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Tribuna
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De la ópera a Pablo Iglesias

La noticia, buenísima noticia, de que se va a constituir oficialmente la compañía española de ópera la leo al lado de las interesantísimas discusiones del Partido Socialista italiano sobre el tema de la política musical en torno a la ópera, de cómo la ópera puede, y debe ser, a la vez, espectáculo y servicio. Creo que he sido el primero en señalar el siguiente hecho significativo: muchas de las óperas italianas del gran repertorio -Rigoletto, La Traviata, La Boheme, Tosca- construyeron sus libretos sobre obras, narrativas o escénicas, explícitamente excomulgadas, y, sin embargo, no se le ocurrió al Santo Oficio, a pleno rendimiento en el siglo pasado, extender la excomunión a esas óperas. ¿Comprensión? No, es que al pasar a la ópera, a la música, lo que pudo haber de erotismo agudo o de crítica política o eclesiástica, se desvanece. Por una parte eso es inseparable de la actitud del público, que se encarga. de rechazar o de camuflar los signos que pudieran parecer petición de compromiso. Fidelio, de Beethoven, ópera noblemente «comprometida», no gustó de verdad al público vienés; algo mejor la entendieron ciertos oficiales napoleónicos del ejército de ocupación en Viena. El mismo Nietzsche justifica esta postura con frases que nuestro público quisiera decir también y tan bien: «Lo grande, lo insustituible del arte, está en que suscita la apariencia de un mundo más sencillo, con una solución más simple de los enigmas de la vida. Todo el que sufre en la vida no puede prescindir de esa apariencia, como nadie puede prescindir del sueño.» El Bayreuth de los festivales wagnerianos, sitio de gran turismo, se encarga tácitamente de eludir el compromiso: a la salida de una ópera de Wagner, buena parte del público se va al casino de juego. Es verdad que ciertas óperas de Verdi se ven como protesta italiana contra la dominación austriaca, como símbolo de la lucha por la unidad -recordemos la perfecta evocación de esto en la primera secuencia de Senso, de Visconti-, pero las mismas óperas entusiasmaban en Viena, la capital enemiga. En la Rusia de hace un siglo, y en la de hoy mismo, hubo y hay una rebeldía de fondo contra el terrible mensaje del Boris de Moussorsgki, rebeldía contra la tristeza «real» a la que obliga. También Nietzsche pone el dedo en esa llaga al decir que «cambiaría la felicidad de todo el Occidente por la manera rusa de ser triste». Por fin, y sin intención de agotar los ejemplos: el gran acontecimiento operístico de este año, la versión íntegra de Lulú, de Alban Berg, antología de la miseria, de todas las miserias del mundo en que estamos, ha sido, por los precios y por la propaganda, el gran «acontecimiento social» de la ópera de París, pero es que, incluso esa obra, cantada, huye hasta cierto punto del pavor que causa leída.Frente a la gran ópera surge en pleno barroco la ópera bufa y, cosa inaudita, entre risas, amor con final de boda y chacota del mundo «ordenado», aparece y con signo revolucionario la crítica a la sociedad imperante y hasta una cierta «declaración de derechos», al lado de la oficial. No en vano el abate Da Ponte, el libretista de Las bodas de Fígaro, de Mozart, cambió muy sutilmente lo que era revolucionario en la obra del mismo título de Beaumarchais. Hasta nuestra humilde tonadilla escénica fue capaz de vapulear algunas farsas de la sociedad española. Luego, en el diecinueve, la ópera cómica francesa y la opereta ponen en cierto brete a la sociedad del segundo imperio: el maravilloso espectáculo del ballet de Bejart sobre música de Offenbach sugiere muy bien lo que de crítica hay en la alegría parisiense. Cuando Bismarck fue a París, casi en víspera de la guerra francoprusiana, y se encanó de risa viendo La gran duquesa, de Offenbach, su risa señalaba la crítica acerba de las pequeñas cortes alemanas, enemigas de la unidad.

Estoy oyendo la réplica impaciente: «¿Qué pinta aquí el nombre de Pablo Iglesias? ¿Es truco para que aguantemos el rollo?» Un poco de paciencia. Esa compañía nacional de ópera seguro que tendrá un programa para el teatro lírico español. Una vez más insisto en la necesidad de separar la llamada «zarzuela grande» del género chico, del sainete: aquélla, válida a ratos como música bien hecha, periclitada como cuadro teatral, es vieja al lado del género chico, del sainete, testimonio de la época, tantas veces protesta contra la época. Los compositores jóvenes que buscan formas sencillas, directas, humildes incluso, para «comprometerse», tienen ahí un ejemplo, no para la copia, claro, pero sí para la actitud. Y aquí viene lo de Pablo Iglesias. Yo sugerí, en vano, que para su centenario se montara una buena versión de La verbena de la Paloma, de Bretón. «Sopeñada», dirían. Pues no señor: a Pablo Iglesias le gustaba mucho ese teatro musical, y, ¿cómo no le iba a gustar si el Julián de La verbena de la Paloma era, como él, obrero «del arte de imprimir», cajista de imprenta, con más feo nombre? Azaña, hombre de muy buen gusto, hacía befa del entusiasmo de Ossorio y Gallardo y de Fernando de los Ríos, por ciertos «zarzuelones que ya eran malos cuando se estrenaron». Quiero reparar una cierta injusticia respecto a Fernando de los Ríos, de quien fui discípulo en cursillos de doctorado: sabíamos que don Fernando se arrancaba a veces a cantar flamenco, lo sabíamos de lejos, «de oídas», pero una tarde, en la clase, aquel señor de los lentes, de la barba y del chaleco de piqué y con traje siempre oscuro se le fue el santo al cielo, y nos dijo lo que yo tantas veces he repetido: que Pablo Iglesias llegó a usar en mitin, y casi a cantar, la más bella y más contestataria frase de amor del sainete de Bretón; aquello de que «también la gente del pueblo tiene su corazoncito, y lágrimas en los ojos y celos mal reprimidos». Recordando esto, recordando cómo se reía Pablo Iglesias con los ministros de El rey que rabió, que aceptan todo menos la dimisión, creo que, no siendo mentira, tampoco es trampa lo del título.

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