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Tribuna
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Joaquín Garrigues Walker

Decían los antiguos que eran elegidos de los dioses quienes morían en plena juventud. Al presenciar la desaparición prematura e implacable de una persona de mi círculo familiar, como Joaquín Garrigues Walker, pienso en lo que esa afirmación tenía de consuelo mitológico para quienes sufren en el entorno del ser que se extingue, cuando apenas había desplegado las alas en el vuelo de su destino personal. Es la flor tronchada de la ilusión. La siega del tallo verde. El torso de la estatua, roto. La repentina interrupción de un proyecto de vida, cercenado en plena realización.Joaquín tenía cuarenta y siete años. En 1973 decidió abandonar toda actividad financiera, y los puestos. ejecutivos que ejercía en ese ámbito, para lanzarse a la tarea política con integral dedicación. Lo hizo desde un principio con rigor y trabajo ejemplares. No quiso «vender» una imagen, sino prepararse a fondo para la lícita competencia con rivales y adversarios, conociendo las múltiples vertientes que la cosa pública ofrece, en su creciente complejidad moderna. Era un estudioso apasionado que buscaba constantemente en la lectura del libro o del documento nacional o foráneo las apoyaturas precisas al desarrollo de su tesis. Su pensamiento liberal era un modelo de contemporaneidad, a mil leguas .de la caricatura del liberalismo, que dibujan los totalitarios de uno y otro lado, para ridiculizarlo. Tenía el juicio crítico insobornable que distingue al gran político, por encima de las chapucerías y de los compromisos. Y era un dialéctico duro y difícil en la negociaciones, en las que sostenía tenazmente sus razones; o en las reuniones políticas de su partido, en las que afrontaba, impasible, las más difíciles posiciones en materias que, por su delicadeza, nadie o casi nadie osaba suscitar.

Pieza esencial de su carácter era el humor; la vena irónica que brotaba espontánea de su aparente seriedad introvertida. No era un humor celtíbero, ni folklórico, sino del más puro corte anglosajón, que le venía quizá por el lado de su apellido materno. Se ha escrito mucho sobre el humor y la política. El humor es, muchas veces, lubricante que evita el chirrido en las ruedas de la maquinaria política cuando las tensiones han llegado más allá de lo conveniente o de lo soportable. En Joaquín, esa propensión irónica iba dirigida a una constante desmitificación de los tópicos y de los envanecimientos personales. El humor le sirvió también para denunciar risueñamente los fallos del sistema al que servía; sus obvias limitaciones; sus crasos errores; las innecesarias lejanías y los excesos del autoritarismo de partido. A veces, su sentido burlesco se extendía demasiado lejos en sus escritos periodísticos, induciendo a error y confundiendo, a sus lectores hispanos, poco expertos en captar la sutil nebulosidad británica en lides de chanza política. Hay un misterio social en el humor que es al mismo tiempo, una fuerza, pero también una catarsis. Joaquín conservó ese talante vital hasta el último instante de lucidez. «Estaba imaginando esta noche», me dijo hace poco, «cómo serán los artículos que me dedicaréis después de mi desaparición. Podría casi escribirlos para que luego los cotejéis con los vuestros». Y añadía un relato sarcástico con la imitación de los juicios benévolos o eulogísticos de esos que se oyen formalmente sólo cuando el rival ya ha dejado de existir.

Tenía el don de la entereza. Es fácil pronunciar esa palabra y es difícil ejercerla. Miraba de frente a la vida y su peripecia y también al tremendo y doloroso abismo de la enfermedad irremediable. Mantuvo con la conciencia adquirida de lo inevitable un propósito inalterado de trabajos, proyectos y reorganizaciones a medio y largo plazo. En algún semanario publicó en los últimos tiempos hasta siete trabajos sucesivos, que componen un programa analítico del desarrollo constitucional. Y dentro de su ámbito específico ministerial, hasta su creciente cese, enviaba a sus colegas de gabinete cartas críticas acerca de sus proyectos legislativos para seguir cumpliendo la función que tenía asignada. Como hombre de partido quiso asumir la responsabilidad de su liderazgo en la provincia que le eligió. Y allí marchaba inexorable, semana tras semana, hasta que la enfermedad lo hizo imposible para mantener un contacto directo con sus seguidores, sobreponiéndose a su endeble situación de salud, escuchando a quienes le traían el cotidiano mensaje de sus aspiraciones, sus ruegos, sus críticas o sus denuncias, bagaje obligado de los votantes de un distrito en cualquier sistema representativo auténtico. Pero en Murcia quiso hacer algo más, y en un gesto admirable de confianza con los compañeros, amigos y electores suyos, les anunció el final inminente de su vida, agradeciéndoles su probada lealtad en un acto de despedida, a la vez que íntimo, conmovedor y patético.

Quiso seguir luchando, sin esperanzas, hasta que el destino le separase de su vocación profunda: el poder. Porque nunca hizo misterio, ni renuncia de lo que era en su ánimo, un deseo arraigado al que posponía cualquier otra aspiración: la vocación de alcanzar el poder; la de ejercer el poder; la de conservar el poder. En una palabra: la de gobernar. Era tan fuerte su ambición -por otra parte, perfectamente legítima- que estoy por decir que no- sintió avanzar en su fisiología en forma alarmante los síntomas premonitorios de su insidioso mal. O si los experimentó, tangencialmente, hizo caso omiso de aquellas advertencias somáticas. Así se encontró, de pronto, con la presencia de un proceso incubado desde mucho tiempo atrás que se adelantaba a cortarle el camino. Ese fue el drama interno que llevaba encima desde hace un año, aunque su reserva habitual no dejaba transparentar ninguna emoción que revelase su patética lucha.

Era un liberal que entendía la política como una exigencia ética. Creía en las realidades del Estado moderno democrático y pensaba en que ese tipo de organización de la vida pública, con todos sus inconvenientes, es todavía, pese a sus detractores de uno y otro signo, el ejemplo al que miran las dictaduras cuando quieren dejar de serlo. La sociedad abierta de economía de mercado e iniciativa personal le parecía ser el auténtico motor que impulsa el mundo desarrollado. Los esquemas de Joaquín eran claros, aunque a veces tenían cortantes aristas; pero llegaban muy bien al gran público. Toda una generación de jóvenes universitarios, técnicos y empresarios se formó en la línea de esos planteamientos, que se basaban en los datos auténticos del contexto nacional. Joaquín Garrigues pudo ser -o era ya- el líder de un partido liberal de envergadura nacional, renovador y europeo. Habría que remontarse a la figura de Canalejas para encontrar en el campo de esa ideología una referencia de parecido arraigo. El nivel de cultura, su fácil y brillante manejo de la pluma y la palabra, y la muerte inesperada y prematura, añaden más elementos comunes al paralelismo de las vidas de esos dos españoles señeros.

Parece, en efecto, que con la muerte de un hombre joven se rompe la rutina estadística que aceptamos como norma habitual en las expectativas de nuestra vida. Perdemos a quien almacena proyectos del mañana y con él se esfuman un caudal de iniciativas y un manojo fecundo de ideas sobre las formas de organizar la convivencia española. Alguien preguntó a Joaquín Garrigues, hace tiempo si él se consideraba hombre de porvenir. Replicó diciendo que, a su juicio, eran hombres de porvenir los que veían lejos y miraban hacia adelante dos cualidades no demasiado frecuentes en nuestra clase dirigente. Quienes se acercaban a él, encontraban un interlocutor generoso y fácil para cualquier aspecto, ruego o planteamiento que llevara dentro, o una nota de interés humano, o de protección y defensa de un derecho marginado, o simplemente de abrir caminos a un talento ignorado. El entendía la política así; es decir, como una gran tarea de interayuda y de promoción de valores que, en gran número se pierden porque no logran atravesar las espesas costras del favoritismo y de la cerril intransigencia, todavía tan abundante entre nosotros.

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Era un político que leía mucho, afirmación esta que parecería banal e innecesaria, puesto que se supone obligada. Y, sin embargo, resulta definitoria. Hay muchos hombres en nuestra vida pública que se alimentan intelectualmente de la imagen televisiva y del comentario periodístico, lo cual impide la reflexión en profundidad. No preconizo que el líder deba ser un perpetuo doncel de Sigüenza, embebido en las páginas de un libro que le enajene de la realidad circundante. Pero la vertiente intelectual es un bagaje conveniente para entender el Estado moderno, especie de portaviones nuclear, navegando en el mar de la historia, entre riesgos, amenazas y sorpresas, y llevando a bordo una tripulación de 35 millones de españoles. La maquinaria de ese navío es trepidante y compleja, pero su filosofía es preciso conocerla tan bien como los planos y diagramas de su funcionamiento.

Se decía que Joaquín Garrigues era frío, casi glacial, en el talante íntimo e imperturbable de su parsimonia. Tampoco era acertado ese extendido y simplista juicio. Tenía la pasión de los razonadores, más dura que la de los sentimentales, y, escondida dentro del caparazón en que envolvía el secreto de su yo, palpitaba una neurálgica sensibilidad a la que rara vez daba salida.

No hace mucho tiempo conviví con él unas horas durante una breve intermitencia de su proceso maligno, en una casona de Mazagatos, lugar del alto segoviano, junto a Ayllón, que había acondicionado con sobria y popular comodidad en su estilo castellano. Planeaba y soñaba fines de semana ante el largo horizonte de la meseta que, recostado en la sierra carpetana, servía de escenario a su divagación. «Aquí puedo leer y pensar. Para, más tarde, escribir a gusto». Tenía la cabeza llena de proyectos literarios y políticos a medio y largo plazo, en dramático contraste con el visible avance del mal que le roía. Nada entristece tanto como la definitiva ausencia de aquellos de quienes nos prometen obras. ¿Sería cierta la teoría de los malogrados que explicó Marañón? ¿Habrá un secreto código en los niveles profundos de la vitalidad que encierra la clave de los destinos breves, bruscamente acortados por la enfermedad, pero plenariamente fecundos en su apresurada vitalidad, que les acucia porque el tiempo personal acaba?

Había concitado en los últimos tiempos vasta expectación en muchos sectores de nuestra política, precisamente por la honrada valentía con que se manifestaba en los graves temas que tiene planteados y no resueltos la sociedad española del posfranquismo. Joaquín era el antídoto del síndrome de la avestruz. Creía que no era permisible en un sistema democrático esconder los problemas y darlos por inexistentes con un frívolo pasaporte verbal. Quería rigor en el examen de las cuestiones pendientes, y un orden de prelación para acometerlos sucesivamente. Sostenía la conocida tesis de que no era posible que la opinión creyera en un Gobierno que no tuviese, a su vez, previamente fe en el sistema que defendía. De allí su empeño en que la formación partidista a la que pertenecía funcionara como partido de auténtica base democrática, y no como un simple armazón de poder o correa transmisora de instrucciones de Gobierno. Su actitud firme y decidida le había dado protagonismo alternativo y relevante en la generalizada confusión. Trabajaba en la elaboración de un proyecto de Estado, cuyo modelo sirviera para integrar definitivamente el mayor número de fuerzas políticas en la convivencia social. Pero el destino cortó el hilo de estos nobles propósitos.

«La muerte es una larga marcha que no espera», escribía Kipling. De los hombres que pasan hay algunos cuya memoria sigue viviendo entre los que aquí quedan, por la estela que dejaron su imagen, sus palabras o su acción. Unamuno escribió que era supremamente doloroso ver desaparecer a los que son una esperanza. Hagamos que las esperanzas del que se fue sean las que todos tenemos, de logar una patria mejor. Y que en nuestro duelo sirvan los recuerdos como estímulos para la gigantesca tarea de levantar una España conciliada y moderna, afirmada en el trabajo, en el progreso y en la libertad.

José María de Areilza suegro de Joaquín Garrigues, es diputado de Coalición Democrática por Madrid.

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