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Los gritos y las blasfemias

Mala cosa es la emotividad. Mala cosa es ser sólo emotivo. Cuando la razón falla, todo falla. La emoción sirve para mucho, para casi todo, pero siempre que posea capacidad creadora. Siempre que acierte a descargarse en otra perdurable. Si se enquista sobre sí misma, pronto obliga a la retirada comunicativa. Al grito que asusta y no habla.Es muy posible que, dadas nuestras estructuras neurales, todavía nos quede mucho camino por recorrer para alcanzar un dominio válido sobre nosotros mismos. Hace ya bastantes niños se afirmaba por los biólogos que la masa cerebral del hombre aumentaba con un ritmo absolutamente parsimonioso 1,20 gramos cada mil años. Esto puede ser exacto o no. (Probable in ente, no). Pero no importa lo que interesa es la evidencia -hoy bien comprobada- de la inmadurez encefálica. De su lento progreso.

¿Quiere esto decir que, mientras tanto, debemos resignarnos a ser víctimas de funciones inferiores, de mecanismos torpes y primarios, capaces de gobernar a fondo nuestra conciencia? Es posible. Con todo, lo que no cabe duda es de que la voluntad, la acción educativa, la cultura, el adecuado manejo de los sentimientos, pueden hacer lo clue determinadas estructuras nerviosas todavía no son capaces de llevar a cabo. Dicho de otro modo: por encima de las forzosidades orgánicas, la emoción puede y debe ser controlada. Pero no al modo anglosajón, que probablemente no nos va -jamás nos ha ido-, sino según un estilo de existencia específico, y todavía inédito. ¿Cuál? Por de pronto, aquél que consista en ejercer vigilancia estricta sobre dos cosas muy simples, pero muy nocivas: los gritos y las blasfemas.

En este país se grita en demasía. Se grita par todo. Para pédir algo. Para deinlinar a los demás. Para hacerse oir -porque los otros, con su propia gritería, no lo permiten-. Aquí se gritan hasta las confidencias. Vaya usted en un tren o en un autobús y, aun sin quererlo, tendrá que enterarse de los conflictos, las opiniones y los apuros del compañero de viaje que habla, sin más, con el desconocido que tiene a su lado. Asista usted a una cena en pandilla y no conseguirá enterarse de nada. Todos hablan a un tiempo y todos dicen todo, con grandes voces, y a la vez. No hay conversaciones coherentes. Hay alaridos coreados.

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No tenemos intimidad. ¿No tenemos intimidad? Ya lo creo que la tenemos. Lo que sucede es que la ocultamos cuidadosamente -nadie escribe, por ejemplo, su diario- y de ella sólo publicamos aquello que nos conviene, lo que nos parece insólito y, por eso, digno de admiración. Andamos a la búsqueda de asombro de los demás. Exageramos. (El grito es la exageración máxima). Gritamos nuestra vida privada, una parcela de nuestra vida privada, mirando al tendido y esperando la tácita ovación del público. Gritamos porque somos espectaculares.

Los desafueros verbales recorren todas las órbitas imaginables de la conversación. Igual largamos grandes parrafadas, inacabables parrafadas para anestesiar al interlocutor, que soltamos tacos seriados en series melódicas, con una cadencia casi musical, desde el más corriente hasta el más inusitado. Con eso parece que damos la medida exacta de nuestra indignación o de nuestro rechazo. Y digo que parece, solamente parece, porque cuando suponemos que la torrentera ya concluyó su devastador recorrido, aún queda un último epíteto -el inconcebible- que redondea, como un solemne calderón, la chirriante ristra de atroces alaridos.

Somos, además, unos virtuosos de la blasfemia. Y no porque no creamos, sino todo lo contrario, porque creemos. Nos gusta asustar al prójimo, aparecer ante él como liberados de no se sabe bien qué cadenas. Porque, a la verdad, los tópicos contra la religión ya están muy acabados, gastados, marchitos. Han perdido eficacia. Y es curioso, y revelador, que haya sido la ciencia más rigurosa la que haya acabado con ellos. Persisten, sin embargo, las irreverencias orales, pero persisten justamente porque pretenden sustituir a los prejuicios -« el opio del pueblo», «el oscurantismo», etcétera-, que ya han quedado semiparalíticos. Las blasfemias actuales son, entre otras cosas, tópicos vicariantes de otros tópicos. Son juicios de cuarto orden. O lo que es lo mismo: berridos.

Y así, entre voces estentóreas y diglates retóricos de toda índole, discurre nuestro ambiente. Nuestra vida de comunicación. La cosa no tendría otra medida -y no es poca- que la de agriar la convivencia, si no fuera porque, además, nos fuerza a adoptar posiciones y a asumir conductas ingratas. Arrancamos de la emoción en estado puro -la de los gritos y los reniegos- para desembocar en la imposición arbitraria de nuestros humores. De nuestra real gana. Por eso el diálogo, lo que se dice el diálogo auténtico, apenas si se produce. Un yo vocifera y otro yo le responde, y ninguno de ellos se entiende. Esto es grave. ¿Por qué? Pues porque, entretanto, la razón se retira, se agazapa o huye lejos donde no la perturben y pueda llevar a cabo su labor, su pacífica labor de deslinde, de aclaración y de entendimiento. La razón no es fría. No. La razón es tranquila y paciente. Por eso se deja abrir. Porque su puesta a punto, su tarda puesta a punto, ofrece poros suficientes para el entronque con otras razones. Para su ensamblaje o para su rechazo. No por subyugación, sino por convencimiento.

No se razona a gritos ni con juramentos. Menos con sentencias salvajes o con cortes de mangas orales. Hacer la higa no equivale a anular una realidad o un problema. Hoy, ahora mismo, y día tras día, todo resuena en la algarabía de los dicterios, los 4ullidos y las blasfemias. Todo es intimidación verbal. Todo es superficie, ligereza, olvido del rigor. Mientras tanto, algunas voces, ya casi silentes, algunas cabezas realmente fecundas, trabajan en la lejanía y el aislamiento. Mala situación. Ofrecerle dificultades a la razón es creai. un clima de estruendo del que no va a salir nada. Absolutamente nada. Mucho me temo que el arrumbamiento de la inteligencia produzca un vacío de pensamiento de serias consecuencias. La razón está en crisis porque comienza a exiliarse dentro de su patria. Esta es la más grave y mayor de las crisis. Si no se le pone remedio, desaparecerá la existencia comunitaria. ¿Cómo? Envuelta en alaridos, insultos e irreverencias, desamparada y desorientada por esas calles de Dios.

Tengamos tino. Frenemos la emoción. No hagamos ruido. No perturbemos. Lenta es la andadura, pero, al final, la cosecha puede ser aceptable. Y si no lo fuese, algo al menos habremos ganado. Habremos ganado en posibilidad de hacernos tranquilos, tolerantes, respetuosos. Todo esto nada iiene que ver con la frialdad ni con la asepsia de la conducta. Es otra cosa. Es el respeto a lo que ya de por sí es puro respeto, pura consideración.

Los sentimientos están ahí, como a flor de piel. No es necesario negarlos, y menos anularlos. No se trata de mantener actitudes lejanas y neutras. Se trata de razonar. De facilitar la función razonadora. Aunque por debajo pulsen, potentes y eficaces, los duros sentires.

«Estás equivocado», se lee en Unamuno, «porque partimos de muy distintos puntos de vista o, mejor, de muy distintos puntos de sentimientos». Cierto. Pero el mismo don Miguel, tan intimista y tan emotivo, construía sus propios razonares desde sentires muy eficazmente dirigidos y sofrenado. Nunca una realidad quedó fuera de la otra. interpuestas, taraceadas, dieron obra y ejemplo perdurables. Más allá del grito y de la irreverencia, Unamuno araba -él así lo dijocon su pensamiento, en el que la razón tenía cabida, la justa, la exacta. Y nunca, por descontado, la blasfemia.

El lenguaje del hombre es una realidad abierta. Ante una situación determinada, la criatura humana puede idear infinitas respuestas. Bien lo saben los entendidos. Las nuestras, las de nuestro tiempo, son siempre las mismas: el grito en el que la persona se extiende, se difunde en, nebulosa y vuela sobre los deinás. Y la blasfemia que aplasta y destruye. En suma, descenso a, iniciales niveles de la comunicación expresiva.

En definitiva, degradación.

es presidente de la Real Academia Gallega.

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