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Devuelven un millón de pesetas que acababan de encontrar

Marina Ovejero, de veintinueve años, publicista, estudiante de Derecho y secretaria de dirección en ejercicio, y Rafael Muñoz, de treinta, profesor mercantil e interventor de banca en ejercicio, entregaron el domingo, en la comisaría de Retiro, un bolso de mano que contenía casi un millón de pesetas en billetes, y que acababan de encontrar en el paseo del Prado. El turista japonés a quien pertenecía el bolso pudo respirar hondo a primera hora de la tarde. Luego hizo una reverencia, recogió todo su dinero y siguió viaje. Una vez formalizada la entrega, Marina y Rafael, novios desde hace tres años, volvieron inmediatamente a hacer cálculos financieros para amueblar el piso que acaban de comprar y se prometieron una luna de miel de siete días en París después de la boda, «con viaje en coche, eso sí, que hay que ahorrar».

Venían Rafael y Marina de la iglesia de los Jerónimos. De misa de una y de entrenarse para decir «sí, quiero», porque van a casarse dentro de algo más de un mes, el 12 de septiembre, en la iglesia de Santa Rita. Camino del paseo del Prado podían haber sido elegidos para un concurso de parejas-media: un discreto desenfado en el vestido azul con lunares blancos que llevaba Marina, y un suave dinamismo en las maneras de Rafael les habrían valido sin duda una calificación provisional como novios de ahora.Al llegar frente al Jardín Botánico vieron un bolso de mano, abandonado sobre un banco de piedra. Y se quedaron mirándolo.

Marina y Rafael se habían conocido hace tres años. Y supieron inmediatamente que, en realidad, habían estado siempre a escasa distancia. En todas las definiciones que posteriormente hiciesen el uno del otro aparecerían las palabras «es una buena persona» como resumen final. Para ellos, una buena persona es simplemente una persona que permite vivir en paz a los demás, que aborrece la violencia, que suspira ante los últimos índices de desempleo y ante los turbios fotogramas que nos recuerdan las balas y el hambre de los niños. Las malas cosechas.

A diario han pretendido seguir las vueltas del mundo desde EL PAIS, cuando le toca a Marina el turno de comprar periódicos, o desde Abc, cuando el turno le toca a Rafael. Y, al cabo de los meses y de las conversaciones, han llegado a la conclusión de que ellos quieren su piso, sus libros y sus cursos de Derecho o de perfeccionamiento general, porque hay que estudiar, Marina, y porque tenemos que seguir viaje sin demasiadas apreturas, y ya se sabe lo difícil que está poniéndose todo.

Y ahora habían llegado frente a un bolso demasiado viejo para estar vacío. Podría contener treinta denarios, o Goma 2, o impresos para la declaración sobre la renta.

Y de pronto se convirtieron en la fiel clase media, o en la fiel ciudadanía inclasificable, capaz de atacar, de prometer, de volver la espalda o de enternecerse. Y, sobre todo, de decidir. Estaban ante un humilde paraíso al que se podía entrar por una puerta falsa. Rafael, que es interventor, vio un fajo de francos franceses en efectivo, y calculó rápidamente unos veinte mil duros al cambio. Envueltos en papel, cien billetes más de cien dólares, otros billetes pequeños y quinientos yens; un millón de pesetas en total, o más, quién sabe. Y un pasaporte: «Junji Imada, veintinueve años, Japón». Sería nuestro turista diez millones, o tal vez quince, quién sabe, y él pensó de pronto que prefería a Marina con su libro El principito a medio leer, y que se prefería a sí mismo esta noche, sin muebles, terminando Peñas arriba, de José María de Pereda, y de cada fin de mes, en lugar de preferirse con un millón y con pesadillas. «Porque soy ambicioso, pero quiero que todos, blancos, negros y coloraos vivamos en paz, y si el japonés tiene un millón en el bolsillo y yo sólo voy a ser millonario durante el próximo cuarto de hora, pues qué le vamos a hacer».

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Los funcionarios de la comisaría de Retiro colaboraron en el recuento. Casi inmediatamente alguién llamó desde La Latina: un japonés que apenas hablaba castellano había denunciado la pérdida de un bolso. «¿Con un millón de pesetas?». Sí, con un millón en efectivo.

Y los dos volvieron a casa con las manos vacías. Ayer, miércoles, supieron que el reverente Junji Imada les había dado las gracias por escrito y en japonés y, al caer la tarde, Rafael tardó muy poco en calcular cuánto dinero llevaba en su propio bolsillo antes de pagar la factura del primer armario. «¿Lo compramos o no, Marina?». Sí, quiero.

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