La primera vez
Mi única defensa es no creérmelo. Hay un rumor hipnótico en Vallecas, gesticulaciones jocundas y miradas que giran entre olas salseras de forofos felinos. Junto a las puertas del estadio, frágiles y olorosos tenderetes soportan cargas de salchichas, chorizos, longanizas, salchichones... Un vendedor dice verdad con pan pintado: «¡Bocatas de kilómetro, bocatas... !» Otros feriantes languidecen al lado de llaveros, camisetas, trompetas, gorros y banderines. A la luz de esta escena dominguera, Ramón del Valle-Inclán hubiese escrito: « ¡Cuán bellos son esos paisajes tropicales! El que una vez los ha visto, no los olvidará jamás. » Ya lo creo: jamás olvidaré este encuentro, historiado y con sol, entre el Rayo Vallecano y el Real Madrid.Hora es de confesar, no obstante, que nada sé de fútbol. Es la primera vez que, voluntariamente, piso un estadio. Durante los lejanos años del bachillerato, algunas veces nos llevaron, en ordenada hilera colegial, al campo salmantino de El Calvario. Allí todo se me ofrecía como una espesa trama incomprensible. Jugaba entonces un elegante futbolista, Eloy, apodado La Señorita por algunos vengativos paisanos. Su misterioso juego limpio y la más bella indiferencia ante los numerosos insultos populares no lograron, empero, interesarme de manera tan honda que olvidar yo pudiese áridas cargas, prolongables después, a la salida, con pedradas sonoras contra indefensos autobuses de los equipos visitantes. Desde aquellas remotas fechas, nunca he querido presenciar partido alguno. Sin pretextos estéticos ni éticos: por neutra dejadez.
Y ahora, en este mediodía tropical, me veo empujado hacia un estadio de cemento y metal, entro en el palco número trece y descubro el rigor ejemplar en las notas de los colegas deportivos, contemplo, en fin, el césped soleado que cierra las pupilas de quien quisiera abrir mucho los ojos. Cuando salen al campo los jugadores del Real Madrid, me quedo con la boca abierta: vestidos de azul marino, perturban la única imagen -radiante y blanca- que yo tenía en torno a ellos. Me fijo en Cunningham. Me doy cuenta, asimismo, de que sólo a Pirri puedo reconocer, tal vez de ver su cara en la televisión, quizá en alguna foto o cromo. Del Rayo no conozco a, nadie. Lo siento. Pero yo sé que, si la emoción general se me contagia, estaré plenamente del lado de los vallecanos. Gritos. Ondear de banderas. Silbidos.
Primer tiempo. Me enrollo con la agilidad simpática de los hombres del Rayo. De cuando en cuando, oigo que chilla el personal: «¡Uuyyy ... ! » Epílogo en las cercanías: «Ese gol estaba hecho. » Réplica del amigo: «Había, había que hacerlo.» Pega el sol sobre miles de cabezas cubiertas con viseras de cartón o gorritos de lana. Rápidamente lesionado, Cunningham abandona el campo: «El moreno ya se va ... » La ausencia de goles, curiosamente, empieza a estimular mi interés por lo que pasa abajo, en la verde pradera. Un jugador del Rayo agarra con la mano a un rival: «Y encima lo ve el árbitro ... » El Rayo domina, pero a base de moderna fe; asusta, en cambio, la seguridad clásica del Real Madrid. Y, de pronto, el gol vallecano. Delirio: « i Raaa-yo!, i Raaa-yo!, i Raaa-yo! » Golosamente, vociferan muchos: « ¡Vamos!, ¡Vamos! » Otros acuden al personalismo: «Bien, Alvarito, bien ... » El vecino da un corte radical: «¿Pero qué coños dices de Alvarito? ¡Si es Salazar!» Un barullero contraataque madridista. Gol anulado. Espera del pitido: «A ese tío se le haparao el reló ... » A orillas del descanso, evocación lorquiana: «Por el aire bogan / los tics de los relojes ... » Pausa.
Segundo tiempo. ¡Tambor, toca los goles del Real! Algarabía. El visitante va creciéndose, al ritmo algo sarcástico de: «Pásame / la goma de mascar ... » Empiezo a despistarme, contagiado por el pire total de los muchachos del Rayo: «Pero si ya no están en el campo.» Me he aprendido un nombre: Custodio. De él comenta un vecino: «Está en todo ese negro.» Pero los vallecanos son ya estatuas: «¡Ma-drid!, ¡Ma-drid!» Me estoy perdiendo. Para colmo de males, márchase, entre ovaciones, mi reconocido Pirri. Vuelvo a divertirme observando cómo los jugadores que hacen barrera piensan sólo en taparse los huevos. Me sorprende también que el árbitro mande fuera del campo a un jugador que estaba atándose una bota. Y así flotando estoy, entre muy leves naderías, cuando se escucha, agudo, el pitido final.
Todo ha sido muy rápido. Sí, tendré que volver.
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