de una mística, aunque ella pueda desembocar -en épocas de confusión- en incongruentes e injustificables terrorismos, es una condición inherente a la juventud. Pero nadie se atrevería, por muy parciales que sean sus enjuiciamientos, acaracterizar al zarandeado conjunto del mocerío español usando de arquetipos a pequeñas agrupaciones de activistas, por muy entregadas a arrebatos iluministas que ellas se proclamen.

La realidad es que el joven de hoy percibe, en parecida proporción a la que siente la responsabilidad de su comparecencia histórica, que le ha sido escamoteada su participación en las horas irrevocables del cambio. Puede haber hombres jóvenes -y de hecho los hay- situados en importantes intersecciones de los aparatos sociales y políticos. Pero para los guías clarividentes de la cada día más anchurosa «nueva sensibilidad», sus compañeros de generación atrapados por los engranajes del «establishment» no logran desposeerse de la afligente condición de esquiroles.

Lo de la «nueva sensibilidad» -sea cual fuere el destino que le toque correr en estos años- va a ser el factor determinante de la gran divisoria: la ahondada por razones de desplazamiento, poco a poco convertida en sentimiento de decepcionada frustración. Pero ¿en qué consiste el arrebatado ideal de esos poseídos por el espíritu de la «nueva sensibilidad»? Aunque acaso sea un poco temprano -ante las enunciaciones manifiestas- para el establecimiento de su definición concreta y concluyente, existe una nota de comunes y evidentes ensueños: el de la materialización clara y efectiva de la idea de libertad.

¡Ay, la libertad! De vuelta de numerosas promesas y aventuras -escarmentados, si no en la propia carne, en la enigmática y reticente recurrencia de los fantasmas históricos-, eljoven de hoy, ese que bosteza frente a los escamoteos y las promesas incumplidas, llega a la conclusión de que no son válidos empresas y sacrificios revolucionarios que, de una u otra manera, nos aparten de los caminos de la libertad.

Seguramente el joven ama la revolución en sí misma, porque ella constituye uno de los procederes más expresivos, más espec taculares, de la acción. Quien de algún modo participa en una explosión o intentona revolucionaria -aunque ellas no conquisten ningún objetivo inmediato ni gloria apreciable- guardará para siempre a lo largo de su existencia el regusto de un cierio protagonismo, de la validez de su paso por el vivir histórico.

El desasimiento, cuando no la amargura, de una juventud que intuye que le ha sido hurtado su trance protagónico, quizá su ocasión heroica, resulta así fácilmente comprensible. El joven residenciado tras las balaustradas o las barreras donde se sitúa a los espectadores peligrosos concluye por sentirse ajeno a un espectáculo que, en la más resignada de las apreciaciones, considera de un atroz aburrimiento, de una tediosa falta de interés.

Sí. Me doy perfecta cuenta de la inquietud que invade a aquellos hombres -coetáneos míos, precisamente- que notan cómo se les escapa la tierra bajo sus pies; que el mundo en el que se desenvolvieron concluye y clausura su ciclo sin que haya fuerza capaz de extraerlo de los armarios del ayer y la nostalgia. Pero mi inquietud, mi angustia, se vuelven hacia ese vacío que una juventud malhumorada y desganada está elaboranda) frente al futuro. Es indudable que los conductores de la España de hoy -en parte por su recurso a la habilidad, la trampa y el cabildeo- han carecido de cualquier tipo de encanto para seducir a los ensueños e idealizaciones juveniles. La España que bosteza, donde se dan cita los fuera de juego y los desposeídos de la ilusión, es un peligro no bien calculado por nuestros dirigentes, a quienes una juventud envuelta por el tedio está volviendo sus espaldas.

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