El "infierno" de la política
Henri Barbusse, un escritor francés que compartió su vida entre el siglo pasado y el presente, ofrece en su novela El Infierno (L'Enfer) una singular analogía con el ardor político que vive nuestro país en estos momentos. Un matrimonio de exquisitos «modales, aparente serenidad y dador de sabios consejos, es visto por el autor del relato a través del ojo de la cerradura del dormitorio. Cuando la pareja abandona el comportamiento social de cada jornada para entrar en la desnuda realidad de su intimidad, estas dos personas se convierten en fieras. De pronto, este matrimonio, que pasa por un ejemplo de buenas costumbres y de ejemplar convivencia para la gente, de su entorno, se enzarza en los más duros reproches y vierte su recíproca crueldad hasta en escenas de un sadomasoquismo sexual espeluznante. En definitiva, el regusto burgués de una apariencia a la luz del día, y frente a ese gran teatro que es el mundo, se desquita con creces en el infierno insoportable de cada noche. El relato literario me trae a la memoria el no menos singular infierno de política, de dentro, en el seno de los partidos y, sobre todo, en los altos niveles donde los ejecutivos disfrutan -casi con el mismo masoquismo del matrimonio de Barbusse- del orgasmo insaciable del poder. En estos días en que se deciden tantas listas que ofrecerán la gloria de una carrera política a nivel de ayuntamientos, Senado o Congreso de Diputados, ya está en circulación la estrategia personal de cada político que se precie para escalar un puesto en las dichosas listas. La mayoría de estos políticos que ejercen con astucia el detalle social de la sonrisa, que se enfurecen -¡viveDios!- contra las injusticias, que proyectan una sociedad-más humanitaria e incluso confiesan públicamente -¡ay! que su verdadera vocación es la de maestro rural, la mayoría de esos políticos, digo, no dudarán, en situaciones límites, en ejercer sus más implacables sistemas de coacción con tal de acceder al estrellato público del poder. No quiero exagerar, pero presiento -y no por la simple deducción de la imagen literaria del comienzo- que en la intimidad de los partidos se vive en éstos días el infierno de la zancadilla, la influencia, el favor personal y hasta el más, refinado maquiavelismo con tal de hacer valer la estrategia de las personas o los grupos. Y lo grave es que, según los entendidos, esto tiene que ser así. Porque la política, según ellos, se desarrolla en medio de la más cruda realidad con tal de que prevalezca la eficacia. Es lamentable que la eficacia y la realidad políticas suelan estar muchas veces tan lejos de los principios humanitarios, en cuyo nombre, mire usted por donde suelen hablar los mismos que han perdido el escrúpulo a pasar por encima del cadáver civil de ese compañero que ha sido víctima de la depuración, tal vez porque tuvo un concepto menos estrecho y menos servil, y hasta más alegre, de la sacrosanta disciplina de partido.
Cualquiera que lea estas líneas puede pensar que me han dejado fuera de alguna lista. Todo lo contrario. Exactamente todo lo contrario; he preferido no figurar en una de ellas, y tengo testigos que pueden confirmarlo. Sólo en estas condiciones se puede escribir con cierta honestidad sobre el tema que nos ocupa. A lo que íbamos: aunque pueda parecer exagerado -y tal vez lo sea, en la medida que lo permiten las licencias literarias-, el «infierno» que aquí se ha expuesto, lo que importa es humanizar la política sin que esta humánización tenga que ser incompatible con la eficacia, las estrategias y las alternativas. En una palabra: no se debe pregonar la libertad, la democracia y la justicia hasta desgañitarse, y- luego, en la intimidad de la alcoba -allí donde a los militantes se les pone firmes (aunque ahora sin cantar «Montañas nevadas»), frente a las comisiones de conflictos o los tribunales de depuración- crear un infierno de represión y desencanto. Por hoy nos quedamos con El infierno, de Henri Barbusse. Otro día vendrán los casos prácticos.
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