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Carreras de vallas

Conocemos con detalle morboso los dineros que se embolsan las agencias de publicidad por tramar la propaganda electoral de los partidos. A tanto la valla, la cuña radiofónica, la media página, el mailing, el cartel pegado y el sistema de megafonía alquilado, se pueden hacer las cuentas sin mayores problemas. También se puede hacer un artículo reaccionario con esos mismos números. Ustedes lo habrán leído por alguna parte: su truco necio consiste en sumar los presupuestos electorales de todos los partidos para después dividirlos demagógicamente por la miseria que se tenga más a mano. Vaya esto por delante para evitar confusiones estilísticas con esto que viene por detrás. Porque lo verdaderamente costoso no es la propaganda para persuadir al electorado por medio de ingenuas transacciones simbólicas; lo que resultaría un verdadero escándalo financiero, vedado a cualquier potencia industrial, sería intentar un estudio científico para medir con certeza relativa los efectos de esa misma propaganda política sobre el voto o el cambio de voto. Con los millones empleados en una investigación mínimamente seria sobre la influencia de una determinada campaña electoral se podrían financiar todas las campañas de estas generales y sobrarían duros para las municipales.

Al margen de la insolubilidad del problema de desenredar las causas propagandísticas de otras manipulaciones menos artificales, para una aproximación rigurosa al misterio de la medición de los efectos del lavado de cerebro político es preceptivo fatigar toda la abigarrada metodología de la investigación behaviorista, desde los complejos y nunca resueltos análisis de contenido hasta el establecimiento de los desesperantes diseños de experimentos, pasando, claro es, por el calvario sociológico, filosóficos, psicológico, histórico, econométrico y psicoanalítico que implican las observaciones extensivas y las entrevistas intensivas y repetidas.

Ante la imposibilidad económica de conocer los efectos de sus costosas propagandas electorales, activados por la competencia de los adversarios, temerosos de quedarse atrás, los grupos políticos emprenden una loca carrera de vallas publicitarias, mágicamente convencidos de que existe una secreta relación entre cinco minutos de televisión y media docena de escaños en las Cortes, entre una cuña feliz y un voto residual, entre una tinta de más en el póster y una identificación popular.

Primera paradoja: para ejercer durante cuatro años la democracia parece necesario incurrir en tiranía publicitaria durante cuatro semanas. Los indiscutibles líderes de ahora mismo no son los graves rostros que nos contemplan desde las vallas, sino los llamados «creativos» de esas sociedades generalmente anónimas especializadas en la venta de refrescos y detergentes.

Segunda paradoja: un tiempo y unos espacios especialmente destinados a la exposición pormenorizada del intríngulis político son utilizados para mostrar únicamente las etiquetas, los logotipos y los envases que encierran el misterioso producto que nos quieren vender.

En lugar de la libre competencia de discursos nos ofrecen la dictadura del marketing. Sitúan las diferencias políticas del lado del significante y lo hacen, precisamente, cuando nos encantaría saber algo más de sus hermosos significados. Tanto tiempo batallando por transformarnos en electores y ahora nos siguen tratando como a consumidores.

La mayoría de los partidos manifiesta una fe sin fisuras en los poderes de la electrodomesticación de las masas. Acaso haya que interpretar esta superstición a beneficio histórico. No conviene olvidar que el término «propaganda» deriva por abreviatura de la congregatio de propaganda fide, nombre con el que los cardenales vaticanos bautizaron al comité encargado de las actividades misioneras de la Iglesia. Por el momento no se trata de la propaganda de la fe tradicional, pero sí de una fe ciega en los métodos tradicionales de propaganda consumística para llevar nuestro pobre voto al huerto de las generales.

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