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Tribuna
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La encrucijada olímpica

La llama olímpica, flameante en la ciudad de Moscú hasta los primeros días de agosto, quizá haga olvidar momentáneamente al olimpismo la pesadilla en la que se ha sentido inmerso en los últimos meses. Pero sólo será un alivio pasajero. Cuando se pierdan en el aire moscovita los últimos clarines olímpicos, es más que probable que un período apasionante y decisivo se abra para el movimiento olímpico: el de la renovación a fondo o el declive.En efecto, Juan Antonio Samaranch, que ocupará el sillón en el que un día se sentó el barón de Coubertin, tiene ante sí una peliaguda encrucijada. Los acontecimientos vividos en torno a la cita de 1980 han agravado hasta tal punto las deficiencias del plantea miento olímpico actual que, de no ser pronto restañadas o, al menos, aliviadas, ponen en peligro su con tinuidad. El bisturí del cirujano es de imprescindible presencia aquí; de su utilización, certera o desafortunada, depende la vida de ese en fermo que es el movimiento político-deportivo al que nos referimos, el cual sólo con su intervención tiene probab,lidades de subsistencia. La inactividad, sin embargo, no conduciría más que a su decadencia segura, en mayor o menor espacio de tiempo. En el marco de esta creencia, pasamos a exponer algunos de los derroteros por los que, en nuestra opinión, tendría que transcurrir la ineludible corriente de renovación olímpica.

Es claró que uno de los elementos que más impulsan la crisis que vive el olimpismo es la megalomanía a la que ha llegado, impulsado por los fuertes intereses económicos que se mueven tras la cortina cuatrienal. Que nadie se engañe; estos intereses cada vez empujan más hacia un gigantismo y una superación en lo aparente y fastuoso que es obligado parar ya. El movimiento olímpico requiere más que nunca una fuerte dosis de mesura, austeridad y, en suma, de erradicación de esa perniciosa guía de conducta que es el «yo -el organizador actual- más y mejor que el de hace cuatro años». Aunque la trampa en la que se hallan atrapa dos los Juegos no es sencilla, una actitud firme y exigente en tal sentido de los dirigentes olímpicos puede, si bien no con frutos inmediatos, hacer mucho en este terreno. De lo contrario, la forma indicada de ver las cosas engendra una desafortunada competitividad, germen de numerosos problemas. Es falso que el olimpismo no tenga un ingrediente político. No olvidemos que como un instrumento al servicio de la paz y el entendimiento entre los pueblos renació a finales del siglo XIX. Lo que no es, de ningún modo, es un centro para trasladar, como lugar idóneo por su repercusión mundial, las rivalidades y enfrentamientos políticos. Muy al contrario, debe ser un acontecimiento que sirva para producir un ambiente de comprensión y entendimiento que lubrifique las relaciones internacionales. Para ello, sus máximos mandatarios deben buscar por todos los medios a su alcance un pacto político entre las grandes potencias, tendente a salvaguardar la gran creación cuatrienal. Dentro de la esfera doméstica, deben fomentar la tendencia, ya acertadamente dibujada con motivo de las justas soviéticas, de suprimir toda la simbología exponente de pugnas políticas entre naciones y sustituirla por la propiamente olímpica, que personifique las ansias de paz y entendimiento general. En este grupo de iniciativas, el reencuentro de los Juegos con su sede de otrora, Grecia, nos parece indicado, y por ello hay que aplaudir la resolución adoptada recientemente en Madrid por la comisión competente del Consejo de Europa, cuajada de sensibilidad hacia el olimpismo. Esta medida, tachada por algunos de baladí, es de singular alcance. Aparte de impedir que la organización de los Juegos Olímpicos en lugares distintos sirva para identificarlos, como ahora ocurre, con la organización y conducta política del país en el que se celebren, situaría al encuentro de cada cuatro años por encima de su localización geográfica, al tener de por si una sede permanente, que por ese motivo estaría incluso al margen de las vicisitudes políticas que pudiera padecer la nación helénica. En definitiva, el emplazamiento de los Juegos se habría objetivado; se habría institucionalizado más allá de los avatares de la situación política concreta de cada organizador. Además, esto ayudaría mucho a frenar el proceso de gigantismo económico del que se halla impregnado el olimpismo, pues se evitaría la carrera de rivalidades, cuyos, hitos presenciamos cada cuatro años.

Por otro lado, el movimiento olímpico debe someter a revisión . sus propios planteamientos deportivos. Uno de los puntos donde ello es más necesario es en la regla del amateurismo, que constituye en verdad una farsa. El deporte, res ponda a la razón que responda su práctica, posee unos enormes valores que han de tener acogida en la arena olímpica. Háganse unos Juegos abiertos a todos los deportistas y rómpase la escandalosa ve neración a esa hipocresía que es el llamado amateurismo marrón.

Para el logro, o al menos para el inicio, de la tortuosa senda que un día puede llevar a culminar tal gesta es imprescindible un fortalecimiento y una independización, de los órganos rectores del fenómeno olímpico. Sería deseable en tal línea que el Comité Olímpico Internacional recobrara la fuerza moral y el peso de la razón que el olimpismo le proporciona, y que los comités nacionales dejaran de ser, como afortunadamente comienza a ocurrir en ciertos casos, un fiel ejecutor de sus Gobiernos. Pero no olvidemos que todo lo anterior requiere una gran generosidad de la política y de sus protagonistas y una no menor habilidad de los mandatarios olímpicos. La encrucijada en la que se encuentra la idea olímpica y sus indiscutibles valores lo merecen.

Luis María Cazorla Prieto es letrado de las Cortes y abogado del Estado.

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