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Las dos inculturas

Naturalmente, no hay dos culturas, ni dos mil, ni media docena. Tampoco me refiero a la útil dicotomía que Snow estableció en su famosa conferencia de Rede entre la galaxia de los científicos y el ghetto de los intelectuales de letras, incomunicación gremial que llega en este país a la categoría de sordera histórica: el Segundo Principio de la Termodinámica no suena a chino, lo toman por una película «S». Ignoro si son sólo dos y si merecen el nombre de culturas, pero noto nada más aterrizar en Madrid, con el estómago destrozado por la asesina naranjada que ofrecen los de Iberia para que no los olvides, que escinden el mundo entre lo mundano y lo académico, lo populista y lo elitista, lo periodístico y lo universitario.En el principio no fue el verbo ni siquiera el adjetivo, sino la clasificación binaria. Quieren saber inmediatamente si eres de ellos o de los del pub de al lado. No es un problema de carnet o de intrusismo, de la Escuela de Periodismo o de la facultad de Ciencias de la Información. Es un rito de la cultura tribal que practican, es un exorcismo contra la pluralidad y ambigüedad de los géneros expresivos. Son ganas de simplificar la madeja colgándote en el claustro el sambenito de periodista para encadenarte a las columnas o anatemizarte en los saraos por usar de cuando en cuando terminologías escasamente populares.

Siento en mi piel provinciana los resquemores de esta absurda polémica entre periodistas y universitarios. No hace muchos días, unos queridos colegas me aconsejaban que tenía que quemar mi biblioteca para escribir en los papeles, y después de unas copas tumultuosas llegaron otros queridos colegas de tarima para advertirme de las miserias del columnismo, considerada esta práctica como enfermedad infantil del intelectualismo.

Son dos culturas, la de la calle y la del campus. Hace unos días, Aranguren conferenció en mi pueblo que había que incendiar la Universidad para que de sus cenizas resurgiera otra cosa. Estoy de acuerdo con la escatología, pero a condición de que el holocausto incluya también la figura pretendidamente adversaria. Es necesario acabar de una vez para siempre con esta flojera clasificatoria, y acaso el fuego, símbolo de la dialéctica, sea el procedimiento más rápido para fundir dos tipos de saberes que sólo la ignorancia de los que ni son periodistas ni universitarios intentan enfrentar para que todo siga igual.

Son dos escrituras, la del artículo y la de la tesina. La primera chilla del periodismo popular con un candor impropio de esta sociedad del simulacro electrónico que nos ha tocado descifrar. Insisto: periodístico es sencillamente aquello que puede leerse en un periódico, y popular es modificador del sustantivo que únicamente tiene que ver con las cifras de la Oficina de Justificación de la Difusión, que últimamente no suelen hacer ecuaciones entre la estupidez y la cantidad. La segunda inscripción, la universitaria, nos cuenta de profundidades, investigaciones, dificultades, técnicas, métodos sin fisura, secretos documentos polvorientos, exhaustivas bibliografías y otras infantiles coartadas para enmascarar la inocultable oralidad propia de la relación profesoral. Por la tesis, el doctorando no sólo alcanza la condición de numerario: se inocula con unas páginas intransitivas un poco de virus escriturístico, rigurosamente codificado y controlado para vacunarse de una vez por todas contra los riesgos textuales, tan hinojoso -tan indeleble- en el campo terrible de la competitividad académica.

El profesor investiga para no escribir y el periodista escribe para no investigar. Así nos luce la calva, la pluma y los michelines por estos alrededores, sustituyendo la grafomanía periodística por la incultura académica, y la agracia universitaria por la sabiduría mundana.

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