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Reportaje:Aspectos principales de la Constitución de 1978 / 2

El Parlamento, eje del nuevo régimen monárquico

La Constitución establece la Monarquía parlamentaria como institución que asume la Jefatura del Estado y expresión que define políticamente el nuevo régimen. Con ello, la Constitución opta por una de las dos únicas formas normales de gobierno -el texto constitucional emplea la expresión «forma política del Estado»-: Monarquía o República. Pero, con ser definitoria la opción por la Monarquía, merece destacarse también el alcance político del adjetivo con que se la califica, porque es justamente el Parlamento al que la Constitución encomienda la representación del pueblo español, el eje institucional del nuevo Estado.La adopción de la Monarquía parlamentaria, término sin tradición en nuestra historia constitucional, no resuelve una mera cuestión de denominaciones, sino que encierra en sí misma la voluntad de los constituyentes de establecer una Monarquía democrática, del corte de las que rigen en los tres países escandinavos -aunque, en sentido riguroso, sólo sea parlamentaria la de Dinamarca- y en Bélgica. Tal voluntad, expresa en el artículo primero de la Constitución, queda ratificada en el resto del articulado, que no confiere al Rey ni un solo poder limitador de las competencias de las Cortes Generales.

Ni siquiera la facultad típica de las monarquías constitucionales de denegar la sanción regia a las leyes emanadas del Parlamento ha sido atribuida al Rey en la Constitución española, cuyo artículo 91 establece imperativamente que «el Rey sancionará en el plazo de quince días las leyes aprobadas por las Cortes Generales y las promulgará y ordenará su inmediata publicación». Tampoco ha sido conferida al Monarca la posibilidad de someter directamente a consulta popular determinados temas. El Rey sólo convocará el referéndum -artículo 92.2- «mediante propuesta del presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados».

La Constitución, que personifica la Monarquía en don Juan Carlos I de Borbón, «legítimo heredero de la dinastía histórica», sitúa, pues, el centro de gravedad de la vida política española en las Cortes Generales, mientras que las facultades atribuidas al Rey sólo le permiten, por lo general, formalizar decisiones ajenas. Queda poco llena de contenidos concretos la potestad asignada al Rey de arbitrar y moderar «el funcionamiento regular de las instituciones», la más importante, junto a la de ser «símbolo» de la unidad y permanencia de Estado y corresponderle el mando supremo de las Fuerzas Armadas.

Uno de los escasos márgenes de iniciativa política que la Constitución atribuye al Rey es el de proponer al Congreso de los Diputados el candidato a presidente del Gobierno, «previa consulta con los representantes designados por los políticos con representación parlamentaria». Pero sólo si el candidato real obtiene la confianza de la Cámara el Monarca le nombrará presidente. Si pasados dos meses desde la primera votación de investidura ninguno de los sucesivos candidatos hubiere obtenido esta confianza, el Rey disolverá las Cámaras y convocará elecciones, con el refrendo del presidente del Congreso.

El carácter parlamentario de la Monarquía que diseña la Constitución se apoya, por lo demás, en un sistema bicameral, integrado por el Congreso de los Diputados y el Senado, que, aparte de su potestad colegisladora y de control del Gobierno, se reunirán en sesión conjunta para ejercer las competencias no legislativas atribuidas a las Cortes Generales en materia de sucesión en la Corona, matrimonios regios, inhabilitación del Rey, regencia y tutela, toma de juramento Y autorización al Monarca para declarar la guerra y hacer la paz.

Entre las notas negativas, a la luz del propio texto constitucional, de la regulación de la Corona, merece destacarse la discriminación de la mujer en el orden sucesorio establecido en el artículo 57, que contradice el principio de igualdad de sexos sentado en el artículo 14. Asimismo, resulta contrario al derecho del hombre y la mujer a contraer matrimonio, consagrado en el artículo 32, el precepto, de rancio y anacrónico sabor, contenido en el número 4 del artículo 57: «Aquellas personas que teniendo derecho a la sucesión en el trono contrajeron matrimonio contra la expresa prohibición del Rey y de las Cortes Generales quedarán excluidas en la sucesión a la Corona por sí y sus descendientes.»

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