El orden y el desorden
UN AUTO de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid ha denegado el procesamiento, propuesto por el juez de instrucción y pedido también de forma autónoma por el ministerio fiscal, de dos miembros -con nombres y apellidos- de la Policía Nacional de cuyas armas de fuego salieron los proyectiles que causaron un muerto y dos heridos en la barriada madrileña de Embajadores el pasado 13 de diciembre. Como cualquier otra decisión de los poderes del Estado, los ciudadanos tienen el derecho, reconocido por la Constitución, de criticar esta resolución sin incurrir en desacato y de exponer los argumentos de su discrepancia. En este caso, los motivos que invitan a esa reflexión negativa forzosamente han de prolongarse más allá de los detalles de este episodio concreto y plantear algunas interrogantes sobre el papel del poder judicial en una sociedad democrática.A diferencia de la tradición anglosajona, que se inclina por el carácter electivo de los magistrados a fin de permitir un mayor control de la sociedad e impedir que la ocupación vitalicia de los cargos públicos fomenten desviadas tendencias en sus titulares, la organización de la justicia en España descansa en un cuerpo de funcionarios -la carrera judicial- en el que se ingresa por oposición y en el que se permanece hasta la jubilación. La independencia del poder judicial con respecto a los otros poderes del Estado va a quedar reforzada, en nuestro país, por el Conselo General, cuyos miembros de designación parlamentaria han sido elegidos, precisamente, esta semana. Pero esa necesaria autonomía dentro del aparato estatal, que consagra el principio de que los políticos elegidos en las urnas, no podrán presionar sobre los tribunales, no debe ser confundida con la separación entre ese poder del Estado y la sociedad. El poder ejecutivo tiene, al fin y al cabo, la posibilidad de intervenir en el universo donde se aplican las leyes a través del ministerio fiscal. Por lo demás, la organización de la justicia tiene, en su propia estructura, válvulas de control que le impiden configurarse como la encarnación de una fábula kafkiana. Por ejemplo, la prevaricación es un delito de prueba difícil, peroen elque pueden incurrirlos jueces. La sociedad, a su vez, no puede quedar marginada, muda o impotente frente al único de los poderes estatales cuyos miembros no son elegidos por los ciudadanos.
La resolución de la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Madrid está destinada seguramente a la celebridad. En sus resultandos y considerandos, cuya crítica técnico-jurídica es tarea de los profesionales del Derecho, se dan cita algunas cuestiones que preocupan a los ciudadanos españoles en este tránsito a la consolidación de la democracia. Así, el ministro de Justicia tendrá motivo de sorpresa al comprobar que las razones que llevaron al ministerio fiscal a pedir, con independencia del juez instructor, el procesamiento de dos policías son desestimadas por el mero hecho de no coincidir con la versión de los acontecimientos dada por funcionarios que dependen del Ministerio del Interior. Y los jueces y magistrados también tendrán ocasión de alarmarse por idéntico motivo, ante la escasa estima en que parece ser tenida la actuación de un colega en diligencias sumariales.
En efecto, la Sección Primera de la Audiencia madrileña no «estima acertado el criterio de poner sistemáticamente en duda la veracidad de personas que, en principio, pudieran suponérseles implicadas en un hecho que acaso fuera delictivo». Tanto el juez instructor que propuso el procesamiento como el fiscal que lo pidió de forma autónoma han perdido, sin duda, el tiempo al compulsar testimonios, examinar pruebas y requerir explicaciones. Si no puede «adoptarse como norma la de poner en duda la veracidad de las declaraciones de los policías nacionales, ni las de sus superiores jerárquicos, ni la de los informes emitidos por las autoridades gubernativas (en este caso, del gobierno civil), ni del informe emitido en las Cortes por el ministro del Interior», realmente sobran jueces instructores y fiscales en los sumarios.
Igualmente notable es la teoría de que la causa de la causa es la única causa del mal causado, quedando el segundo eslabón de la cadena exento de toda responsabilidad. Así, el «hecho motivador» de las muertes y lesiones en Embajadores fue «la actuación plenamente ilícita, amoral e inmoral, contraventora de las normas», de los manifestantes, que, «confundiendo la libertad con el libertinaje y la democracia con la demagogia, alteraron el orden público. En cuanto a los policías nacionales que dispararon sus armas, no lo hicieron «intencionadamente contra sus atacantes para matarlos o herirlos», por la sencilla y palmaria razón de que, de habérselo propuesto, «la cantidad de víctimas que hubieran producido, sin duda, hubiera sido mucho mayor».
¿Se trata, así pues, de establecer un fuero policial para sustraer de los jueces instructores el procesamiento de aquellos miembros de los cuerpos de seguridad sobre los que recaen indicios racionales de culpabilidad por su comportamiento? Porque el auto de denegación de la Audiencia, al ser sólo susceptible de recurso de súplica ante la sección que lo ha dictado, cierra para siempre el caso e impide la celebración del juicio oral que podría permitir esclarecer la culpabilidad o la inocencia de los sospechosos. Por lo demás, ¿significa la doctrina expuesta por la. sección de la Audiencia que las personas que concurran a una manifestación ilegal son las únicas responsables de las muertes y lesiones que se produzcan, aunque las víctimas sean pacíficos transeúntes y la causa de las heridas disparos de las Fuerzas de Orden Público?
Hemos señalado en más de una ocasión que el Estado democrático posee el monopolio legítimo de la violencia. Ahora bien, ese monopolio, para ser legítimo, necesita ser ejercido dentro del respeto a las leyes, en el marco de la Constitución y según criterios de congruencia y adecua ción entre las infracciones realizadas y las medidas que las sancionan. A nadie se le ocurriría proponer que los guardias de la circulación tuvieran derecho a disparar a las piernas de los viandantes que cruzan la calle con el semáforo en rojo. Y, sin embargo, parece haber gentes que piensan que los disturbios callejeros en una manifestación no autorizada extienden automáticamente licencia para matar en favor de los servidores del orden público.
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