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Europa, de espaldas a sí misma

No es fácil, hoy, entender la marcha de la cultura. No es fácil, hoy, entender a Europa. Muchos y muy complejos fenómenos lo impiden. Por lo pronto, la profundidad misma de los hallazgos y doctrinas científicas. La física nuclear es un laberinto conceptual. Y la nueva biología, sin tantas honduras, no se queda, sin embargo, atrás. La plástica hace ya tiempo que no ofrece asidero sólido para su intelección. E incluso es muy posible que no pida intelección alguna, sino contacto, conmoción, apertura de la sensibilidad. Mas también esto resulta sumamente arduo. A fuerza de sutilezas teóricas, las artes visuales se van quedando en una metafísica sin palabras, en una metafísica muda a la que se atribuyen virtudes mágicas tan alquitaradas que apenas si se alcanza a verlas.Otro escollo está en la contradicción. No es que determinadas realidades sean incompatibles con otras hermanas suyas. No. Es que se nos ofrecen como opuestas a sí mismas. Es decir, como ambiguas. Como ambivalentes. Nos encontramos, pues, en el reino de la dispersión caótica. En el reino de lo ininteligible.

Por otra parte, la cultura inspira un muy serio respeto. Sobre todo, desde que se ha vuelto rentable. La cultura, quizá por primera vez en la historia, se nos aparece como un valor de cambio, como una realidad cotizable en la Bolsa. Un cuadro puede representar un buen paquete de acciones, y una edición rara, una magnífica inversión.

Parece, a primera vista, que nada debemos oponer a este nuevo estado de cosas. Si la cultura entra en el ciclo directo de lo económico, mejor que mejor. Pero sucede que ese ciclo no se establece mediante criterios certeros de valoración. Como todo es problemático (y las especulaciones de los científicos o de los artistas lo son en alto grado), la norma orientadora de! valor material de una investigación de laboratorio, o de una corriente artística que acaba de nacer, no queda fijada mediante parámetros seguros. Más bien lo hace en favor de modas súbitas. Y, claro está, la moda nunca perdura. Para eso es moda para transitar después de un fugaz período de dominio y absorción del público. La moda es, por esencia, la transición. (De ahí, ¡atención, políticos!, el peligro de prolongarla inútilmente.) Cuando lo transitorio cesa y algo de ello perdura es que, en el fondo, no todo era moda. Que algo había de válido y de perenne en la recién nacida innovación.

¿Cómo distinguir una cosa de la otra más allá de su significado material? Ya lo he dicho: no es nada fácil, y los peligros de equivocarse son enormes.

Si hemos de ser sinceros, hay que decir, con toda decisión, que hoy nadie entiende, lo que se dice entender de raíz, esto es, con posibilidades de asimilación y fecundación, la cultura de nuestro tiempo. Y, en este sentido, hoy, a la vez, nadie entiende a Europa.

Frente a este enigma, frente a este duro enigma, sólo cabe una primera actitud, a saber, la de entregarse a las corrientes del azar o, si se quiere, del destino. Y una segunda: aceptarlo todo, venga de donde viniere. O, lo que es lo mismo: renunciar a entender. Y en esto estamos. «Si te embruteces, ¿qué pierdes con ello?», decía Pascal. En esta frase, tan atroz, se esconde el germen de lo que habría de venir después, esto es, de la resignación del hombre europeo. Y no es que esta criatura vaya a descender algún grado en la escala zoológica. Es, más bien, que está dispuesto a poner provisionalmente en barbecho su inteligencia y a dejar que el cuchillo analítico cobre herrumbre por que sólo así podrá ganar confianza, sólo así podrá descansar de sus inquietudes y de sus alarmas. Sólo así podrá dormir en paz.

Ahora hemos llegado a un punto de agobio en esas angustias. Nadie entiende nada. Desde luego. Pero lo decisivo es que todo el mundo está dispuesto a no entender. A dejarse ir. A convertir la pasividad en virtud y la modorra en bienestar.

Se habla de la claudicación de Europa. Los primeros síntomas, que son ésos, han comenzado ya. Europa es un cuerpo cubierto de cicatrices que nadie reconoce y que todo el mundo desea olvidar. Europa es, para los europeos, muy en primer término, un recuerdo ingrato. Después, o quizá al tiempo, mera hojarasca retórica. Y si el esfuerzo por entenderla es sincero, se nos aparece como un problema cuyos datos apenas podemos formular. Pero los problemas sólo se resuelven si previamente han sido bien planteados. El drama actual de Europa consiste en ser problema antes de ser realidad. O, dicho de otro modo: en aparecer como fantasma con cuerpo material. Europa se ve, se toca, pero no se entiende, pues no somos capaces de definirla, en términos modernos, sin salirnos de cuatro tópicos monótonamente repetidos.

En esta situación, el máximo desvío, el que puede denunciarse cuando se dirige la vista hacia lo que acontece a nuestro alrededor, consiste en una notable anomalía psicológica cuyo bulto va aumentando día a día. Me refiero a la marginación irónica. Es un estar de vuelta burlón y desdeñoso que da por buena cualquier cosa, con tal de que a nadie se le perturbe su sosiego privado y su nirvana particular. Hartos de «temor y temblor», los europeos sienten vocación de espectadores sarcásticos y renuncian ingenuamente a su viejo protagonismo cultural. La cultura se ha puesto difícil. Y la política, enormemente embarullada. ¿Qué hacer? Quedarse en casa y callar.

Esta marginación, que también tiene sus antecedentes, pudo ser necesaria, como estrategia de defensa, en otros tiempos. Hoy es, sencillamente, una abdicación. La cultura volverá, poco a poco, a cauces de claridad insospechados. La política tomará caminos de rectitud. Lo malo es que todo esto no se logre demasiado tarde, esto es, cuando Europa deje de ser Europa. Y esto no es una frase. Europa puede dejar de ser Europa si su automarginación irónica y despectiva la lleva a una posición de entrega cultural, de abulia y de cortés encogerse de hombros. Parece, pues, llegada la hora de instalarse con energía en los solares de la cultura y, desde ellos, comenzar a dar voces, a gritar sin remilgos, pero con eficacia. Europa tiene que dejar de ser elegante.

En los Diálogos, de Galileo, hay este pasaje: «Creo, de verdad, Sagredo, que estás confuso. Y creo saber también la causa de tu confusión. Nace de que, de todo lo que acaba de explicar Salvati, sólo has comprendido una parte, quedándote sin entender el resto. Yo, sin embargo, estoy fuera de toda confusión. Pero no porque lo haya comprendido todo, sino, al contrario, porque no he entendido nada. »

Esta falta de confusión por no haber entendido nada es la que hoy comienza a privar en Europa. Es el reposo en la ignorancia libremente aceptada. Y, con ella, la moda convertida en costumbre. Mas no olvidemos que el personaje galileano que así hablaba era Simplicio. Tan simple que no quería saber cosa alguna del heliocentrismo, entonces tan dificil de entender, pues que el sol giraba alrededor de la Tierra era algo que podía verse todos los días con los ojos de la cara. Lo otro, lo del sabio, era lo difícil, lo incomprensible y, por añadidura, lo incómodo. ¿Para qué, pues, buscarle cinco pies al gato?

Simplicio, europeo precursor, era un marginado irónico y autosuficiente. Y allá se quedó, feliz con su ignorancia buscada y su ingeniosa tranquilidad. El ingenio puede ser un refugio para los ególatras.

Europa está hoy atiborrada de espíritus enquistados, elegantes y mordaces, brillantes y divertidos. O, lo que es lo mismo: de esterilidad.

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