Elogio filosófico del estío
Casi al mismo tiempo que terminaba mi reflexión festiva sobre el estío me llegó a las manos un «elogio estival de la filosofía», que la punzante y desenvuelta pluma de mi amigo y compañero Antonio de Senillosa publicaba en este diario.La coincidencia no es una réplica, sino un antagonismo de titulares. El aprovecha la tregua veraniega para buscarle raíces a determinada filosofía política. Yo he llenado unas horas de vacación filosofando sobre el estío.
Medio mundo, el del hemisferio sur, ignora lo que es nuestro trimestre caluroso. Agostar es verbo que tiene sentido del lado de acá del Ecuador, y las imágenes de la Navidad con abetos nevados no tienen coherencia en el diciembre caluroso de Buenos Aires o de Sidney. Nuestro estiaje es parcial; no alcanza a todo el planeta al mismo tiempo. Este ritmo distinto produce extraños efectos en el organismo humano, que tarda en aclimatarse al agosto frío argentino cuando viene del agosto abrasador de Madrid. La rapidez del transporte aéreo hace posible la casi simultaneidad de estas incidencias. Con Gregorio Marañón hablé una vez de ese aspecto del cambio brusco de las estaciones contrapuestas y de su repercusión en el equilibrio térmico del hombre, que no se había experimentado hasta bien entrado nuestro siglo, después de la guerra mundial, cuando empezó la era masiva de los viajes en avión.
La primera de las novedades estivales suele ser el encuentro con amigos poco frecuentados. Peyrefitte cita, en uno de sus inimitables y escandalosos cronicones, al solitario de Port-Royal, que escribía: «Los amigos son como los trajes. Hay amigos de verano; otros, de invierno; y también, de primavera y otoño. Hay, en fin, amigos por el mes de julio». El redescubrimiento de los amigos estivales permite explorar los viejos hábitos del diálogo perdido. Una amistad es sustancialmente una larga e interminable conversación. A veces son triviales en apariencia las motivaciones del chisporroteo verbal. Pero la esencia amistosa está en el hecho de que brote entre dos personas el fuego conversacional y no tanto en la trascendencia del contenido.
Otras sorpresa son los libros olvidados en el lugar veraniego durante el anterior estío. Se dejaban abiertos en una página y allí nos espera el párrafo interrumpido para hilvanar el resto de la historia que leíamos. Resulta que esta novela de evasión no era tan mala como se pensaba. Y que en tal volumen empezado hay referencias tan sabrosas que sirven para hojearlo sin discurrir. Placer supremo de las tardes estivales en que se deja a la imaginación en rueda libre, y en que casi se lee solamente con los ojos, mirando, a veces, álbumes de retratos con figuras de nuestro tiempo vital antiguo.
Los objetos de uso personal vienen también a nuestro encuentro como la novedosa resurrección de una vieja compañía. Las cosas son parte esencial del entorno de la vida y llenan de referencias nuestro espacio existencial. «Amo todas las cosas; no sólo las supremas, sino las infinitamente chicas», cantaba Neruda.
Tenemos un quinto sentido cenestésico que nos sitúa con relación a ellas. La mesa de escribir, la carpeta de cuero. la silla, el pliego o la cuartilla, los rotuladores componen el nuevo ámbito en que nos instalamos. El hombre es animal de costumbres. Las adopta, las ejerce, y luego, las olvida. El estío es un resucitador de costumbres. Vuelven a nosotros como un trozo temporalmente anestesiado de la memoria doméstica. Los ruidos habituales, la entrada de la luz por el ventanal, los matices del entorno exterior, el monótono caer de la lluvia, el color cambiante del paisaje, la silueta y el paso de las nubes son diferentes. Cada lugar tiene su microclima propio. Por el olor del campo en la noche puede identificarse la localización en que nos hallamos. El estío es una colección de olvidadas fragancias actualizadas. El pinar huele de modo distinto al despertar el día que cuando, ya dormido, se entrevera con el relente nocturno empapado en la sal marinera.
La madrugada también se identifica de forma diferente. «El dedo del día que empieza», como lo llama Mauriac en sus Memorias interiores, desgarra la oscuridad del cuarto con esa raya vertical tibiamente luminosa, que en la ventana presagia la aurora. El estío nos permite ver la salida del sol, espectáculo que pocos humanos del mundo desarrollado y urbano contemplan, pero que en el mundo agrario y marinero forma parte de la vivencia cotidiana.
El sol sale en el horizonte de la mar con liturgia distinta que en la llanura o en la montaña. Brota de repente, como sí un invisible farolero encendiera una gigantesca llama que tarda unos segundos en adquirir su silueta de casquete esférico. Luego viene la solemne y brevísima ascensión del globo de luz. Cuando éste se ha limpiado de todo contacto con el nivel marino ya es imposible seguir mirando, porque nuestros ojos quedan impactados por el deslumbrante fulgor.
La vegetación de mi estío es característica en su identidad. Tengo a mi casa, adosadas, higueras y cañas, en simbiosis perfecta que se defiende, en alianza complementaria contra noroestes de lluvias y norestes de frío, el «nortazo» de estos parajes. El bosque figueral o figueredo tiene un peculiar aroma, acre y picante, que se acentúa los días de calor. No sé dónde he leído que en la antigua religión de Mitra, en el Oriente Próximo, la higuera era un árbol sagrado, como lo era el roble para los celtas y para los vascos. La evangélica maldición que siempre me dejó perplejo contenía, por lo visto, un oculto valor simbólico hacia la esterilidad de aquellos cultos. La caña tiene una hipersensibilidad hacia los vientos de todos los cuadrantes. Tiembla ante la menor corriente de aire. Se inclina ante los temporales. Y puede quedar así, tumbada, pero viva, durante largo tiempo, como las naciones ocupadas por un ejército invasor. Por qué llamó Pascal al hombre «caña pensante», es para mí un misterio. No todos los hombres se doblegan al temporal dominante; ni todos son sensibles al viento de la historia, agitando sus puntiagudas y largas hojas.
Es significativa la locución «estoy de vacaciones» del verbo estar, de que también viene, desde el latín, el vocablo estío. Estío es un estar o, como decía con sorna un marino retirado que contemplaba el Cantábrico desde estos acantilados: «Estoy estando», forma de suprema y esotérica definición de lo que es o debe ser vacación estival: el ocio contemplativo.
¿Es el ocio una actitud filosófica de hombre propicia a la meditación trascendente?
El nego-ocio, o actividad productora, ¿sería sustancialmente la negación de un clima positivo, el de la ausencia de toda iniciativa creadora? De mí sé decir que el estío, con su brusco cambio de ambiente, de paisaje y de clima, estimula. por el contrario, mi reflexión interior. En el estío «me envuelvo en mí mismo», como explicaba Michel de Montaigne. La perspectiva estival es, por definición, un distanciamiento de las cosas rutinarias y proporciona una mejor plataforma de observación que la vorágine en la que vivimos sumergidos durante el resto del año. El verano nos devuelve la noción de lo relativo y el equilibrio de las proporciones. Nos hace sentirnos como somos. Es casi un palparse el cuerpo físico, bajo el agua salada del mar, para comprobar su dimensión trófica: «iOh cuerpo! ¡Tú eres el alma!», dice la estrofa de Walt Whitman. El estío es un examen de vivencia. Una introspección relajada. Un asomarse al lago interior para contemplar la profundidad de sus aguas y los oscuros canales que el tiempo ha perforado en la roca. Porque en el fondo de nuestro espíritu hay siempre -como sostiene Julien Green- un remanso, una región de calma que resiste a las mayores agitaciones.
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