No es Cánovas quien quiere
Ex diputado y ex director de ABC republicano
Los adversarios, por, la derecha, de Adolfo Suárez han sospechado que va a producirse su destitución, después que el señor Fernández Miranda ha roto el prudente silencio que venía guardando desde que ayudó a designar al actual jefe del Gobierno. Es lógico que ese importante sector de la sociedad española, acostumbrado a la dedocracia, piense que basta un fuerte golpe de tos en las faldas de las alturas para que se derrumbe, como castillo de naipes, el artilugio democrático pacientemente construido para consolidar la restauración monárquica. El simple carraspeo del último presidente de las Cortes franquistas no da derecho a pensar que va a encontrarse ,en él un nuevo Eduardo Dato. Ese proceso de intención a quien hace más daño es al sistema que dicen defender. Naturalmente que la irrupción destemplada en el ruedo político de un personaje tan cauto y sagaz como el ilustre jurista y altísimo profesor asturiano motiva las suspicacias de los que dicen: «Este huevo quiere sal».
Ahora bien, Adolfo Suárez, «l'homme á abattre», cuenta en su haber con dos años de hábil canovismo, que lo sitúa como pieza clave en el tablero todavía muy movedizo de un régimen que parece viable en cuanto piense en español y actúe, en escandinavo. Por eso, no es Cánovas quien quiere, como lo prueban las desilusiones de algunos ex ministros que se habían preparado para representar el papel y, pese a sus grandes bagajes culturales, perdieron el tren en marcha. Suárez, que probablemente estudió menos la partitura para ser el restaurador, con su política de consenso, ha llevado al compromiso a las amplias fuerzas de izquierda y proletarias, tradicionalmente republicanas.
A mi juicio, ése es el éxito del primer ministro y de sus tecnócratas acompañantes. La democracia española o pasa por el Partido Socialista o se queda en la antesala. Si las derechas piensan otra cosa y «malabarean» insólitas «combinazzione», aran en el mar. Aunque no he sido ni soy socialista, el sentido político nos dice que las cosas son lo que son y no lo que nos gustaría que fueren.
Si cuando don Juan Carlos de Borbón accedió a la Jefatura del Estado el PSOE -y, por qué no decirlo, el PCE- no hubieran aceptado una actitud realista, conformándose con lo que entonces no eran sino incipientes promesas, la Monarquía sería hoy una continuación franquista por la gracia de Dios, como soñaban los príncipes que creían que todo había quedado atado y bien atado.
Pese a los oropeles bien ganados por el joven régimen, los partidos socialistas, el PCE y las sindicales obreras sirvieron de caución a la democracia recién nacida. Los que vivíamos en el extranjero vimos el impacto que producían en el exteíior los viajes y las intervenciones de Felipe González, de Tierno Galván, de Santiago Carrillo y de algunos otros personajes de menor eco. Tanto en Europa como en América se recibía con simpatía la nueva Monarquía e inspiraba confianza, porque eran los demócratas de la oposición al. franquismo quienes la apoyaban con mayor entusiasmo.
Esto lo han visto claro Suárez y sus amigos, y cerca de El Pardo, donde dicen que hubo el pacto que la historia bautizó con su nombre, se llevó a cabo el de la Moncloa, naturalmente que con las enormes diferencias de lugar y tiempo, y de la calidad de los protagonistas.
No trato aquí de mostrarme defensor del señor Suárez, de quien nada espero y que tampoco conozco, pero me parece útil recordar ciertas verdades en un país como el nuestro, donde a la gente le cuesta trabajo acostumbrarse al juego democrático y fundamenta sus análisis políticos en la omnipotencia de lo que creen ser el origen del poder. Porque es evidente que la idea que más de una vez expresó Manuel Azaña, de que con la mitad más uno de los votos del Parlamento se podíay debía gobernar, es tan irreal como un discurso de juegos florales, pero sí se gobierna con una fuerza relativa y el consenso de la Oposición, como es ahora el caso.
El mayor dislate del régimen recién estrenado sería suscitar una política de derechas que arrinconara a un partido como el nuevo PSOE, que tiene la virtud de ponerle claveles rojos en las tumbas de sus jefes históricos y se guarda mucho de imitarlos en los hechos.
Que Suárez o Felipe González nos gusten, o nos disgusten, en de terminados fenómenos concretos de la andadura de nuestro tiempo, es otro cantar, pero, aparte de los que cultivan el catastrofismo por tradición, el pueblo español puede darse por contento si este binomio consigue llevar a buen puerto nuestra democracia, la única capaz de consolidar el régimen que, según parece, es el que quiere España.
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