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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Las damas de antaño

LA MODA es todo aquello susceptible de pasarse de moda, decía una de las grandes creadoras, Coco Chanel. Tomar una moda que ya pasó será volverla a dejar morir, quizá hacer un exorcismo de antiguos fantasmas. Se lanza, ahora, la moda «de los años cincuenta». Los años de Mac Carthy, de Corea, de Stalin, de la guerra fría, de la ejecución de los Rosemberg. Tiempos duros; pero tiempos, quizá, en los que las gentes de cada bando, de cada grupo, tenían ciertas esperanzas y cierta credulidad, términos que parecen abandonar cada vez más el mundo de Occidente.No solamente el diseño, la forma, el color -«los colores del parchís»- que se emiten ahora significan un regreso visual al pasado, sino que el mismo esfuerzo por adoptar una moda es un residuo de un mundo antiguo, del mundo anterior al consumismo. La moda, antes, significaba una uniformidad sobre dos bases: una originalidad y una imitación. Las clases privilegiadas adoptaban una forma, de vestir; las clases miméticas, que querían estar dentro del círculo del poder, la seguían. Cuando esa moda desaparecía, el mimetismo iba decreciendo según zonas económicas: caía primero en los salones, después en los lugares de encuentro donde había más mezcla social; luego, en la periferia de la ciudad, en los barrios, y finalmente, en las zonas rurales. El consumismo introdujo una mano anárquica en ese orden; empezó a perderse, con la reinstalación de las democracias de posguerra, el magisterio de las clases superiores; las modas comenzaron a producirse velozmente, a lanzarse antes de que se agotaran las anteriores. Fueron apareciendo otras formas de la ya antigua rebelión femenina y consistieron en renunciar a la moda dictada. Las nociones de virilidad y feminidad comenzaron a ser odiadas. El manifiesto «estamos en marcha» -de mujeres-, decía: «Siempre arrastrándose tras la última moda, tanto vestimentaria como política, el feminismos ha hecho de las mujeres las cómplices, voluntarias o no, de los crímenes de la sociedad de consumo-opresión contra el Tercer Mundo, la infancia y las inadaptados.» La relación de la última moda con el crimen iba a dominar una sociedad de ribetes libertarios: aparecería la no moda, la antimoda. Las mujeres se libraban de un terror -la moda es un terrorismo civil: no seguirla significa estar fuera, no ser admitido o recibido-; quizá lo imponían de otra manera, y el dictado de la moda, por primera vez, se hacía de abajo arriba: las clases altas imitaban el sentido informal de las populares: un jersey y unos pantalones, preferentemente poco o mal planchados. La industria comenzaba ya a producir pantalones con zurcidos, con parches o con pérdidas de color creados en la fábrica, diseñados previamente. Mientras los caballeros abandonaban el sombrero, tal vez para siempre, y la corbata -que empieza a volver-, no sin sustituirla por el jersey de cuello de cisne, que, a fin de cuentas, podía evocar la gola de los hidalgos: siempre queda un residuo de la clase superior.

La moda de los cincuenta, que revive una época que va desde la afirmación de clase y de imperio de la castración de Mac Carthy hasta la aparición de las barbas y el desaliño de Fidel Castro, nos devuelve, por poco tiempo, las damas de antaño. Que todavía necesitaban un atuendo llamativo y coloreado para envolver lo que no había dejado de ser objeto para una sexualidad que no había cambiado. De antes de la revolución de los anovulatorios. Las damas de antaño, que aparecieron una vez como hechos insertos en una sociedad, vuelven ahora como fantasmas, un poco como caricaturas, para recordarnos que nunca nada pasa del todo, que nunca nada desaparece definitivamente.

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