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Burocracia y genética

Está visto que los elementos conservadores y represivos de toda dictadura poseen una envidiable resistencia al cambio. Se hacen constituciones, los diputados de obsequiosa cerviz y lengua muda son sustituidos por elocuentes tribunos, se cambian en señas y fotografías, pero logreros, esbirros, hombres de paja de los negocios sucios, conculcadores de derechos humanos, burócratas tancredos y políticos comparsas siguen su periplo glorioso por el cielo de la democracia, como meteoros exentos del desgaste del tiempo y de la ley de la gravedad. Y este fenómeno se nos hace patente, tanto en el terreno anecdótico como en el general.En el primer estadio al que me refería se dan desconcertantes muestras de pervivencias dictatoriales, más importantes como síntoma que como realidad efectiva. Así, por ejemplo, leímos no ha mucho con infinita estupefacción un anuncio inserto en el Boletín Oficial del Estado por el Instituto Nacional de Semillas y Plantas, en ocasión de la necesidad de cubrir ocho plazas de funcionarios, en el que decía textualmente: «Los que deseen tomar parte en la oposición deberán comprometerse en caso de obtener plaza, a jurar acatamiento a los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional y demás Leyes Fundamentales del Reino.»

¿Error, inercia, burla o simple tracción freudiana? Lo primero parece improbable, pues a los pocos días -y hablamos de 1978- aparecía un anuncio similar inserto por la Comisaría de Abastecimientos y Transportes. Y todavía parece explicable que miembros de la CAT, organismo de tan rancio e imperial abolengo, o seleccionadores de semillas nacionales, deban seguir acatando los Principios del Movimiento, pero ¿también los periodistas? Porque en los carnets que para profesionales de la información expide la Federación Nacional de la Asociación de la Prensa -o, al menos, los expedía a mediados del pasado año- podía leerse este abracadabrante texto: «En el ejercicio de su misión, el periodista ha de observar las normas de la moral cristiana y guardar fidelidad a los Principios del Movimiento Nacional y Leyes Fundamentales del Estado.» Los periodistas, pues, siguen siendo cruzados de la cristiandad y trovadores del nacional- sindicalismo.

Si nos elevamos ahora a los estamentos del orden y de la autoridad, el problema sube de pronto. Parece como si todos los regímenes, por muy democráticos que parezcan, temieran enemistarse con esas fuerzas en las que delegan la tan traída y llevada «violencia institucional», sin duda, «por lo que pudiera ocurrir». Por aquí nos asombramos de ese largo idilio entre el ministro del Interior y un alto cargo policial reliquia del «ancien régime» -matrimonio de conveniencia para algunos, «liaison dangereuse» para los más-, pero en otros países con más años de rodaje democrático parece ocurrir lo mismo. Todos recordamos a aquel inefable jefe de los Servicios de Seguridad italianos que allá por 1973, al ser destituido por su inoperancia ante el terrorismo de extrema derecha, ¡se presentaba como diputado por el partido neofascista!

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Para resistir a todas las vicisitudes no hay mejor cosa, por lo visto, que pertenecer a las altas esferas policiales. Los grandes líderes políticos de la Historia raramente sobrevivieron a sus derrotas. Allende o Napoleón, Mussolini o Hitler, Robespierre o Nerón, todos fueron sepultados bajo las reuinas de su régimen. Fouché, sin embargo, aparece como el paradigma de la supervivencia ubicua y camaleónica. Jefe de la Seguridad Nacional con la Convención, votó la ejecución de Luis XVI, tomó parte en las sangrientas depuraciones de Lion, conspiró contra Robespierre, fue ministro de Policía con Napolén y, caído éste, su sustituto, Luis XVIII, lo mantuvo en sus funciones.

Los entresijos del poder, sobre todo cuando éste se hipostasia, como pasa en las, dictaduras, se hunden muy profundamente en el subsuelo burocrático y desenraizarlos cuesta mucho tiempo y esfuerzo. Y si la transición de un totalitarismo a una democracia, proceso siempre difícil, se realiza además con nuestra decepcionante lentitud, es casi imposible borrar los resabios de antiguos autoritarismos o desprenderse de los viejos representantes del régimen periclitado, cuya conversión democrática no puede por menos de ser contemplada con escepticismo. Como botones de muestra de lo dicho, tómese la reciente disposición sobre represión del terrorismo, cuya «funcionalidad», cantada por un alto cargo de la judicatura, no puede exonerarla de ser anticonstitucional, o la distribución de espacios en televisión para los partidos políticos en las últimas elecciones, realizada entre los caciquismos y los compadreos tan caros al franquismo.

Como demostraba Bernard Shaw en su obre teatral El carro de las manzanas, el auténtico Gobierno de una nación lo forman sus estructuras internas, que son siempre las mismas, inmutables, petrificadas, adaptadas a todas las vicisitudes. Es esa burocracia -especie biológica admirable- que neutraliza los medios adversos, se acopla a las mutaciones espacio- temporales, se reproduce partenogenéticamente y es, como los cromosomas, el portador inquebrantable del instinto de conservación política y de la más resistente reacción.

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