Madariaga, Indíbil y Mandonio
En una de sus cartas, siempre escritas a mano con aquella letra menuda, estirada y a menudo no fácil de descifrar, el 10 de marzo de 1975 me decía Salvador de Madariaga: «Todo está en todas, partes tan tenso e impaciente que a lo mejor no pasa nada.» Yo, por mi parte, deseando que la verdad de verdad estuviera en una paradoja, en una de esas jarras con dos asas que, según Montaigne, la contienen siempre, había llegado a pensar: « Este don Salvador es ya tan viejo que a lo mejor no se muere jamás.» Ahora acabo de tener el desengaño y siento una gran pena y se me vienen a la cabeza los recuerdos de aquel hombre tan culto, tan agudo e inteligente en los escritos, tan sencillo, amable, acogedor y generoso en el trato.Me encontré primero con él, claro está, en un libro. Ese que acaba de aparecer, su libro España. Debió de ser a principios de los años cuarenta. En la biblioteca del Ayuntamiento de El Espinar, España, de Madariaga, había milagrosamente sobrevivido al expurgo hecho por curas y barberos en días del primer año triunfal, Para mí aquel libro, por aquel entonces, fue una verdadera revelación. Muchacho aún y con los correajes de la OJ, pero ya con barruntos de que me los quitaría pronto, el leer allí tantas cosas tan alejadas de la ortodoxia que en el aire estaba me hizo desear respirar otros.
Sería muchos años después, en 1963, cuando conocería personalmente al hombre sencillo, amable, acogedor y generoso que he dicho era don Salvador de Madariaga. Habiendo ido a Londres y hecho amistad con Rafael Martínez Nadal, éste habló de mí a Madariaga, que me citó para el 15 de octubre en su club de Pall Mall. Nunca se me olvidará la impresión que me hizo aquel encuentro y aquella conversación larga y tendida sobre una infinidad de temas o, más bien, sólo sobre dos que a uno y otro nos obsesionaban: la libertad y España. El penúltimo liberal, que dijo Raymond Aron, reservándose para sí mismo lo de ser «el último,», cuando en marzo del 64 la Sorbona dedicó a Madariaga un homenaje al que asistí y que dio lugar a que de nuevo nos citásemos para charlar toda una mañana paseando por unos jardines cercanos al hotel del Quai d'Orsay donde el antiguo embajador de España se alojaba en París, «el penúltimo liberal» tenía siempre como tema obsesivo la libertad y España. Hace escasos días le veía en la pequeña pantalla, aún joven viejo, poco tiempo antes de muerto, hablando con su entrevistador en Locarno de España y de la libertad.
Hombre de amplísima cultura expresada correctamente en varias lenguas, ciudadano del ancho y para él nunca ajeno mundo, jamás dejó de ser Madariaga un español profundamente preocupado porque en su país se llegase a vivir segura la libertad. Como decía hace unos momentos hablando con su entrevistador en Locarno, preocupado porque el individualismo exacerbado de los «indíbiles» no tuviese que llevarnos aquí necesariamente una y otra vez a los «mandonios».
Ha muerto -mejor suerte la suya que la de aquel otro grande y sacrificado amante de la libertad, grande e inolvidable amigo, Dionisio Ridruejo- cuando, tras la muerte del último de los «mandonios», -una Constitución recién aprobada por el pueblo de los «indíbiles» tal vez pueda lograr el que esa institución armada que según él siempre tuvo aquí vocación pretoriana abandone la tendencia a imponernos otros.
Hay en éste de los «indíbiles» y los «mandonios» algo más que un más o menos divertido juego de palabras hecho por quien también solía divertirse oponiendo sociedad militarizada a sociedad civilizada. En aquel juego de palabras se señala el peligro tan actual de quienes se complacen en jugar con fuego. En el siglo pasado la vocación pretoriana y tradición golpista del Ejército fueron alentadas por banderías de distinto signo. En este tiempo sólo las animan y claman a voces por ellas los que sistemáticamente dan pábulo a todo desorden o lo originan desde la extrema derecha, pero en realidad también cuentan con ellas los más exaltados de la extrema izquierda. Si no existieran o hubieran existido aquellas vocación y tradición, ni aquellos émulos de Casandra esperarían tanto de un malestar que muy a menudo tiene en ellos la causa, ni estos visionarios de la revolución alimentarían la loca esperanza de que, como en 1936, pero con más suerte al final, un pronunciamiento pudiera ser el catalizador de una reacción del pueblo y la ocasión de la transformación radical de la sociedad española.
Aquí sí que la verdad está contenida en la jarra con dos asas de una paradoja, porque resulta que, en definitiva, la institución que suele verse como garantía del orden es la que indirectamente y «malgré elle» resulta ser la mayor fautora del desorden. No esa institución, ciertamente, sino su vieja historia que, en cuanto a esto, ojalá nada tenga que ver con la que está por escribir. Creo que con esta esperanza como fundamento de su esperanza en una libertad asegurada en España murió Salvador de Madariaga.
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