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La piscina

Para obrar a imagen y semejanza de sus gobernantes y permitirse alguna sombra de los placeres con que ellos suelen regalarse, los tres amigos compraron casita en urbanización vecina a la capital y, llegado el verano, organizaron gran fiesta preliminar de los goces de la natación y del agua. Las tres casitas, de superlujo, según la publicidad inmobiliaria, y más bien modestas, conforme a los usos internacionales homologados por la OCDE, la EFTA y la Unesco, enmarcaban una deliciosa pileta de quince metros cuadrados en la cual los niños estaban dispuestos a ejercitar músculos y refrescar la piel, y los tres padres a ahorrarse complicados y pocas veces gratificantes veraneos exteriores. (Por lo demás, tenían que pagar demasiadas letras.)Estaban ya disueltas las diatomeas, el Ph en su sitio y la diaria ración de cloro, cocinada por turnos entre los tres, convenientemente servida. Sus señoras esposas habíanse comprado suculentos biquinis de temporada y hasta pensaban todos ofrecer un poco del veneno de la envidia a los amigos que aún permanecían en los altos, estrechos y secos pisos de la ciudad.

Pero ocurrió que en éstas recibieron un escrito del «Ministerio del Interior. Dirección General de la Policía. Comisaría del Cuerpo Superior». Ni el constructor les había hablado del asunto ni ellos hubieran podido imaginarlo. En conformidad con lo dispuesto en una ley de los años cuarenta, que lo mismo servía para una piscina compartida por tres amigos que para las instalaciones acuático-olímpicas del antiguo Parque Sindical, para poder bañarse las tres familias en aquel fruto de sus sacrificios pecuniarios, el escrito les exigía lo siguiente: «antes de abrir las instalaciones»:

Dos instancias: una dirigida al excelentísimo señor director de Seguridad del Estado, como presidente de la Junta Central Consultiva e Inspectora de Espectáculos, y otra, al excelentísimo señor gobernador civil, solicitando la correspondiente apertura. Otros documentos: un certificado de arquitecto o arquitecto técnico, visado por el colegio correspondiente, haciendo constar la aptitud y seguridad de las instalaciones para el uso a que se destinan; un dictamen de la Delegación de Industria sobre las instalaciones eléctricas; una confirmación de la Delegación Territorial de Sanidad; un certificado de la oficina de empleo, sobre la plantilla de personal especializado en el cuidado y vigilancia de la piscina; un nombramiento expedido por la empresa a favor de la persona responsable que con carácter de representante de la misma debería asumir las funciones directivas de las instalaciones, y un escrito de la Sociedad General de Autores para el caso de que en el recinto de la piscina se ejecute música por cualquier procedimiento.

Se pusieron los vecinos manos a la obra. Se constituyeron en empresa y nombraron representante a uno de ellos; se prohibieron a sí mismos y a sus familias bajar a la piscina con transistores, tocadiscos, flautas, guitarras y tamborcillos de juguete, a fin de ahorrar el último de los escritos, y, repartiendo viajes, fueron recopilando aquella rocosa montaña de papeles coronada de letras mayúsculas. Uno de los peritos, que, con mucho mérito, hacíase llamar arquitecto o ingeniero técnico, advirtió que su colegio le exigía cobrar 15.000 pesetas por el dictamen en concepto de dieta de desplazamiento, y que deberían ir a buscarlo a su casa en automóvil. El vecino encargado, ahogado sin piscina en el espectáculo kafkiano, no entendía por qué había de pagar dietas de viaje al funcionario si estaba obligado a transportarlo, pero el otro replicó que, en caso contrario, se quedarían sin dictamen y, en consecuencia, sin baño.

Los de Sanidad pidieron un médico responsable para casos de accidente y los vecinos buscaron a un amigo que vivía en los alrededores. Por 20.000 pesetas al mes se responsabilizaría de la cuestión sanitaria y de firmarlos papeles exigidos. Disculpó el precio porque acababa de hacer la declaración de la renta. (Por cierto, no les daría recibo.)

El máximo escollo surgió en la oficina de empleo. Tenían que contratar a una ATS y a un salvavidas titulado. Se iniciaron los trámites. El salvavidas, como honesto trabajador, moreno y musculoso, exigió un horario laboral, con lo que los vecinos sólo podrían bañarse en el lapso de ocho horas al día, y nunca los domingos y los sábados por la tarde. Insinuó el productor que, amén de los seguros, el contrato debía ser por todo el año, no sólo por la temporada veraniega, y que su sindicato iba a exigir un lugar adecuado para el trabajo (una casita amueblada al borde de la piscina), y preguntó si tenían restaurante de empresa, pues cómo iba él a comer laborando tan lejos de su domicilio. Los vecinos acordaron en su vigésima junta extraordinaria del mes, alimentarlo a él y a la ateese por riguroso turno en sus propias casas.

Luego sacaron la calculadora electrónica: el uso y disfrute de la modesta piscina iba a costar unas 200.000 mensuales. Habían pasado un mes recopilando escritos, y aún carecían de la mitad. En el ministerio firmante, ante algunas suaves protestas, aseguraron que aquel sistema era el mejor ideado para aliviar la lacra del paro en el país. Entre los tres copropietarios darían sueldo fijo a tres empleados y costeaban un alto número de funcionarios, colegiados y políticos. Era la mejor manera de que funcionara el Estado. Y que dieran gracias al Gobierno, porque aún no vivían en entidad autonómica; en ese caso, habría que multiplicar todo por dos (papeles, funcionarios, empleados).

El más osado de los protagonistas, borracho de democracia, quiso objetar algunos aspectos de Is cuestión: agravio comparativo entre piscinas privadas y públicas, ninguna necesidad de salvavidas y ateeses, porque el agua de su piscina «no cubría», manifiesta imposibilidad de reunir a los dos peritos, dado el tiempo vacacional, inflación absoluta de certificados y dictámenes... Pero el funcionario respondió que la ley era la ley, que la ley es igual para todos, que a él le pagaban los contribuyentes para pedir todo aquello y que, en fin, él lo comprendía, pero... En un rasgo de sinceridad ofreció un consejo desinteresado y sin que los vecinos tuveran que pegar póliza alguna: «Háganme caso y actúen como muchos otros: lo mejor que pueden ustedes hacer es cerrar la piscina». El vecino representante, como quien no quiere la cosa, y con todos los respetos, replicó: «Lo que podrían hacer ustedes es cerrar el Gobierno; al menos, podríamos bañarnos».

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