Las plumas de Sara Montiel
Han venido a hacerse cargo. A ver si aquí hay paloma o papagayo. Saben que esa actitud un poco mosca ofenderá a sus padres, quienes ya les dijeron hace un rato: «Veréis lo que es cantar. Esa sí era una artista de verdad, con sentimiento, y no como esas de ahora, lisas cantamañanas tipo Cantudo...» Son jóvenes afables de familias modestas, acompañados de sus ostentativas madres, de llorones sobrinos pequeños y hasta de maliciosos abuelos. Llenan, hasta los topes, el gran teatro al aire libre del Parque de Atracciones. La espera es acunada por luces de colores, norias fascinantes, olor a churros (se piensa en Zaragoza a escape), venta de palomitas y movimientos varios de biberones. Han venido a hacerse cargo. Por eso ya murmuran o vibran: según la edad, según el sueño. Todos aguardan, ¡ay!, a la blanca y radiante pecadora de amor: Sara Montiel.Esa Sara que se negó de plano a llegar virgen a la democracia. La misma que fue amiga, dicen, de León Felipe, Pablo Neruda, Hemingway, Indalecio Prieto, Siqueiros... La misma que tiró violetas imperiales a los pies del Caudillo. La misma que causó infartos nacionales a través de películas terribles, cantando Madreselva de perfil y subrayando el ritmo con los mil sobresaltos circenses de las tetas... La misma. La única. La exportable. Lista como el hambre, casi obscena.
Al comienzo de los años sesenta, también en un atardecer veraniego, conocí a esta mujer en más que extrañas circunstancias. Fue en un chalé, no lejos de Madrid, propiedad de un señor relacionado con la industria cinematográfica. Su hijo, que luego fue a la cárcel y al exilio, tenía un cargo importante en una organización de extrema izquierda. Y yo me hallaba en su mansión, aprovechando la ausencia de los padres, para preparar largas proclamas de insurrección antifranquista y luchas sin cuartel contra el revisionismo carrillista. De pronto, llamaron a la puerta. Inquietud de la época. Pero no. ¡Era ella! La aparición me dejó turulato, pese a la mirada del camarada rogándome serenidad. A Sara se le había estropeado el coche. Fue hacia el teléfono, buscó y marcó un número para pedir un taxi. Tuvo que repetir la operación cinco o seis veces. Al preguntarle el nombre, ella decía firme y melosamente: «Sara Montiel.» Al otro lado, por supuesto, debían de troncharse de risa y exclamar cosas tales como: «Y yo, Jorge Negrete.» Pero ella no cedió, no quiso dar su nombre a torcer. Hasta que un buen taxista tuvo fe y, sí, se presentó a buscarla. Mientras tardó en llegar, Sara estuvo genial. Y aquella noche no tuve ya ninguna fuerza para añadir fundamentales párrafos a un urgente documento estival sobre las contradicciones del proletariado en un país en vías de subdesarrollo.
¿Qué quedará de aquella Sara? Hemos venido a hacernos cargo. Y aparece vestida de amarillo y dorado, diciéndonos que está, pero que muy contenta, orgullosa y feliz de retomar a Madrid para cantar. Tengo la impresión de que se halla lejísimos, sólida y lejana. Ella lo sabe todo acerca de primeros planos: Ojos insinuantes, boca amenazadora y hoyuelos de posguerra; en la distancia, sin embargo, es un mítico bloque que carece de imán. Y nos vamos quedando de hierro.
Mimosa, zalamera y no engañosa, murmura apasionadamente: «Te seguiré queriendo, / aunque me vuelva loca, / hasta que me devuelvas / el corazón que, en besos, / yo te dejé en la boca.» De repente, jugando con su atuendo, exclama: «Yo también llevo plumas.» Y se las quita, mientras se oyen chillidos, de entusiasmo con causa, al fondo de la sala. Sara nombra las lágrimas negras, el terciopelo, la historia de la Bien Pagá, y luego, ¡zas!, levanta las piernas y salta la barrera (aplausos), baja al patio acompañada de un policía y se abre paso entre la multitud febril. Cuando va a tropezar, el policía la sujeta, mientras alguien aconseja a gritos: « ¡Cuidado con esas manos, que luego van al pan! » Ella regala besos, canciones, suspiros y violetas.
Todo ha sido muy rápido. Ni siquiera una hora. No hemos podido hacernos cargo.
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