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La musiquilla domada

Yehudi Menuhin ha decidido llevar la música -la gran música, que llamamos clásica- a los obreros. Hace unos días, el violinista más famoso del mundo actuó en una fábrica de anís Pernod y, tanto la dirección como los empleados, amén del artista, quedaron encantados de este primer concierto proletario. El programa era fácil y accesible para neófitos, con obras de Schubert, de Albéniz y de Martinu. Menuhin fue muy congratulado y piensa seguir ofreciendo su arte a los asalariados, en los hospitales, e incluso en los centros penitenciarios.No vamos a entrar en la polémica inacabable de por qué moral estética una sinfonía de Beethoven o una tocatta para violín de Bach, son superiores a una canción de Julio Iglesias o de Sylvie Vartan, a no ser que se tenga en cuenta el discutible «factor de complejidad». Lo que me viene a la mente después del concierto de Menuhin y a la luz del programa que interpretó es para qué sirve esta música.

Narcís Bonet, catalán y profesor de composición de la Schola Cantorum de París, suele explicar lo que es la tonalidad y la armonía -fundamentos d e la música clásica- refiriéndose al consejo de administración de un banco o de una gran empresa comercial: la tónica es el presidente, jefe supremo, a cuyo alrededor giran todos los ejecutivos; el quinto grado (la dominante), es su hombre de confianza, su secretario. Le prepara los informes, transmite sus órdenes y le preserva el poder; el cuarto grado (la subdominante) es el tesorero, y los restantes: el segundo, el sexto y el séptimo son los vocales consejeros. Las notas alteradas, hasta el número de doce, que no tienen ningún valor ejecutivo, son los empleados subalternos.

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Cuando escuchamos una sonata de Beethoven, la Danza del fuego, de Falla, o La vaca lechera, este sistema jerárquico penetra en nuestro subconsciente, impregna nuestras mentalidades y nos prepara a aceptar otros sistemas similares, como el que haya, entre otras cosas, reyes absolutistas, presidentes de la República dictatoriales, primeros ministros o jefes de Gobierno omnipotentes, secretarios generales de partidos inamovibles, capataces tiránicos y obreros sumisos. Es decir, que la música, tal como la codificó Pitágoras en el Tetractys y Rameau en su tratado, nos condiciona mentalmente para que aceptemos la sociedad jerárquica.

Ahora bien, dentro de este sistema tonal se producen a veces luchas intestinas: algún grado que complota contra el poder de la tónica; la dominante que le traiciona y se subleva, que se alía con el segundo grado y se convierte, a su vez, en tónica, desplazando a la anterior. Es decir, toma el Poder. Es lo que se llama una modulación. Se ha producido una revolución, se pasa de do mayor a sol mayor, o de mi bemol a si bemol, pero se vuelve a caer en el esquema jerárquico de antes. Sin estas modulaciones, una pieza musical sería de una monotonía inaguantable, como pesados son los largos períodos dictatoriales y más animada parece una democracia burguesa, donde cambian los hombres aun siguiendo en el mismo sistema.

De mi época de estudiante de armonía recuerdo una frase de Schumann que nos repetía don Benito García de la Parra: «Cuando sintáis que vuestra mente adivina lo que va a suceder en una frase musical, o prevé la resolución de un acorde, podéis decir que se está formando en vosotros el espíritu musical. » Hoy diría yo que en ese caso la música habrá adelantado mucho en el condicionamiento de las mentalidades.

Hay otra música, claro está, como la música atonal, serial o dodecafónica, que suprime la jerarquía de las notas y establece la igualdad de los doce sonidos. Schönberg es el padre de este sistema, y mucho sufrió en su vida para dar a conocer su «comunismo de los sonidos». Después, la tiranía de la serie se hizo tan implacable como la de la tonalidad...

No es este el lugar para seguir analizando el origen y la dependencia de las músicas modernas, como la concreta, la electrónica, la aleatoria, la repetitiva y el neotonalismo, que resurge hoy. Solamente quiero añadir que nunca a la música le dejaron desempeñar el papel de renovadora de las mentalidades que le correspondía por su esencia.

Antes de que en la Unión Soviética y en los países del Este prohibieran toda producción y ejecución de música nueva, antes de que la semana pasada, en Checoslovaquia, detuvieran a los componentes del Pop-comic, Platón ya había señalado la necesidad de domar a la música en provecho del Poder: «No se pueden modificar las leyes musicales sin que al mismo tiempo se modifiquen las disposiciones civiles más importantes. Y es aquí donde los guardianes deben mostrarse más vigilantes», escribe; y en «La República» preconiza el ejercicio de dos disciplinas primordiales para el mantenimiento del Estado: la gimnasia y la música. En esta obra sigue advirtiendo: «El espíritu revolucionario se insinúa muy fácilmente a través de la música, sin que nos demos cuenta, como si se tratase de un juego y como si nada malo fuese a ocurrir. Y sucede que, penetrando poco a poco en las costumbres, pasa de ahí a los asuntos privados, llega hasta las leyes y a la constitución política, con gran insolencia y falta de discreción, para ponerlo todo, al fin, en completo desorden.»

Pero ya en aquellos tiempos funcionaba cosa tan prodigiosa como la escala pitagórica, cuyo establecimiento constituyó un elemento determinante en la conformación de las mentalidades. Y no sólo los griegos comprobaron la eficacia del sistema, y la multitud de conocimientos que se derivan de las relaciones entre los sonidos: los chinos decidieron que la escala era demasiado «divina» para que un cerebro humano pudiera haberla inventado y atribuyeron su revelación a un pájaro celeste.

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