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Tribuna:EL DEBATE SOBRE EL DIVORCIO
Tribuna
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La verdadera historia del divorcio

Un sociólogo católico, el padre Gallejones, S. J., asegura que no es verdad que la Iglesia prohíba el divorcio. La Iglesia -de un modo o de otro- siempre lo ha permitido en determinados casos, que han variado a través de la historia. Y, con motivo de la próxima ley de divorcio, que el Parlamento español va a. debatir, parece oportuno recordar objetivamente los hechos de apertura divorcista que en la Iglesia han existido.No vamos a hablar de los «divorcios encubiertos», como los de muchas declaraciones de nulidad que la Iglesia española ha concedido en recientes años. Ni hablamos tampoco de su aumento desmesurado, por razones a veces crematísticas, que a todos escandalizan, como el caso famoso del Zaire, con sus inexistentes tribunales eclesiásticos, repartiendo nulidades entre parejas españolas.

Lo que la gente no sabe es que existen varios caminos por los cuales se concede el divorcio pleno en una iglesia como la católica, que proclama en estos años insistentemente en sus discursos y homilías al público sencillo la absoluta indisolubilidad del matrimonio, no sólo por ser un sacramento, sino también por ser éste un lazo irrompible según la, ley natural.

Se llama a este camino el de los «privilegios». Primero, el «privilegio paulino», retratado en el caso de una pareja casada cuando ninguno de ambos cónyuges ha sido bautizado. Si uno de ellos se bautiza y considera que no puede vivir en paz la nueva fe en su ambiente matrimonial, si quiere puede separarse y volverse a casar con otra persona. Un segundo privilegio (llamado «petrino») es el de la fórmula utilizada desde el papa Pío XI para acá, por la cual -por ejemplo- de dos personas no bautizadas, si una de ellas quiere casarse con, otra que es católica, el Pontífice de Roma puede disolver el vínculo anterior y volverse a casar nuevamente.

El vínculo «indisoluble» se puede disolver en la práctica por razones de oportunismo religioso; por unos motivos que convienen al catolicismo para su propio desarrollo cuantitativo, ya que los hijos de ese nuevo matrimonio deben ser educados en la religión de la Iglesia.

Se dice que un matrimonio sacramental entre dos católicos no se puede disolver. Y se oculta que esto ni es de fe, ni siquiera resulta doctrina obligatoria para un católico, porque es creciente el número de canonistas y teólogos que piensan lo contrario, lo mismo en España que fuera de ella, desde que, en 1926, don Jaime Torrubiano y, en 1936, el padre O'C onnor plantearon que el Papa podría disolver un matrimonio católico si quisiera, con el poder vicario que Cristo le dió de «atar y desatar». En España les siguieron los especialistas Jiménez Urresti, Gil Delgado y otros muchos más; y, fuera de ella, Charland, Bride, Bender, Pospishil, Laurentin, M. Leclercq, Steininger, Gerhartz y una larga serie de nombres conocidos en el mundo del derecho eclesiástico.

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La verdad es que todo viene de ese inciso que figura en el capítulo XIX del Evangelio de San Mateo, enseñando que, «salvo el caso de porneia», no se pueden descasar los que están unidos en matrimonio. Pero ¿qué quería decir el evangelista con esta palabra? No se sabe con exactitud lo que significaba, y los especialistas discuten acaloradamente sobre ese término; pero hay un modo de saber lo que esta excepción puede ser mirando a la historia de la propia Iglesia, a su praxis tolerante a pesar de la caja de rayos que frecuentemente ha soltado.

No debe interpretarse cicateramente como si existiera un solo motivo, y discutir de la «menta y el comino» sobre su exacto significado. No es ese el clima del Evangelio. En él, la comprensión es grande hacia las situaciones concretas de los hombres cuando son enfocadas humanamente, porque el ideal abstracto resulta prácticamente imposible.

Leyendo la azarosa historia de la Iglesia nos encontramos de este modo con un sorprendente panorama, muy distinto de la cerrazón oficial de que hace gala actualmente en sus palabras la jerarquía eclesiástica católica. A la cerrazón de muchos, se puede oponer la apertura de otros en la práctica de siglos, porque a los hechos de la historia de la Iglesia... son manifestaciones de fe y tienen valor indicativo», como asegura el P. Congar, O. P.

En primer lugar, aclaremos que, en el ambiente patriarcalista que existía en los primeros siglos del cristianismo, civil y eclesiásticamente se solía prohibir el divorcio por iniciativa de la mujer, cuando el marido era un adúltero. Pero las leyes civiles de entonces permitían divorciarse al varón, y la Iglesia no se opuso a ello, como lo demuestra por ejemplo la conocida tolerante postura del papa Vigilio en aquella época. Y así se deduce también del estudio cuidadoso hecho por Pospishil de diferentes concilios regionales que trataron del tema.

Era normal en aquel tiempo el divorcio del varón por adulterio de la mujer: así lo pensaron entre los grandes escritores eclesiásticos, «los griegos en general y algunos latinos», según diría el profesor Bartmann. Tertuliano, Lactancio, san Basilio, san Epifanio, san Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo y san Gregorio Naciánceno, admitían el divorcio. El severo san Jerónimo y el rígido san Agustín, en su obra De fine et operibus, aseguran que el varón que se divorcia por ser su mujer adúltera sólo «comete un error venial». Era grave el adulterio de la mujer, en cambio se consideraba leve el divorcio del marido por esta causa. Y, más tarde, son numerosos los que lo permiten siguiendo a san Beda el Venerable, el famoso santo inglés, o al germano san Bonifacio.

Muchos concilios y papas llevaron adelante durante siglos esta comprensiva costumbre, casando posteriormente a los divorciados. De ello es muestra en nuestra Edad Media el divorcio y posterior matrimonio religioso de las hijas del Cid, según cuenta el Poema.

Papas que toleraron el divorcio en casos extremos, que fueron costumbre en sus épocas, resultaron -según Pospishil y otros investigadores- san Inocencio I, san Gregorio I, san Gregorio II, Esteban II, Eugenio II, san León IV y, probablemente, san Zacarías. Y todavía persisten ciertos casos en el siglo XII, con Celestino III y Alejandro III. En tiempos de Lucio III era costumbre el segundo matrimonio en cautividad de los cruzados apresados por los sarracenos y, en el siglo XIII, Inocencio III aceptó algún caso.

Se sabe además que en la católica Irlanda se permitia, el divorcio todavía en el siglo XIV; y en el concilio de Trento, ahora se conoce ciertamente, se evitó condenar la costumbre divorcista de los católicos orientales, que admitían el divorcio por adulterio, porque vivían muchos de ellos en las posesiones cristianas de Venecia, como, Creta, Chipre y Cefalonia.

Una tradición de tolerancia

Un dato curioso: el papa san Gregorio II habla de otro caso en que se permitía el divorcio, «cuando una mujer no puede dar al marido su débito conyugal, a causa de enfermedad»; entonces «puede volver a casarse si lo desea, siempre que pueda ayudar económicamente a la primera mujer», como era costumbre en el Este y en el Oeste, según Pospishil.

¿Y después de Trento? Hasta el siglo XVII aceptaron el divorcio los obispos católicos maronitas; y los prelados de la católica Polonia, hasta la mitad del XVIII, como demostró Torrubiano hace unos años. Y eso mismo ocurría en Austria después de Trento; y los católicos rumanos de rito bizantino lo permitieron hasta bien entrado el siglo XIX, en que Pío IX se lo prohibió.

¿Dónde queda entonces ese no absoluto que las autoridades eclesiásticas dan hoy, haciendo ver equivocadamente que así ocurrió prácticamente siempre o casi siempre, en los veinte siglos de su historia? A la corriente doctrinal cerrada, ¿no se le puede oponer la práctica tolerante de muchos siglos?

Por eso no solamente queremos los católicos que exista un divorcio civil, sino que se vuelva a la «comprensión» ancestral de una amplia corriente en la propia Iglesia, inspirada ayer en el Evangelio, y que hoy debería admitirse nuevamente. Pero haciéndolo a la luz del día, y no con los recovecos y picaresca en torno a las anulaciones matrimoniales concedidas muchas veces por sus tribunales.

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