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La Europa que nos espera

La suerte está echada. Los españoles caminamos sonámbulos hacia el umbral, de las comunidades europeas guiados por la intuición y los destellos de una palabra mágica que grandes políticos de principios y mediados del siglo XX supieron secuestrar con habilidad desde la Firma, en 1957, del Tratado de Roma. El vocablo Europa, hoy añorado al este del viejo continente, quedó desde entonces patentado y califica las tímidas instituciones que conforman desde 1958 el esqueleto administrativo de la llamada construcción europea.Francia, Italia, Alemania Federal, Bélgica, Holanda y Luxemburgo quisieron dar el primer paso real en una vieja empresa que desde los tiempos de Carlomagno ningún Estado pudo poner en marcha, ni en la paz ni por la fuerza. Pioneros de esta aventura fueron dos políticos franceses, Jean Monnet y Robert Schuman. Ellos, desde la tramoya del gran escenario político de los años cuarenta, movieron los hilos del ambicioso proyecto hasta conseguir en 1951 el Tratado de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero), auténtico embrión de las comunidades vigentes y resultado temeroso de la paz y la penuria económica de la segunda posguerra mundial. Monnet y Schuman fueron los promotores, pero la decisión partió de dos primeros estadistas: el general De Gaulle y el canciller Adenauer, que sellaron así el nuevo diálogo franco-alemán.

Luego la lista de los europeístas de pro se fue ensanchando: Alcides de Gasperi, Paul Henri Spaak, Walter Hallstein, Wobert Marjolin, Jean Rey, Sicco Mansholt y Altiero Spinelli, entre otros, fueron tomando el relevo en la iniciativa europea -que contó por parte española con la aportación humanística de Madariaga y el pensamiento de Ortega- en torno al Tratado de Roma y a las mastodónticas instituciones comunitarias, que sufrieron su último engorde en enero de 1973 con la firma de los Tratados de Adhesión de Irlanda, Dinamarca y Gran Bretaña, una vez desaparecido Charles de Gaulle.

La pasión europea de estos hombres no fue coyuntural. La intencionada ambigüedad del Tratado de Roma dejaba abierta la puerta de la construcción de la Europa política, independiente y de los pueblos para la que había que encontrar el momento oportuno en el curso de un largo debate entre los nacionalismos y las competencias supranacionales de los estados firmantes de los tratados. Se pensó, en un principio, que las ataduras comunes en políticas sectoriales -la unión aduanera, el mercado común agrícolas incipientes políticas económica, monetaria, energética, pesquera, industrial, regional. social, etcétera- llevarían el barco europeo a la progresión en aguas más políticas. La táctica se dio por buena y era, además, la única posible en los albores comunitarios. Los estados, primero los seis y luego los nueve, pusieron en marcha su concertación multilateral guiados por intereses inmediatos que poco tenían que ver con la Europa política, pero que, en definitiva, servían de prematuro tejado a una casa aún por construir.

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Ahora, después de veintiocho años de la creación de la CECA. el balance político deja mucho que desear: una declaración sobre la identidad europea en la cumbre de Copenhague: un proyecto de unión política promovido en París e inútilmente diseñado por el belga Leo Tindemans: una escasa concertación de las acciones exteriores en el seno de la cooperación política, un super-Consejo de Ministros de la CEE, que bajo el lema de Consejo Europeo reúne a los jefes de Estado y de Gobierno de los nueve para constatar sus diferencias, y, un proyecto de Parlamento Europeo que será elegido por sufragio un versal el próximo día 10 de junio y que constituye, en la actualidad, la máxima esperanza del relanzamiento.

Tampoco en las políticas sectoriales el avance fue decisivo, excepción hecha de la unión aduanera, que es, en definitiva, la que marca el color de la Europa vigente: un gran bazar de negocios, trufado de multinacionales y desconocido de la gran mayoría de los 250 millones de habitantes que apenas entienden de su CEE, algo más que el bonito lema de «primera potencia comercial del mundo». Se ha querido construir Europa de espaldas a sus pueblos durante demasiado tiempo. Las políticas regional, social y cultural son las más retrasadas y no facilitan el apoyo popular del proyecto político. minado para colmo por una lucha ideológica que tiene sus trincheras en una derecha mercantilista mal limitada entre liberales, democristianos y conservadores y una izquierda poco solidaria que ondea ahora la bandera de un nacionalismo radical mal entendido.

También las servidumbres exteriores comunitarias. la defensa, as fuentes de energía y la inestabilidad monetaria han sido útiles, en estos casi tres decenios, para quienes consideran poco irrealizable o inconveniente para sus intereses particulares o intercontinentales, la construcción política europea. Y ahí están vigentes os efectos de la guerra del petróleo que a finales de 1973 y al filo de la guerra árabe-israelí del Yon Kipur sumió en la dependencia exterior y en la postración le la crisis económica a las naciones, comunitarias que esperaban en esas fechas, iniciar el despegue político hacia su independencia y participación autónoma en el reparto geopolítico del mundo que controlan

Unidos y la Unión Soviética, y al que aspiran ya con visión de futuro China y el continente africano.

Las esperanzas, no obstante, permanecen vigentes. No hay alternativa posible y ello lo saben dirigentes en el poder y en la oposición, gobiernos y partidos políticos. Las esperanzas se reivivan a menudo y a ellas se agarran quienes aún creen y esperan el proyecto político que ha de sufrir su próxima crisis con la puesta en marcha de la segunda ampliación comunitaria hacia España. Grecia y Portugal: un elargissement que compromete las nuevas perspectivas que suscitan el futuro Parlamento europeo y la reapertura del plan Werner en favor de la unión económica monetaria, a la vez que pone en evidencia la vocación continental del Tratado de Roma. El dilema de ampliar o profundizar la Comunidad, a falta de una decisiva y global voluntad política de los nueve, ha sido zanjado con un típico compromiso o parcheo comunitario: un comité de notables estudiará las incidencias institucionales del ensanche y los eurócratas negociadores se encargarán de imponer una larga transición a la definitiva integración agrícola y social de las naciones candidatas.

Esta es la Europa que nos espera a los españoles, hoy en puertas de una negociación de adhesión poco madurada por el Gobierno de Madrid. Esta es la Europa hacia la que caminamos no menos sonámbulos que el resto de los ciudadanos comunitarios y de los otros dos países candidatos. La Europa de los negocios y, de la timidez política que, en los últimos años del franquismo se convirtió en el gran argumento público para la justificación de la joven democracia española que ahora, en los próximos años y durante las negociaciones de adhesión, tiene la oportunidad de provocar en nuestro territorio un amplio debate en favor de la construcción política de esta vieja idea a la que nos incorporaremos con treinta años de retraso.

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