El turismo, a la baja
UNA VEZ superados los inquietantes años que padeció el turismo español (1974 y 1975), tímidamente recuperado en 1977, y triunfal un año después, la industria turística española volvió a la desilusión y al pesimismo cuando, el pasado año, las cifras de turistas que visitaron el país decrecieron en un millón respecto del esperanzador 1978. De lo que ocurra en la actual temporada estival nada sabemos a ciencia cierta, y tardaremos en saberlo: nunca nuestra Administración fue rápida y fiable a la hora de ofrecer estadísticas.La crisis del sector, en un país que consideró panacea económica una actividad que nunca debe configurarse como pilar básico de la economía nacional, dejó de ser simplemente coyuntural para extenderse a toda su estructura, lo que no deja de ser algo natural, según las más elementales teorías macroeconómicas. Mientras que en los años cincuenta y sesenta España se encontraba en perfectas condiciones para competir internacionalmente en la industria turística, habida cuenta del bajo nivel de vida con que contábamos -muy inferior al de la competencia europea-, y a la vista de las condiciones climatológicas y culturales -entiéndase monumentales- que se ofrecían a los visitantes, la triste realidad de este país es, en la actualidad, que el nivel de vida y costes de nuestra estructura turística se asimila, y en parte supera, la de aquellos países que vieron con temor cómo España se configuraba como el gran centro turístico del sur europeo.
Asimismo, la constante política dada a la improvisación y el desorden, y contraria a la planificación y programación de todos y cada uno de los campos de actividad económica, trajo consigo el normal desfase infraestructural, que hace de España un país con envidiables condiciones físicas para el turismo, pero con unas posibilidades de servicio y buen hacer pésimas.
Mientras no se elabore un verdadero programa turístico, que abogue por la conservación, protección y promoción de nuestras zonas e instalaciones veraniegas; mientras la Administración no se plantee su papel de protección y ayuda al sector, mientras, en definitiva, se mantenga la idea de que, improvisando, los beneficios serán mayores que planificando a largo plazo -cual es el caso del resto de países dedicados a este quehacer-, el turismo español presenciará cada año su propia decadencia, en lugar de su resurgimiento y revalorización. El motivo del mal momento del turismo español no se debe sólo y exclusivamente a la crisis general por la que atraviesa el mundo. Su razón última hay que buscarla, si realmente se pretende dar con ella, en unas dotaciones ridículas, unas instalaciones mínimas y una planificación inexistente.
Con todo ello, difícil, por no decir imposible, es que los españoles se acostumbren a considerar -por ejemplo- las playas como un bien público, por más que la Administración diga intentarlo; difícilmente se conseguirá terminar con la especulación, la corrupción y el desorden que han contemplado la construcción de zonas turísticas inhabitables y hasta peligrosas. Y si a todo este desolador presente unimos las campañas de ETApm o la inseguridad ciudadana, o la compleja situación por la que pasan cada año los miles de trabajadores que se ven obligados a trabajar en este sector por carecer de oportunidad para dedicarse a otro, o pensamos en la retención del impuesto sobre la renta, que ha sido aumentada recientemente -lo que significa que las ciudades estén más llenas que de costumbre en esta época-, el porvenir, el oscuro porvenir turístico de este país, se presenta casi tan negro como nuestras playas.
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