Tom Hearns, "el Asesino" de Detroit
En la larga agonía del boxeo profesional, nunca la rivalidad entre púgiles había sido tan cuidadosamente administrada como ahora, cuando han coincidido en el peso welter Ray Sugar Leonard, Mano de Piedra Durán y Pipino Cuevas, bajo la divisa «El triángulo de la muerte». No obstante, los planes se han venido abajo. Inesperadamente llegó de Detroit un tal Tom Hearns. Tenía veintiún años y mucha hambre, y en el barrio le apodaban simplemente el Asesino. El 2 de agosto pasado, Tommy, el hambriento sobrino del Tío Tom, tardó menos de seis minutos en destruir a Cuevas. Luego solicitó una entrevista urgente con Leonard o con Durán.
Un año antes, Bob Arum y Don King, los dos promotores norteamericanos más importantes, habían seleccionado por muy buenas razones a Ray Leonard, Antonio Cuevas y Roberto D'Urán, oficialmente, naturales de Estados Unidos, México y Panamá, pero, en realidad, oriundos del extenso país de la miseria, que tiene una importante red de sucursales. A Leonard, campeón olímpico en Montreal, los publicistas del ring-side lo convirtieron en sucesor de Ray Azúcar Robinson. En verdad, este Sugar era una obra menos acabada que aquél; éste es un chico encantadoramente criminal, capaz, dicen, de pegar con una sonrisa benigna. «Yo soy un mercenario, compañeros», y aquél sólo sonreía mientras bailaba lo último de Glenn Miller. Estaban separados por las mismas propiedades que el betún y la brillantina y, a pesar de ello, ambos eran brillantes. Había buenas razones para elegir a Leonard.Durán nació hace veintinueve años en una caseta de chapa y cartón. Aprendió a discutir y a pelear en la calle; los cambios de golpes a la sombra de los chamizos tenían el antiguo aroma de los duelos, y una eterna corriente bélica discurría por el Gran Canal, administrado por los yanquis, y se prolongaba a las conversaciones de los viejos y a la furia de los niños. Cuando era muy pequeño, Roberto se fracturó el dedo corazón de la mano derecha junto al nudillo maestro, quizá peleando por un vaso de zumo o por una pluma de quetzal. La falta de asistencia médica le valió una deficiente calcificación del hueso roto. Siempre que de allí en adelante cerraba la mano, el resultado no era un puño, sino el canto de un adoquín. Mano de piedra, comenzaron a decirle, y después de que ganara su primer título mundial, el de los ligeros, los niños de Panamá hacían chocar dos lascas de piedra de mar que llevaban en las manos.
Cuevas no necesitó leyenda. El iba madrugando gringos, japoneses o europeos con una terrible indiferencia. Ganó una de las dos versiones actuales del título mundial de los welters sin que nadie pudiese aguantar en pie uno de sus crochets de derecha. En los elásticos de sus guantes, las muescas comenzaron a acumularse inconteniblemente. Tal vez no fuera el más rápido, pero era el más certero.
Hace un año, cuando Tommy Hearns acababa de cumplir veinte, Bob Arum y Don King decidieron que Pipino, Mano de Piedra y Sugar se encontrasen en el Madison Square Garden, o en cualquier otra plaza del pueblo y empezasen a, disparar, a eliminarse. Hasta que el triángulo de la muerte quedara reducido a un vértice. A un único y solitario boxeador de este siglo.
El primer combate fue disputado por Ray Sugar y Mano de Piedra. Los críticos no pudieron creer esta vez en la «gran esperanza blanca», porque Sugar es muy negro y Mano de Piedra muy mestizo, y las esperanzas han tenido que cambiar de color para acomodarse a los tiempos. Ganó por puntos Durán, el viejo noqueador, aunque Leonard se le escapó vivo y entero. O seguramente no ganó nadie, porque Leonard perdió la otra versión del mundial de los welters, y Mano de Piedra comenzó a perder la fe en sus nudillos. Ahora quedaba Pipino, el mexicano, para entrar en el conflicto y cerrar el triángulo.
Los planes. sin embargo, faltaron. Pipino había aceptado una pelea en Detroit ante un tal Tom Hearns, un negro escuálido que medía 1.82, once centímetros más que él, e incomprensiblemente pesaba lo mismo. Don Lupe Sánchez, el preparador del campeón, había dicho: «Todo consiste en que le hagamos probar pronto la mano al negro; en ese momento, las cosas quedarán muy claras». Desde el ring, Tommy vio a Humphrey Bogart en la cara de todos los periodistas, y a Lana Turner, en la cara de todas las mujeres, y vio entre paréntesis a sus siete hermanos, y no consiguió ver a su padre, ni ahora ni nunca, y de pronto tenía quince años, y su preparador, Emmanuel Steward, estaba diciéndole: «Dedícate a otra cosa, chico, que para esto no tienes físico». ¿O le dijo «pareces un tísisco»?. Pero qué importaba eso ahora.
Seis minutos después, el relámpago. Cuevas recibe una ráfaga de golpes rematada por un fulgurante derechazo al mentón, y se dobla muy despacio sobre el tapiz. El guante de Tom y los flashes de los fotógrafos, flahs, flahs, han brillado casi al mismo tiempo. Cuevas cae todavía; cae lentamente sobre sí mismo. Una fea caída, dicen los expertos.
Tom confiesa en voz baja: «Sabía que el secreto era pegar antes que él: dejé firmado el final en los primeros segundos del combate». A muchos kilómetros de distancia, un hincha mexicano se dispara un balazo en la sien ante el televisor. Junto al ring, flahs, flahs, Steward reconoce con humildad que el chico «no baila como Alí ni es peleador, como Durán; es, sencillamente, un boxeador clásico, como lo fueron Robinson y Joe Louis». Los críticos deciden. por unanimidad que el asesino de Detroit no lanza golpes: lanza bombas de mano.
En la sombra, Joe Louis Barrow, el anterior bombardero de Detroit, se quedó pensando que los grandes campeones son errores de la naturaleza. Sabios errores. Como siempre, Tommy sólo llegaría a ser derrotado por un negro de quince años, cuyo preparador pudiera decir: «Tiene algo de especial: mucha hambre».
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