Ante la urnas
MAÑANA, LOS españoles no vamos a decidir, como en junio de 1977 o en diciembre de 1978, entre el continuismo del régimen autoritario y el sistema parlamentario. Aunque nunca puede descartarse la posibilidad de una involución, es evidente que ese regreso al pasado no podría ya en ningún caso utilizar como vehículo las urnas. La espectacular derrota en su día de Alianza Popular y su transustanciación, ahora, en una coalición que se limita a rivalizar con UCD en el área de la derecha han marcado las fronteras de ese «populismo franquista» con el que soñaron los hombres que detentaron en su día el omnímodo poder del anterior régimen. Incluso la propia Unión Nacional sólo aspira a enviar a las Cortes a algunos heraldos del pasado para hacer sonar, de cuando en cuando, la trompeta del Juicio Final. Electoralmente, el franquismo ha muerto.Los ciudadanos se van a enfrentar así pues, con una diversidad de opciones que se hallan alineadas, casi en su totalidad, dentro del campo democrático, entendiendo como tal el acuerdo de respetarlos límites trazados por la Constitución, de no recurrir a la violencia como arma política, de respetar los resultados de las urnas y de someterse a esa regla de oro de un sistema parlamentario según la cual la ocupación del Gobierno es siempre temporal y no da derecho de propiedad sobre el aparato del Estado.
Así como en vísperas de junio de 1977 se podía tomar partido sobre lo que pudiera significar un voto democrático, es evidente que en vísperas del 1 de marzo ni Coalición Democrática arrastra consigo las sospechas involucionistas de la bien fenecida Alianza Popular ni el PCE y los otros partidos que -como el PTE y ORT- compiten con los comunistas por recoger la tradición de la III Internacional pueden ser instalados en un ghetto o en un limbo después de haber votado afirmativamente a la Constitución y aceptado las reglas de juego del sistema democrático. Parece, pues, fuera de caso establecer criterios de delimitación de voto en función del respeto al sistema pluralista, ya que son muy escasas las opciones electorales fuera del campo democrático.
Pero la democracia representativa, a la vez que garantiza y protege los derechos humanos, las libertades civiles y el derecho de los ciudadanos a elegir y deponer a sus gobernantes, es también un mecanismo para dirimir pacíficamente los conflictos y para encauzar la vida de la sociedad civil. Los electores se van a enfrentar con la delicada decisión de hacer posible tanto un eficaz Gobierno como la solución o el alivio de los problemas más urgentes que aquejan a España. El catálogo de esas cuestiones pendientes se encuentra monótonamente repetido en casi todos los programas que compiten en las urnas. Pero, a la vista de dichos programas, es casi imposible decidir qué partido puede satisfacer de forma más eficaz las exigencias y los deseos generalizados de los diferentes sectores de población. Todos afirman que poseen las fórmulas y los procedimientos para que la gran mayoría de los españoles vivan mejor, más seguros, más libres y más felices. A la vez, nadie podría apostar a favor de la plausibilidad de unas ofertas que, por regla general, consideran posible, de forma inverosímil, optimizar los términos de algunas parejas de problemas que necesariamente rozan entre sí: pleno empleo y erradicación de la inflación, robustecimiento del orden público y desarrollo de las libertades, elevación de los salarios reales y aumento de las tasas de inversión privada, enseñanza gratuita y obligatoria y contención del área escolar pública, etcétera. Por lo demás, la inmadurez y el escaso tiempo de rodaje de las instituciones representativas no suministran todavía claves suficientes para pronunciarse sobre la fiabilidad de los elogios que los partidos hacen de su propia capacidad y eficacia. A UCD se le puede dar un aprobado tras el cumplimiento, a medias, de sus compromisos, pero sería absurdo considerar que se ha ganado con ello el derecho a gobernar España durante un milenio o inferir que sus adversarios lo harían peor, puesto que no hay forma humana de hacer la comparación entre un hecho ocurrido y una posibilidad futura. En cuando al PSOE, todavía le queda la prueba de manejar la compleja Administración pública de una sociedad industrial, traspasada por tensiones y conflictos que se escapan, como el agua en un cedazo, a los esquemas y formulaciones ideológicas; pero resulta ya bastante obvio que en el escaso período de tres años ha logrado constituirse en el partido líder de la izquierda española y obtener unos carismas de popularidad, adhesión y respetabilidad nada desdeñables. Un Gobierno de UCD poseería la seguridad de lo conocido, pero las limitaciones de un personal político demasiado enviciado en el ejercicio de la función pública; un Gobierno del PSOE, los riesgos de lo nuevo, pero las ventajas, al menos hipotéticas, de un remozamiento del aparato del Estado. En cualquier caso, ni UCD significa necesariamente el anquilosamiento ni el PSOE obligatoriamente una aventura.
¿Por qué entonces no han de gobernar los dos juntos?, se preguntan muchos, sobre todo si ninguno obtiene la mayoría absoluta. Al día siguiente de las elecciones del 15 de junio, y luego en repetidas ocasiones, EL PAIS ha opinado en favor de un Gobierno de coalición de los dos partidos. No se trataba de una especie de «teoría general del coalicionismo», sino de una valoración de las necesidades concretas del período constituyente que se avecinaba. Sin embargo, el presidente Suárez nunca quiso compartir el Poder, con un sentido quizá un poco inútilmente mesiánico de su papel en la transición. Los socialistas también optaron por otro camino, tal vez algo escamados por las insistentes exhortaciones de Santiago Carrillo para que se matrimoniaran con UCD. La experiencia de estos dos años parece demostrar que el PSOE se equivocó al no exigir -fuerza tenía para ello- una participación en un Gobierno que era, de hecho, provisional y constituyente; porque ha cargado con todo el peso de una coalición en el terreno parlamentario y en los pactos sociales de la Moncloa, sin haber recibido ninguno de los beneficios que, como partido, le hubiera podido deparar la experiencia y la responsabilidad de compartir el Poder. Y que UCD también se equivocó, pues su no alianza con los socialistas le obligó a apoyarse, directa o indirectamente, en el PCE, con el consiguiente deterioro ante su electorado más derechista.
Pero, normalizada ya la vida política del país, y aun en el caso de una victoria «por los pelos» del partido del Gobierno, parece que las ventajas de un Gobierno de coalición UCD-PSOE serían ahora mucho menores que sus inconvenientes. Este año y medio de consenso ha estado a punto de conseguir que quien realmente pierda las elecciones sea la política como tal. Los acuerdos parlamentarios, que fueron una estrategia de coalición sin prolongación en la Administración pública, fueron un mal necesario: algo quizá inevitable, pero en modo alguno canonizable como procedimiento para legislar y gobernar en un sistema democrático. El peligro de que los ciudadanos terminen por identificar esa masa amorfa de parlamentarios y gobernantes, unidos en un sindicato de intereses, pese a sus diversas y aun opuestas ideologías, con una variante civilizada y liberal del Movimiento Nacional es visible en el desinterés de amplios sectores del país por la vida pública. Como ha dicho el señor Guerra, un Gobierno de coalición entre la UCD y el PSOE sería una tragedia, por muy necesaria que fuera. Y ya que no una opinión específica sobre el voto de mañana, sí vamos a formular al menos un deseo: que el ganador que arrojen las urnas gobierne en alianza parlamentaria, o coalición de Gobierno, con otros grupos menores, dejando al otro gran partido derrotado que pueda, desde la Oposición, exigirle cuentas y dirigirle críticas en nombre del electorado que lo respalda.
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