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Pirineos ya no son españoles

Los Pirineos han cambiado de signo. Sobre sus cumbres ya, no hay ciclistas españoles capaces de romper la carrera en mil pedazos. Los ciclistas españoles se mueren sobre el sillín como en los años del racionamiento, en que acababan por retirarse en bloque. Los ciclistas españoles ya no tienen prisa por llegar a los controles de avituallamiento, en donde les esperaban el pollo y los pasteles de premio. Ya no quieren ser reyes de la montaña, que era el premio de consolación que llegaba tras el pavés del Mercado Común. El ciclismo español limita con los Pirineos, que le separan del Tour.

Los Pirineos están ahí para justificar a aquellos maestros que nos inculcaban la idea de que nos separaban de Francia. Los Pirineos sólo han estado para algo bueno cuando El Aguila de Toledo, La Pulga de Torrelavega o El Relojero de Ávila han cruzado sus picos en primer lugar. En los Pirineos encontraban tema casi todos los años las plumas épicas. Sobre todo, cuando no podía haber otra épica de la clase humilde que la que le permitía huir de la miseria a golpe de pedal. Huir del hambre a golpe de pedal era un procedimiento lento, pero acababa por tener sentido cuando, tras cruzar una empinada cuesta del Tour, venía el mecánico del equipo y entregaba una bolsita con pollo y plátanos, manjares que no estaban al alcance de todos.Si los corredores ciclistas surgían de las capas más modestas del subdesarrollo español era precisamente porque los equipos, además de algunas perras, daban pollo, pastas y café. A los ciclistas, para comer como los ricos del pueblo, sólo les faltaba el puro, que por razones evidentes no se les podía proporcionar. Los gigantes de la ruta, aunque no alcanzaran la gloria, al menos llenaban el estómago lo cual, aunque más prosaico, también era una gloria.

Los organizadores del Tour, por aquello de su participación en contubernios y conspiraciones internacionales, siempre montaban el recorrido en contra de los españoles. Es decir, metían por delante aquel maldito pavés belga para que llegaran a los Pirineos notablemente retrasados y ya sin moral de victoria. Pero, una vez en los Pirineos, empezaba la fiesta y todo el mundo se enteraba de lo que era coger una pájara desde Pau a Marsella. Todo el mundo menos el español de turno, que se merendaba Aubisque, Tourmalet, Aspin, Peyressourdre -a veces, de un tirón- como si tal cosa.

Los Pirineos siempre tenían carácter de festival español. Tanto, que incluso en una ocasión corrió el Tourmalet en primera posición Miguel Poblet, el mejor sprinter hispano de todos los tiempos. Poblet fue el primer español líder en un Tour. Su mejor año fue aquel en el que ganó la primera y la última etapa. La última en un alarde de sapiencia, porque supo tomar los metros de ventaja cuando Bernardo Ruiz El Pipa encabezó el Pelotón y entorpeció durante unos segundos su marcha, para que Poblet se fuera victorioso hacia el parque de los Príncipes, en donde pocos años antes otro catalán, Basora, había alcanzado su cúspide futbolística.

El ciclismo español en el Tour hizo su historia a base de locos solitarios como Trueba, que, con los tubulares cruzados en la espalda y sin pollo y plátanos en el maillot, sprintaba mientras subía. Ese sprint en cuesta es lo que distinguía a un auténtico grimpeur de un simple buen escalador. Tras los desastres de la posguerra, en los que el equipo nacional entero se retiró, llegó el momento de Bernardo Ruiz. El se pegó un salto un día entre Briangon y Aix-les-Bains que oriolano dejó chicas todas las historias de los Alpes. En aquella época los estudiantes de bachillerato, que éramos los únicos en el pueblo que teníamos alguna idea del francés, porque los demás estaban en plan vendimia o en el exilio, nos ponían en la barbería junto a un aparato de aquellos en forma de capillita, para que a través de Radio Montecarlo ¿Conociéramos los avances de El Pipa, que un año fue noveno, con dos etapas ganadas, y otro tercero, tras el gran Fausto Coppi y el belga Constant Ockers, dos grandes ciclistas cuya muerte les hermanó en lo trágico.

Bahamontes y Loroño convirtieron el Tour de cada año en una disputa a lo Joselito y Belmonte. Ocaña, el emigrante que huyó del hambre de Cuenca para ser el español de Mont de Marsan, tuvo que pagar las viñas que ahora posee con vómitos de sangre y una caída en el col de Mente, cuando estaba a punto de batir a Merckx.

Ahora nos quedaba la regularidad de Galdos, pero los Pirineos han podido con él. Hemos vuelto a aquellos años en los que el honor patrio se sentía humillado con las retiradas colectivas. Ahora que los españoles caen en el Tour, nadie ve la raza pisoteada.

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