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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una perspectiva de crisis política

Confieso, antes de nada, que soy hombre de perfil atípico en estas lides, que «desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna» y que, consciente de mis propias limitaciones, renuncio a parecer mejor de lo que soy ante el poderoso núcleo de las gentes que llenan el oficio político.Reparo, sin embargo, con preocupación creciente en el juicio atinado que refleja el profesor Parkinson, más famoso por sus caricaturas de la burocracia que por sus aportaciones al estudio de la evolución del pensamiento político. Escribe Parkinson que no existe mayor contraste que el que se nos ofrece desde 1850, como punto de partida, entre el progreso de la ciencia y el estancamiento político.

Buscando pruebas sobre tal aserto encuentro yo que, en efecto, desde la invención de la rueda, 1.600 años antes de J. C., hasta bien entrado el siglo XIX, el hombre apenas consiguió aumentar en cinco o diez kilómetros por hora su velocidad de desplazamiento, pero desde 1880, en que surge la máquina de vapor, hasta hoy, en plena era espacial, el hombre multiplica por cuatrocientos su capacidad de desplazarse.

¿Hay, tal vez, en el hombre un permanente complejo de «mujer de Lot» cuando de hacer política se trata? Un historiador prestigioso como Jackson declaraba que su percepción del momento español era similar al que él mismo había descrito del período 1931-1936. Su sensación era que reemprendíamos la Historia como si volviera a continuarse tras la guerra civil. Sostienen otros que, a pesar del considerable incremento del nivel de vida durante la cuarentena franquista, el grado de frustración social es similar al de entonces, por las expectativas crecientes que suscita la sociedad de consumo.

Salvador de Madariaga explica, por su parte, que la historia de la República fue, en su esencia, la lucha del centro político por existir y de los extremos por ahogar su cohesión y su momento. Ganaron los extremos y España se vio desgarrada.

A la vista de los acontecimientos últimos, me preocupa profundamente el análisis de Salvador de Madariaga. El centro, como opción que aglutina ideologías que entre sí compiten en Europa occidental, puede y debe mantener su cohesión, dentro del amplio espectro político español, como posición que trata de llevar la relación política a un marco de moderación que evite la visceralidad oposicionista de izquierda y derecha, produciendo una resultante vectorial de las otras tendencias, a base de soluciones de transacción que, por antipáticas que sean, desde el esquematismo maniqueo de la psicología celtibérica, eviten el dualismo que caracteriza nuestra historia moderna. Ello pasa, naturalmente, porque, quienes estiran hacia la derecha obsesivamente, asuman el riesgo de renunciar a la sigla.

Y ahora, una nueva confesión: creo que la clase política, en la que me incluyo con nota baja, es de una pobreza enorme y creo que el síndrome tiene algo que ver con la escasa atención que se presta a las ciencias sociales. Otra vez me sirve de soporte Madariaga para emitir este juicio, al reparar en la excesiva polarización de las clases dirigentes al estudio de las leyes, cuando conocimiento tan universal de la ley es mal signo para la justicia. No en vano -dice- dos profesiones caracterizan nuestro siglo XIX, en el que España pierde la revolución industrial: la de la abogacía y la de la milicia (arte de sortear la ley y de quitarla de en medio).

Propongo, a partir de las aportaciones de los psicólogos sociales con el análisis transaccional, que los tres componentes de conducta que detecta Penfield, definidos como padre, adulto y niño, nos ayuden a comprender el problema. El componente padre enfatiza valores impuestos por la sociedad tradicional, códigos y normas de conducta, «verdades» que han de imponerse con autoridad. El componente niño, en el extremo opuesto, refleja lo sentido en términos de demanda, de reivindicación permanente, de actitud traviesa, de apelación a los sentimientos y a los anhelos.

No hablaré del componente adulto, porque el lector deducirá el carácter sintetizador de su conducta preponderante, y tampoco entraré en paralelismos entre los componentes inducidos por los partidos políticos de nuestro espectro y los tres estados del yo (padre, adulto, niño), pero sí apuntaré brevemente, en relación con el referéndum andaluz, origen de algunos histerismos en UCD, lo que me sugiere la actuación del PSOE.

Precisamente, viene al caso un editorial de EL PAIS (1-3-1980) recordando el valor de la postura de UCD en el tema del referéndum, y también vienen al caso los sorprendentes arabescos del PSOE, en una actitud global que en términos benévolos califico de componente niño, por muy provechosa que le haya sido, y que, en términos malévolos, me hacen recordar lo leído en un curioso libro (Psicología de masas del fascismo): «Hay que hacer hábiles llamadas a los sentimientos de los individuos integrados en la masa, sin tener en cuenta argumentos objetivos; la táctica consiste en presentar una gran meta final.»

En cuanto al tema del desencanto del elector medio, que se trae a colación siempre que se recibe la bofetada de su abstención en un proceso electoral, me sorprende la invariabilidad de los modos con que se sigue actuando por los partidos, incluido en el que estoy como militante.

Existe un serio problema, no ya de comunicación, sino de idioma o, cuando menos, de longitud de onda. No veo que se haga el más mínimo esfuerzo por empatizar con el pueblo, a la hora de estructurar cualquiera de los mensajes que se le dirigen desde una u otra esquina.

Aquí, en general, la carrera se centra en conseguir poder, como fin último, más que como medio para conseguir fines, y también que el marco resultante de las conductas, las actitudes y las aptitudes, empalidece y hasta diluye el marco de vida esperable de las ideologías o, al menos, de los programas de los partidos. Me llena de estupor, por ejemplo, escuchar de amigos socialistas, siendo el PSOE una seria alternativa de poder, que la terminante inscripción de su carné de afiliado «,transformación de la propiedad individual o corporativa de los instrumentos de trabajo -tierras, minas, fábricas, máquinas, capital, etcétera- en propiedad colectiva social o común») me la justifiquen diciendo que se trata de una aportación doctrinal de Pablo Iglesias que figura ahí, pero que no cuenta en realidad.

Por último, me referiré de pasada a nuestra aireada crisis de UCD, una crisis que no está planteada en las bases del partido, sino que encuentra su motivación en las avideces de unos cuantos. Nuestro partido tiene, es cierto, una «mandíbula de cristal», en jerga de boxeo, ante cualquier revés, pero UCD representa algo más importante que un mero escenario en el que operan con suerte variada unos cuantos actores.

Me remito a Jackson y a Madariaga para reafirmar la idea de que quienes pretenden nuestro fracaso ignoran que el éxito electoral de UCD responde a una intuición de los españoles que espero no sea deformada. Cierto que a nosotros corresponde evitarlo, pero nos ayuda en gran medida el hecho de que podemos ser tildados de pésimo partido, salvo cuando, con espíritu reflexivo, se intenta imaginar, en la España de hoy, otro que represente una opción más seria para la gobernación del Estado.

Abel Cádiz es presidente del comité provincial de UCD de Madrid.

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