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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Validez y progreso en los procesos políticos

Es un hecho indudable que las organizaciones políticas y su funcionamiento están en cambio constante; el Estado español de los Austrias no era el mismo de los Borbones; ni el de Cánovas y Sagasta el mismo de la Segunda República, y así sucesivamente. Hasta en los países de mayor continuidad, como Inglaterra, los cambios políticos han sido enormes; los Tudor no gobernaban como los Estuardo, y la Inglaterra política y social de hoy se parece muy poco a la de Disraeli y Dickens.Esos cambios van, normalmente, en la dirección de un cierto desarrollo; los países tienden a crecer; sus Administraciones, a aumentar funciones, y a todas las burocracias se les aplica la famosa ley de Parkinson. Pero esto no quiere decir necesariamente progreso; el Imperio Británico era llevado, hace cien años, por muchos menos funcionarios de los que hoy tiene un solo ministerio; y cuando hablamos de si tal o cual medida es progresiva, no siempre se han definido previamente los criterios que determinan lo que es realmente progreso en los procesos políticos.

Buscando un poco de claridad en la materia, intento pasar revista a los más frecuentemente aceptados como criterios para juzgar la bondad de un Estado en los tiempos modernos. Pienso que los más frecuentemente invocados son cuatro: el criterio de eficiencia, el de libertad, el de igualdad y el de respeto a la Naturaleza.

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Con arreglo al primero, el Estado mejor es el «Estado de obras», es el más capaz de crear obras públicas, de establecer servicios sociales, de proveer medios adecuados de defensa, etcétera.

Para los partidarios de la libertad, ésta es el criterio definitivo; es mejor el Estado que hace a los hombres más libres. Este, punto de vista, liberal por antonomasia, tiene dos vertientes: una, idealista, que concibe la libertad como el máximo valor personal y social, al que debe sacrificarse todo, incluso la eficiencia; y otra, utilitaria, para la cual la libertad es el método mejor para lograr los valores sociales, incluso la eficiencia posible.

El criterio igualitario es, sin duda, el hoy predominante; el gran mito del igualitarismo, que empieza con el desarrollo de las ideas democráticas, y se profundiza en las socialistas, se ha ido extendiendo a zonas cada vez más extensas de la vida social. Del voto igual se ha pasado a la igualdad de oportunidades, y de ésta, a la colegialidad en el ejercicio de toda autoridad, y hasta al «unisex».

El criterio del respeto a la Naturaleza ha tomado fuerza creciente en los últimos años; también con dos vertientes importantes: el ecologismo propiamente dicho, y todo el ciclo de ideas paralelas de «crecimiento cero», «lo pequeño es lo bello», etcétera, y la etología, o insistencia en los aspectos deterministas de la biología humana, con su no menos impresionante (y preocupante) cortejo de consecuencias para la conducta individual y social; por cierto, con una gran influencia en las doctrinas de la «nueva .derecha» francesa.

Examinemos brevemente estos criterios. No cabe duda de que es importante la eficiencia; la construcción de presas, carreteras, escuelas y hospitales; la creación de servicios sociales y de recursos públicos de todas clases. Tampoco es dudoso que la evaluación de la eficacia es un tema lleno de cuestiones opinables; a veces se terminan los edificios antes de preparar a las personas que van a usarlos; determinada industria puede producir más contaminación que puestos de trabajo; hay que evitar la ruptura de un orden social y cultural y de un equilibrio global, por el crecimiento demasiado rápido y descompensado de unos sectores, en perjuicio de otros; sobre todo, como decía Bergson, cuando crece el cuerpo no puede disminuir el espíritu. Finalmente, queda el gran problema, en los Estados eficientes, de la relación disciplina- libertad; los casos de Rusia y China merecerían más de una consideración al respecto.

La eficiencia, en definitiva, ha de medirse no sólo sobre estadísticas materiales, sino en función de un conjunto multidimensional de resultados finales, y también a lo largo de un plazo suficientemente dilatado. Una vez me dijo Manuel de Torres, economista con sentido común, que no bastaba hacer presas; hace falta que luego nadie las haga volar; y entonces aún no se pensaba en las centrales nucleares, no menos necesarias. Los ingleses, a su vez, piensan que si sus magníficos funcionarios gobernasen al país sin control político, durante un par de años estarían mejor administrados que nunca; pero después serían todos colgados de la farola más próxima.

El criterio de libertad llena las cabezas y los corazones del siglo romántico, aunque ya madame Rolland, camino de la guillotina, dijera aquello de: «Libertad, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre.» La libertad de empresa ha justificado el trabajo de los niños en las minas, y la libertad sentimental la destrucción de la familia, etcétera.

Pero no es menos cierto que la libertad ha sido siempre considerada un factor clave en la evaluación de los sistemas políticos. También es verdad que ha habido y subsiste una enorme ambigüedad en torno a este concepto: como ya observó Montesquíeu, la libertad para los rusos de comienzos del siglo XVIII era el poder usar las barbas que mandó pelar Pedro el Grande, como para los madrileños del famoso motín de Esquilache era poder usar un determinado tipo de capas y sombreros. No era, como dijo Ortega, la misma la «libertas» romana que la «freedom» inglesa de los manchesterianos. Pero nadie puede dudar que un cierto grado de libertad, entendido según los criterios propios de cada época, y los niveles de cada cultura, forma parte de los criterios que miden la satisfacción política de la mayoría. El tema de la igualdad es, en este momento, el que más presiona, y sobre todo entre nosotros, que añadimos, a las tendencias generales del mundo, el vicio nacional de la envidia. Cualquier valoración del mérito se rechaza como «elitismo»; cualquier estimación de lo adquirido es «clasicismo»; da igual que se hable de impuestos, de oposiciones o de caza: el lema de moda es «café para todos». Trato igual para el que estudia y el que vaguea; el que trabaja y el que no da golpe; el que delinque y el que respeta la ley; la que pare y la que aborta, y así sucesivamente.

La reacción contra esta enormidad puede ser el gran tema de los próximos años, y muchos datos apuntan en este sentido; como contra la equivocación de aplicar el principio democrático allí donde es claramente inaplicable y la jerarquía y la disciplina son necesarias.

El respeto a la Naturaleza es, cada vez más, un criterio empleado a diestro y siniestro, para impedir la construcción de una industria o de una autopista, e discutir determinados modos de crecimiento. Lo mismo que en los tres criterios anteriores, hay una parte indiscutible y positiva; como en todos ellos, hay una parte de exageración. El orden social debe respetar la naturaleza, y en particular, la naturaleza humana. Pero Rousseau ya se equivocó en esto: no hay un «buen salvaje»: no hay vuelta posible al hombre primitivo. No se puede regresar a las cavernas ni a cazar bisontes; no hay cuevas para tanta gente, ni caza para comer un solo día la Humanidad actual.

Mi experiencia de la selva tropical es que la «contaminación" es un fenómeno natural; allí todas las aguas están contaminadas. Entre dos «soluciones», es mejor la que deja un saldo positivo; los habitantes de los poblados africanos necesitan el humo de las chimeneas.

Conclusiones provisionales no hay un criterio único y exclusivo del progreso político. Es lo que hemos dicho siempre los conservadores: Aristóteles Montesquieu, Burke, Balmes, Cánovas del Castillo y los cada vez más numerosos que van apareciendo. El Estado totalitario (máxima eficiencia) y el Estado providencia (máxima igualdad) ya han demostrado sus gravísimos problemas. Los Estados que se mantienen en la ambigüedad están en quiebra económica y en quiebra moral, de legitimidad.

Hay que volver a la gran tradición occidental de explorar el Estado perfeccionado a partir de los que hay; no el Estado utópico, pero sí el posible, a partir de la experiencia y del discurso racional.

Esto es volver, en definitiva, a la gran tradición del Estado constitucional, pero planteando la cuestión en profundidad, no en la mera copia de textos. Hay que hacerlo en una sociedad mucho más complicada que en la de los siglos XVIII y XIX.

El Estado constitucional es, en primer lugar, un Estado limitado; no pretende abarcar la totalidad de la vida social; por lo mismo, es un Estado pluralista, que se concentra en lo suyo (defensa, seguridad, estabilidad del sistema económico, legislación) y deja actuar a los sectores sociales de modo libre, dinámico y creador.

Todos somos conscientes de vivir una crisis histórica de portentosas dimensiones, y de que el Estado no puede ser ajeno a ella. Hay avances y retrocesos en la Historia; «corsi» y «recorsi», en la célebre expresión de Vico. El progresismo fácil terminó con la bomba atómica: el «sueño de la razón crea monstruos". El progreso en los procesos políticos es siempre relativo; sólo puede medirse por criterios de tipo real: logros humanos, satisfacciones de necesidades, evitación de males mayores y, en delfinitiva la felicidad posible de los más.

El juicio definitivo lo establece, de modo implacable, la Historia; «pasados los siglos, horas fueron». Merecer su juicio favorable no es fácil; lo menos que se puede hacer es intentarlo pensando en ella; procurando hacer cosas que puedan durar, justamente porque no se plantean para el oportunismo de cada día, sino, como diría Goethe, «para lo eterno».

Manuel Fraga Iribarne es presidente de Alianza Popular.

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