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El debate sobre la no violencia

Hace unas semanas, y como en años anteriores, animadas por el querido amigo José Gómez Caffarena, han tenido lugar, en Majadahonda, las jornadas del Foro sobre el Hecho. Religioso, que esta vez tuvieron por tema el de Violencia y cristianismo, a partir de las ponencias de Carlos Castilla del Pino, José Jiménez Lozano y José María González Ruiz, y de una serie de comunicaciones presentadas espontáneamente sobre la violencia en el País Vasco. No voy a tratar aquí este último punto, del que ya he escrito y hablado en ocasiones anteriores. Y tampoco voy a glosar la ponencia, que espero ver pronto publicada, de Jiménez Lozano, quien, de mano maestra, contó la sombría historia de la violencia ejercida en nombre del cristianismo. Dos posiciones extremas son las que voy a considerar aquí. Por una parte, la de quienes presentan la no-violencia, no ya sólo como ideal lejano, y tal vez inasequible, por el que, sin embargo, debemos luchar, sino como programa total -es decir, religioso, moral, político-social e interindividual- para la resolución del conjunto de los conflictos de la humanidad. Y por la otra parte, la posición de quienes consideran la violencia como indeleblemente inscrita en la condición humana. El próximo día hablaremos de esta segunda posición, sustentada por psicólogos y neurobiólogos, por etólogos, ecólogos y sociobiólogos. Hoy nos vamos a centrar en el debate sobre la no-violencia.De la cual, lo primero que es de justicia elogiar es su testimonio, excepcionalmente ejemplar, en un mundo como el actual, penetrado de la más atroz violencia, de las más varias y terribles formas de violencia, que cuando no se ejercitan en acto se mantienen, equilibrio del terror, suspendidas sobre nosotros. Pero no solamente es loable su fuerza testimonial. También el uso de la estrategia no-violenta puede ser en ocasiones, como hizo ver Josep Dalmau, muy eficaz y, en cualquier caso, por desgracia, y con harta frecuencia, el único procedimiento que nos queda -resistencia activa, más que pasiva, denuncia inacallable, decir «no» hasta el final, como hacen los objetores de conciencia- cuando la violencia del poder arrolla toda confrontación en pie de igualdad. Sí, cuando encuentro personas como Gonzalo Arias y María Asunción Milá, que incansablemente, una y otra vez, siempre, preconizan y ejercen praxis concretas de renuncia total (?) a la violencia, confieso mi admiración por ellas. Oírles en el foro ha sido, para cuantos participamos en él, una lección de buenas intenciones.

El problema empieza cuando, del campo de la praxis, nos trasladamos al de la teoría. ¿Qué cabe decir de la no-violencia como opción global, sustentada directa e inequívocamente en la lectura religiosa y moral del Nuevo Testamento? Como hicieron ver los teólogos Manuel Fraijo y Alfredo Fierro, en las Escrituras hay ciertamente predicación de la no-violencia -el sermón de la montaña-, pero también violencia de Jesús contra los fariseos y los mercaderes del templo, violencia mesiánica -la violencia no es sólo violencia física-, violencia escatológica y también tremenda violencia apocalíptica, pues el libro del Apocalipsis forma parte esencial del mensaje neotestamentario. Ciertas palabras, fortuna, salud, etcétera, tendemos a tomarlas sólo en buena parte. Otras, así valetudo, en el estereotipo «anciano valetudinario», y también «violencia», las echamos a mala parte. Como dijo en la discusión de su ponencia Carlos Castilla del Pino, la palabra «violencia», usualmente, viene a poner una nota o connotación moral a la neutral, desde un punto de vista ético, «agresividad». Pero apenas es exageración hablar de «violencia sagrada», con respecto a la casi totalidad de las religiones. Y si del plano religioso pasamos al moral, mi impresión es que los no-violentos evangélicos representan un fundamentalismo, que no por ser mucho más simpático que los habitualmente llamados así, se sustrae a la simplificación y a una cierta necesidad psíquica que muchos tienen de «seguridad», de saber moralmente a qué atenerse, de que se nos déÍ desde fuera, un criterio infalible de distinción entre el bien y el mal, válido para cualquier situación.

Esta confianza de un grupo animado por el fervor religioso-moral de poseer, él y sólo él, la verdad, es lo que le constituye en «secta». Y pienso con Ignacio Sotelo, participante también en nuestro foro, que esta categoría socio-religiosa, tomada en una acepción puramente descriptiva, no valorativa (y menos en mala parte), conviene a estos no-violentos que, en contraste con los «sectarios» (en la acepción fanática de la palabra), se muestran tolerantes y aun respetuosos para la conciencia de los otros, para quienes, sin caer, lejos de ello, en el extremo opuesto, el de los amantes y practicantes de la violencia como regla firme de conducta, piensan, o pensamos, que las cosas no son tan sencillas y que, sin sustentar la en boga du rante la época existencialista «moral de la situación», esta, la situación, cualifica siempre la elección moral.

Los no-violentos, ya lo he dicho, son, por lo general, personas admirables. Quizá poco críticos de sí mismos, no sólo ya anotado, en cuanto, a los fundamentos teóricos de su doctrina de salvación, sino también en cuanto a oscuras motivaciones (a las que todos, sin excepción, los psicoanalistas lo saben bien, estamos sometidos). Por de pronto, el dominio de sí mismo que, llevado a unos límites de tremendo estoicismo, es menester que los no-violentos ejerciten, ¿no muestra una acometividad, una agresividad, una violencia a la que se ha invIertido la dirección, que exige, en situaciones límite, una gimnasia psíquica semejante a la de los faquires y que, más oscuramente aún (estoy recordando una interpretación scheleriana de san Pablo en El resentimiento en la moral), amontona carbones encendidos sobre la cabeza del enemigo?

Nuestra época no es, como suele decirse, que sea inmoral, sino que mantiene simultánea, pluralísticam ente vigentes muchas morales. Nuestra época sabe que no hay una, sino muchas morales cristianas. Y que una de ellas, difícilmente universalizable, tentada de fundamentalismo, sujeta a contradicciones intrínsecas o, cuando menos, a la pura negación que, sin embargo, retrocede, por lo general, ante la acracia, es la moral, predicada como una nueva confesión de fe, de la no-violencia.

Pero decir esto no es suficiente si, por el otro lado, no se trae a debate asimismo la doctrina, realmente peligrosa, de la violencia como característica intrínseca del animal humano. Quédese esta cuestión para otro día y terminemos hoy felicitándonos de la audiencia y presencia, cada vez mayor, que entre creyentes y no creyentes va logrando, de año en año, el Foro sobre el Hecho Religioso.

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