Insuficiente regulación de la iniciativa popular en favor del sistema representativo
El régimen democrático parlamentario por el que opta la Constitución de 1978 tiene como lógica consecuencia una cierta marginación de la democracia directa, que en nuestra opinión el texto constitucional lleva hasta extremos excesivos. La democracia directa es compatible, aun en las sociedades modernas, con la representativa, y un protagonismo exagerado de los «representantes», unido al establecimiento de demasiadas limitaciones a la participación popular en la vida política, pone en entredicho la propia atribución de la soberanía al pueblo español, que figura en el frontispicio de la Constitución.Vaya por delante que esta crítica al texto que se someterá a referéndum de los españoles el próximo día 6 sólo es legítimo realizarla desde posiciones indubitablemente democráticas, en un afán más exigente para lograr hacer realidad el «gobierno del pueblo». No caben los oportunismos de escrutar deficiencias populistas en los nuevos planteamientos democráticos que hace la Constitución por parte de quienes se sintieron a sus anchas en una situación como la llamada democracia orgánica, que no sólo negaba la participación popular, sino que desconocía los procedimientos democráticos de elección de los supuestos representantes e ignoraba e incluso penaba toda clase de libertad política, sin la que el ejercicio de la democracia es pura ilusión.
El artículo 23 de la Constitución establece un principio esencial, insuficientemente desarrollado en lo que a su primera parte se refiere: «Los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal.» No deja de resultar curioso que de los tres poderes clásicos -legislativo, ejecutivo y judicial-, sea en relación con los dos últimos donde la intervención de los ciudadanos está más definida, a través de la audiencia directa «en el procedimiento de elaboración de las disposiciones administrativas que les afecten» -artículo 105- y de la participación «en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado» -artículo 125-, por citar sólo dos ejemplos respectivamente significativos. Asimismo, la participación ciudadana en la elaboración de los Estatutos de las comunidades autónomas queda garantizada mediante el correspondiente referéndum para su aprobación.
¿Cuál es la participación popular directa en la elaboración de las leyes y en la posible modificación de la «ley de leyes», la Constitución? Muy escasa. Tras sucesivas restricciones en los diferentes escalones del debate constitucional, la iniciativa legislativa, que sólo podrán ejercer un mínimo de 500.000 ciudadanos, no queda regulada en la Constitución, sino que deberá ser una ley orgánica futura la que establezca sus formas y requisitos. La Constitución sí especifica, en cambio, que la iniciativa popular no procederá « en materias propias de ley orgánica, tributarias o de carácter internacional, ni en lo relativo a la prerrogativa de gracia». También ha quedado eliminada -figuraba en el anteproyecto- la iniciativa popular para la reforma constitucional.
Igualmente ha sido suprimida del texto constitucional la iniciativa popular para la celebración del referéndum, que el anteproyecto atribuía a un número no menor de 750.000 electores. En el texto definitivo, el referéndum, que sólo tiene carácter consultivo, lo convocará el Rey, «mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados». No cabe el referéndum sobre leyes aprobadas por las Cortes y no sancionadas por el Rey, ni para la derogación de leyes en vigor.
El argumento esencial utilizado por los partidos de izquierda y nacionalistas, y por la propia UCD, para estas drásticas restricciones a la iniciativa popular ha sido el de que la experiencia demuestra -particularmente la italiana- que tales vías populares son utilizadas por la derecha contra las leyes progresistas emanadas del Parlamento. La actitud de Manuel Fraga, como paladín de esta participación populista, sólo ha servido para ratificar el argumento. Sin embargo, al margen de las experiencias, siempre coyunturales y no constitucionalizables, lo cierto es que las restricciones a la iniciativa popular las padecerán todos los ciudadanos, mientras se potencian a su costa los partidos parlamentarios. Por lo demás, no sólo Alianza Popular defendió la iniciativa popular. Desde posiciones de izquierda, como la de Heribert Barrera, y progresista, como la de Lluis María Xirinacs, también se defendió con denuedo.
El celo de los elaboradores de la Constitución hacia las atribuciones del Parlamento queda también de manifiesto en la configuración de una institución eminentemente popular, el Defensor del Pueblo, como «alto comisionado de las Cortes Generales, designado por éstas» y a las que dará cuenta, como final de su actuación.
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