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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Huelgas inglesas

GRAN BRETAÑA atraviesa una de esas olas de huelgas de invierno que caracterizan su vida social desde que terminó la segunda guerra mundial. El paro de transportes por carretera, combinado con el de los ferrocarriles, llega a crear problemas de abastecimiento de alguna gravedad. En el Parlamento, la oposición conservadora apremia al Gobierno laborista a que declare el estado de excepción -que, entre otras cosas, supondría la intervención militar en servicios considerados como imprescindibles para la subsistencia- y el Gobierno se resiste. La intención conservadora es doble: por una parte, ahondarla el foso ya abierto entre el Partido Laborista y los sindicatos, que en teoría forman un solo tronco, y haría imposible cualquier resurrección del «pacto social», al mismo tiempo que perdería aún más posibilidades electorales (las elecciones generales tienen que ser convocadas entre primavera y otoño); por otro, capitaliza para los conservadores la noción de orden y ley y de enfrentamiento contra lo que sus diputados llaman, en los Comunes, el «inmenso poder y la nula responsabilidad» de los sindicatos, a lo que el Gobierno -por Mervyn Rees, secretario del Interior responde: «Nuestro trabajo es continuar trabajando, con los sindical os y enjaezar (harness) su poder al servicio de la comunidad». Es el mismo laborismo el que creó la expresión «huelgas salvajes» para calificar -aquellas que se declaraban al margen de las instrucciones sindicales.Este vocabulario -enjaezar, salvajes- indica el carácter de cortafuegos que necesita tener el partido laborista, y que ha sido muy útil al capitalismo británico. Los « pactos sociales», la limitación draconiana de salarios, explicaban a los sindicatos desde dentro mismo de su entraña la necesidad de «apretarse el cinturón» (el inventor de esta frase fue también un laborista, Sir Stafford Cripps, en la crisis de 1947-1950), para restaurar la economía nacional como primera fase antes de proceder a una política de bienestar para todos. La realidad es que esa primera fase no se ha alcanzado nunca, aunque haya habido altos y bajos. Gran Bretaña no se ha repuesto nunca de la pérdida del Imperio y, a pesar de la poderosa trama industrial construida precisamente sobre ese Imperio, se ha visto cada vez más subordinada a otras naciones o entidades -parentesco económico con Estados Unidos, ingreso en la CEE-, que no solamente - no han representado un progresó directo para los trabajadores -y la realidad es que tampoco han salvado a las empresas-, sino que la han introducido de lleno en las grandes crisis internacionales, como la actual. Es lógico que el Gobierno carezca de credibilidad cuando reclama nuevos sacrificios; lo es también que unas masas cuyo nivel de vida disminuye constantemente sin un remedio seguro desborden los pactos sindicales y aun a sus propios directivos, que no pueden aceptar las ofertas del Gobierno sin riesgo de perder la adhesión de sus sindicados. Las cifras de las últimas negociaciones son muy dispares: los principales sectores huelguistas -los del transporte- reclaman alzas de salarios equivalentes a un 25%, mientras el Gobierno ofrece un 5 % que, en el transcurso del año, se elevaría a un 7 % o un 8 %. Las advertencias de Callaghan son graves: si no se detiene la inflación podrá llegar a un «nivel latinoamericano», del 30%, cuando su porcentaje aceptable no pasa del 8%. La alternativa que ofrece Callaghan a la limitación de salarios es la multiplicación de la fiscalidad, que irremisiblemente iría a parar a la clase obrera, bien directamente, bien por repercusión del efecto en sus propias empresas y en uninevitable aumento de precios.

El «poder sindical», que efectivamente, crece en Gran Bretaña, como en Italia y en España, a veces a pesar de sus propios dirigentes, tiene como razón fundamental la falta de salidas políticas. La izquierda posible -hay una izquierda imposible en todas partes, bien por sus planteamientos utópicos, bien por el bloqueo de los sistemas occidentales y nacionales- ha construido recientemente toda su estrategia social en una línea que era la misma sobre la que, la había basado la derecha: la sociedad de consumo, la sociedad de bienestar y de opulencia, que disminuía o borraba la lucha de clases mediante varios artificios, uno de ellos, su traslado al Tercer Mundo, que iba a seguir siendo el eterno suministrador del mundo desarrollado. Este cálculo se le ha ido de las manos al capitalismo, pero también a la izquierda, a la que le cuesta ahora un trabajo considerable poner el simbólico arnés a las masas damnificadas por la crisis general. Un hecho de la mayor importancia es el de que partidos procedentes de la izquierda, como es el laborismo británico, o que están aún dentro mismo de la izquierda, no parecen capaces enestos momentos de ofrecer soluciones económicas de recambio.

El resultado es una apariencia de caos. El de Gran Bretaña es extremo. A partir de un punto, las huelgas son enormemente contagiosas y su capacidad de destrozo de cualquier economía se multiplica. Los beneficios obtenidos por estas acciones no son nunca suficientes y van con retraso sobre las necesidades de quienes se ven obligados a plantearlas; pero, además, repercuten sobre su futuro, puesto que van seguidas por una inevitable subida de precios.

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