La viciosa espiral de independencias
Parece ser que existen,. en este momento, fuertes tensiones en UCD. El origen de éstas está en los notables del partido, que reclaman una definición ideológica de UCD, la potenciación de la estructura organizativa y el fortalecimiento de la democracia interna. Detrás de todo esto se oculta una lucha por el poder.Si sólo se tratara del poder -de la lucha por «el sillón» único- poco habría que decir. Se trataría, como en el amor, de un problema de posesión y en estas cuestiones todo es lícito. Ahora bien, no todo el mundo lucha por el poder. En UCD hay quien cree, de buena fe, que UCD debería tener una ideología clara y una estructura organizativa diferente en la que la democracia interna fuera un elemento esencial.
El objeto de este artículo es exponer nuestro punto de vista sobre estas cuestiones. Empezaremos por los aspectos relacionados con la ideología. La historia nos dice que UCD nació como una coalición electoral de partidos ideológicos. Más que de partidos, se trataba de varios ideólogos con clientelas más o menos amplias. Sociológicamente representaban poco. Pero, en cualquier caso, configuraron el partido. En realidad, en UCD sólo hay notables y votantes. Para empezar no está mal si los notables cumplen las reglas del juego y los votantes votan.
Veamos las ideologías de los ideólogos y la vigencia y la función que pueden cumplir en UCD. Empezaremos con los democristianos. La razón de comenzar por ellos es su peso histórico y las grandes esperanzas que tenían respecto a su implantación en el país. Los resultados de estas esperanzas los reflejan claramente los votos democristianos que no se integraron en UCD. El gran fracaso es natural. Esta ideología es una reliquia del pasado. Todo el mundo sabe que sus orígenes están en las grandes encíclicas sociales que expresaban, aparte de la buena fe, el miedo reflejo de ciertos sectores de la Iglesia ante un mundo modernísimo que escapaba a su magisterio. En realidad, aparte de piadosas recomendaciones sobre la cuestión social -gran parte recogidas hoy en las resoluciones de la OIT- se trataba de denuncias abstractas contra el marxismo y el liberalismo. Estas encíclicas fueron el origen de lo que hoy podemos llamar ideología democristiana. Es decir, del patético -e inconsciente- intento de convertir el cristianismo en una utopía. Maritain ya vio el peligro de esto, pero también es cierto que, como hace mucho tiempo observaba Merleau-Ponty, el cristianismo siempre ha vivido en la ambígüedad: entre la salvación personal en «el otro mundo» y el humanismo cristiano que trataba de hacer tolerable «este valle de lágrimas». Pues bien, el intento de convertir el cristianismo en utopía no tiene, en nuestros, días, vigencia política.
Respecto a la socialdemocracia no vamos a tratar de las discusiones teológicas entre finales del siglo XIX y principios del XX (Bernstein, Kautsky y Rosa Luxemburgo). Nos referimos a algo más concreto y funcional. Nos referimos al brillante intento de reducir la utopía socialista al pragmatismo reformista necesario para la transformación y el funcionamiento de una sociedad industrial moderna. Esto lo expresó intelectualmente el británico laborista Crossland en su libro The future of socialism (1956) y que, en realidad, se basa en los grandes white papers de los Gobiernos británicos de la posguerra. Se postulaba un papel preponderante del Estado en la vida económica, se garantizaba el pleno empleo con objetivo administrativamente. definido, crecimiento económico voluntarista mediante el oportuno control keynesiano de la demanda, política fiscal distributiva basada en la imposición directa progresiva, seguridad social y viejas utopías socialistas sobre una sociedad igualitaria. Un sistema educativo de inspiración liberal tendente a la corrección de las disfunciones creadas por «el azar y la necesidad». En una palabra, el problema de la producción, y de los recursos escasos había desaparecido y el gran problema y la gran tarea era la distribución. Hoy sabemos y todo el mundo lo sabe -excepto los socialdemócratas españoles- que todo eso está en crisis.
Finalmente, al ocuparnos de la ideología liberal -hay que decir que en UCD su representación es casi individual y somos los primeros en lamentarlo- lo primero que tiene que quedar claro es que no coincide con las creencias liberales de los siglos XVIII y XIX que postulaban la libertad absoluta del individuo frente a las presiones externas que actuaban en un mercado regido por leyes eternas e inmutables sin intervención del Estado. Este liberalismo clásico es -siempre lo ha sido- utópico y, por supuesto, no tiene en cuenta la realidad contemporánea. Pero dicho esto, no hay duda que existe un liberalismo funcional que es el que determina las reglas de juego del orden económico y político de las. democracias occidentales consolidadas. En nuestro caso, la necesidad de poner coto al intervencionismo administrativo en la vida económica es una necesidad irrenunciable, pero también es cierto que el liberalismo no puede ser un proyecto ideológico capaz de aglutinar a un partido moderno.
Después de esta rápida descripción de las ideologías de los partidos que determinaron el nacimiento de UCD, lo que pa rece claro -al menos para el que esto escribe- es que lo único que queda son ciertos «residuos» -en el sentido paretiano- válidos y funcionales. Resta el legado cristiano que hace un hincapié en la dignidad de la persona, los derechos humanos y la tipificación jurídica de algunos aspectos del llamado Derecho natural. Tiene también actualidad la necesidad de corregir las disfunciones que puedan crear en la sociedad las fuerzas. económicas operando libremente en el mercado. Finalmente -y es muy importante, en particular en nuestro país- queda la conquista de la libertad cultural y religiosa, el bienestar individual y los límites del poder del Estado en relación con los individuos que son sus ciudadanos. En una palabra, el conjunto institucional vigente en los países que viven en régimen democrático. Pues bien, todos estos «residuos» están asumidos de forma explícita por UCD, como decía el presidente Suárez, en su entrevista a EL PAIS de hace un año. El desasosiego, la nostalgia ideológica, es comprensible, en gran parte, en la búsqueda de un sistema de seguridad. A muchos les parece que UCD no es un partido de verdad. Se querría ser el PCE. Un partido con militantes, con cuadros, con intelectuales y, por supuesto, con dirigentes infalibles. Todos encuadrados en células, comités de diverso grado -sectoriales funcionales y territoriales- y en la cúspide el Comité Central, el secretariado del comité ejecutivo, el comité ejecutivo. Finalmente, en el vértice, todo el tinglado presidido por el infalible secretario general. Una perfecta pirámide invertida. Por si algo falta, habrá periódicamente el congreso y todos los años la gran fiesta anual del gran partido. Además, toda esa grandiosa estructura debería tener un camino claramente marcado «para ver a dónde vamos». El PCE no sólo tiene una organización, sino que, además, sabe su destino. Alcanzar el milenio, la nueva Jerusalén, el reino de la libertad, adonde se llega guiándose por esa especie de brújula mágica que es el marxismo. Lo que Felipe González, que también la utiliza a ratos, llama graciosamente «el instrumento teórico, crítico y no dogmático» de análisis que históricamente sólo, ha servido, hasta el momento, para explicar por qué bajaron, durante un corto período, los salarios reales de las clases trabajadoras británicas en la segunda mitad del siglo XIX. Pues bien, a los que les gustaría que UCD fuese «un partido de verdad» hay que decirles de una vez para siempre que UCD no es eso, no puede ser y no debe ser un partido de clases, de masas militantes, ni ideológico.
En primer lugar porque es un partido interclasista. Un partido con esta característica sólo puede ser ideológico desde el cinismo o desde la confusión mental más absoluta. Ni siquiera puede ser confesional, por los mismos motivos. No es casual, y hay que recordarlo, que algún ministro -miembro de UCD- no haya jurado en la toma de posesión.
Indudablemente un partido interclasista necesariamente es un partido decentro, entendido esto no en el sentido trivial de estar situado entre la derecha y la izquierda, sino en -el más profundo de ser un partido que representa el centro sociológico del país. A este respecto hay que recordar que, como en alguna ocasión dijo el presidente Suárez, vivimos en un país «cuyo espectro sociológico es el, centro». Naturalmente, un partido que quiera ocupar el centro sociológico del país no puede ser un partido de militantes. Tiene que ser necesariamente un partido encuadrador de clientelas electorales cambiantes y, si se me permite, un partido despolitizado.
. La presente realidad sociopolítica de los países industriales en régimen democrático implica cierta apatía y distanciamiento de los individuos y grupos respecto al hecho político. En el pasado, como ha dicho Samuel Huntington, existía en los sistemas democráticos un elevado grado de marginalización popular. En nuestros días, gracias al triunfo total de la tan despreciada por algunos democracia formal, todas las expectativa s son explícitas. Este hecho complica la tarea del Gobierno. Antes bastaba con satisfacer los deseos de las clases dominantes. En nuestros días, la desaparición de la marginalización política hace necesario -al no ser posible satisfacer si multáneamente todas las expectativas- fijar un orden de prioridades. Desde este punto de vista, un partido moderno y responsable -y no demagógicamente populista- como UCD tiene como misión fundamental acercar al poder las aspiraciones mayoritarias del centro sociológico del país. En este sentido, son importantes las declaraciones de Abel Cádiz, presidente de UCD de Madrid, cuando, recientemente, indicaba que la misión del partido es «potenciar la acción del Gobierno desde la base de nuestro conocimiento de la realidad social». Partiendo de este conocimiento de la realidad social, el Gobierno puede, dentro de un orden de prioridades, ir solucionando, día a día, en una labor continua, los problemas del país, satisfaciendo las expectativas mayoritarias.
Finalmente, hay que destacar que UCD es un partido de estructura presidencialista. No es ninguna novedad ni ninguna forma ibérica de personalismo. No tiene nada que ver con un suarismo primario. El partido mayoritario francés fue presidencialista con De Gaulle y Pompidou, también lo es el partido de Giscard. Son las circunstancias históricas las que determinan que un partido sea presidencialista. Terminar con la guerra de Argelia, por ejemplo, es una minucia respecto a la contribución- del presidente, Suárez en la llamada transición.
Hay además otra razón evidente para aceptar la estructura presidencialista del partido. Los nolables de UCD son unos aficionados y el presidente Suárez es un profesional, como demuestra claramente «un torpe libro» recientemente aparecido.
Hay que dejar que el presidente cumpla su tarea sin grotescas interferencias. Aunque sólo fuera porque la tarea y los objetivos del presidente son los que, ¡en l914!, señalaba Ortega: «hacer eficaz la máquina del Estado y... suscitar, estructurar y aumentar la vida nacional en lo que es independiente del Estado».
El presidente Suárez acaba de decir, en un artículo, que la política tiene por fin «entender la vida social ayudando abuscar respuestas a los diarios conflictos entre el pasado y el futuro que, lógicamente, obligan a proponer soluciones nuevas, abandonar fórmulas inútiles, rechazar, aceptar y, en definitiva, estudiar y realizar». Este es el camino y el lenguaje propio de un partido político moderno al empezar la década de los años ochenta. Abandonando para siempre la. seudo seguridad de las ideologías, que en última instancia no son más que manipulaciones emotivas del lenguaje pero que nada resuelven, ya que, examinados regresivamente sus encadenamientos lógicos, al final nos encontramos, como dice Corbett, con que la ideología se desvanece en la nada después de un largo y «vicioso espiral de interdependencias».
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.