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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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El divorcio civil

Como consecuencia de la Constitución, el Estado ha dejado de ser oficialmente católico y se ha convertido en aconfesional. Con ello, la gente, y aun la propia Constitución, parecen entender que ya es posible admitir alegremente (o tristemente) el divorcio, por cuanto su imposibilidad dimanaba exclusivamente de la ideología católica al respecto. En una palabra, la prohibición del divorcio era cosa de los curas; luego si el Estado ha prescindido de la religión, ya no hay inconveniente en que se admita el divorcio. ¿De verdad que no lo hay? Conviene plantearse la cuestión en el plano estrictamente civil, al margen de toda consideración religiosa.La unión del hombre y la mujer, en principio, es algo que, como el sol o lluvia, pertenecen al mundo físico, no al jurídico, y por ello la ley civil no les dedica atención alguna.

Un individuo se va la tarde del sábado a un bar de dudosa fama buscando lo que se llama un «Iigue». Esa unión sabatina es tan fugaz que al Código Civil le tiene sin cuidado y no se ocupa de ella en ninguno de sus artículos.

Otro hombre y otra mujer aceptan la mutua convivencia, pero ya no para un día, o dos, o tres, sino con carácter indefinido; a eso se le llama concubinato. Su característica esencial es que si bien se inicia con propósito de que dure, lo que no se quiere es contraer compromiso alguno de duración; al aceptar la unión, ambos protagonistas se reservan implícitamente la facultad de darla por terminada cualquiera de ellos, sin más requisito que abrir la puerta y marcharse. Así, el concubinato podrá durar poco o mucho, pero es absolutamente inestable; por eso la ley civil no lo considera lícito ni ¡lícito, simplemente no se ocupa de él, lo ignora. Es un simple hecho sin trascendencia jurídica alguna.

Pero si la voluntad concorde de hombre y mujer no es sólo la de convivir hasta que cualquiera de los dos decida lo contrario, sino la de contraer una unión indisoluble, para siempre, surge entonces una institución que se llama matrimonio, que a su vez es el fundamento de otra institución llamada la familia. La voluntad de contraer matrimonio es de contenido complejo y gravísimo porque excluye la posibilidad de romper el vínculo por voluntad unilateral, ni aun por acuerdo mutuo, ni por ninguna otra causa, y porque obliga, entre otras cosas, a la mutua fidelidad. Podrá sobrevenir la mera separación por justa causa, pero el vínculo subsiste y el deber de fidelidad también. Y todo ello es tan grave y puede significar sacrificios tan enormes que todas las sociedades suelen rodear al hecho de contraer matrimonio de un ceremonial mágico o religioso, que rubrica su gravedad y trascendencia.

La ceremonia nupcial puede llevar a los insensatos a creer que la diferencia entre concubinato y matrimonio estriba en que la prestación del consentimiento, en el concubinato, es oculta y silenciosa, mientras que, en el matrimonio, va acompañada de una gran tarta de nata y los acordes de la marcha nupcial de Mendelssohn, pero claro está que eso no pasa de imperdonable necedad. La diferencia estriba en la estabilidad; la voluntad de los que se unen en concubinato es reservarse la facultad de terminarlo en cualquier momento, excluyendo así toda idea de perpetuidad; la voluntad de quienes se unen en matrimonio es contraer una unión estable, hasta que la muerte los separe. Un concubinato al que la ley considerase como indisoluble, sería un matrimonio; y un matrimonio rompible no pasaría de ser un concubinato.

Considerada, pues, la estabilidad como el carisma esencial de la unión matrimonial, puede ocurrir que alguien discurra así: Bien, estabilidad, pero la estabilidad absoluta puede llevar a un cónyuge, o a los dos, a situaciones terribles, ante las cuales el ánimo se sienta inclinado a admitir la posibilidad de cortar el vínculo empleando el escalofriante cuchillo del divorcio. Y bueno será recordar que estas líneas están escritas en el terreno estrictamente civil, al margen de toda consideración religiosa.

Estabilidad y ruptura

La nota esencial que eleva a la categoría de matrimonio la unión de hombre y mujer es la estabilidad; lo contrario a la estabilidad es la posibilidad de la ruptura mediante el divorcio. Discurriendo, no en términos absolutos, sino meramente cuantitativos, la admisión del. divorcio solamente por causas muy restringidas quizá no afectase demasiado a la estabilidad de la institución matrimonial, pero ocurre que, cuando se medita sobre cuáles debieran ser esas causas excepcionales que permitiesen la ruptura del vínculo, el ánimo se siente arrastrado irresistiblemente hacia la mayor amplitud.

El adulterio, las enfermedades mentales y aquellas otras repugnantes o gravemente contagiosas, la privación de libertad por largo tiempo, la ausencia, el alcoholismo u otras drogas, el mutuo disenso, la célebre incompatibilidad de caracteres, que es quizá la más penosa de soportar, y tantas y tantas otras hipótesis, están tentando para que el elenco de causas de divorcio sea lo más amplio posible, hasta el punto de que legislaciones hay que en lugar de enumerarlas dejan al buen criterio del Juez el apreciar en cada caso si hay o no motivo para el divorcio. Ahora bien, cada posibilidad que se conceda para el divorcio es un mordisco al principio de la estabilidad de la unión matrimonial, del que, después de tantos mordiscos, prácticamente no queda nada; el matrimonio deja de serlo y no se diferencia ya del concubinato, y eso aunque haya mediado la tarta de nata y la marcha nupcial. Quizá quede el problema de los hijos, pero las corrientes divorcistas suelen ir acompañadas de la equiparación entre los hijos habidos de matrimonio y los que no reúnen este carácter.

Desprovisto el matrimonio de su elemento esencial, que es la estabilidad, parece bastante clara la postura que debe adoptar la ley civil. Las instituciones que el Código ofrece a los ciudadanos deben ser claras, eficaces, con su contenido bien definido. Invitar al hombre y la mujer que quieran unirse establemente a penetrar a través del solemne pórtico del matrimonio para que después adviertan que la estabilidad se la ha comido la carcoma del divorcio, no es más que un engaño, solemne, pero engaño. Y esto el legislador no debe hacerlo nunca; los artículos de sus códigos deben regular institutuciones. Antes de llegar a ello, es preferible no regular el matrimonio, eliminar de las leyes toda alusión a él y relegarlo a las tinieblas exteriores, al lado del concubinato. Por lo menos, así nadie podrá llamarse a engaño.

La solución parecerá disparatada, pero es más honrada que el matrimonio-caricatura y, en todo caso, no se podrá negar que resulta bastante «progre». Cierto que la desaparición del matrimonio, o lo que es igual, la desnaturalización de la institución mediante el divorcio, provocará fatalmente la desaparición del matrimonio o, lo hacia ello parecen encaminarse hoy los hombres y mujeres; algunos a sabiendas, pero los más, inconscientemente. Los equivocados de buena fe merecen compasivo respeto; los simplemente despistados no merecen respeto alguno cuando se trata de cuestiones de tanta trascendencia social.

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