La crisis convierte la Nochevieja en una fiesta hogareña
Los ciudadanos de este país parecen tender más a celebrar la llegada de un nuevo año en su casa o en casa de algún amigo, con cotillón, si se tercia, y champaña a escote, que no acudir a alguna de las fiestas de pago que restaurantes, hoteles y salas de fiestas de los más variados tonos y colores les ofrecen, con insistencia machacona, desde mediados de diciembre.Puede que, una vez más, la culpa de ese encerrarse en casa haya que achacarlo a la sempiterna crisis económica, pero la verdad es que no es para menos: los precios de una cena con cotillón posterior no bajaban, en el mejor de los casos, de las 4.000 pesetas, y si lo único que se quería era ir a tomar las uvas, ponerse un gorro de cartón y brindar con un champaña del que no siempre se sabía su procedencia, al ritmo de una orquestina desconocida, la broma podría rondar las 2.500 pesetas para cada uno de los concurrentes.
Sin embargo, si la celebración de la llegada de un nuevo año -aunque los más lo que celebraron fue la despedida del viejo- se trasladaba a una casa particular, pagando cada cual lo suyo, el coste de la fiesta, sabiendo qué champaña se bebía, se podría reducir en gran medida. La elección resultaba, pues, bien sencilla.
No faltaron, con todo, los juerguistas por obligación que se dedicaron a recorrer la ciudad, pandereta en mano y alcohol en la cabeza, tirando petardos por doquier y llamando carrozas a los que apuntaban su intención de terminar la fiesta antes de que despuntara el amanecer. Pero fueron los menos. Los bares que se animaron a dejar abiertas sus puertas durante toda la noche o buena parte de ella no hicieron el negocio que había sido habitual durante los años anteriores a la crisis. La de fin de año también parece que será una fiesta hogareña, aunque en este caso sea por necesidad.
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