Ayer se casaron Carolina de Mónaco y Philippe Junot
El «matrimonio de amor», según la prensa del corazón de toda la Europa circundante, se consumó ayer, a las 11.30 horas de la mañana en la capilla del palacio de Rainiero III y Grace Kelly, príncipes de Mónaco, un Estado de juguete, de menos de dos kilómetros cuadrados de superficie, paraíso de jugadores de casino, de capitales trashumantes, de bandidos chic, de testas sin corona.
Su alteza serenísima, la princesa Carolina Luisa Margarita de Mónaco, filósofa en período de estudios, veintiún años de edad, le juró amor y obediencia, es decir, le dijo «sí», según el protocolo de 1882, a Philippe Junot, 39 años, dedicado a negocios bancarios internacionales. Los monegascos, o la mayoría, fueron convidados a un festejillo popular hace tres días. Las ceremonias civil y religiosa fueron prefaciadas por un baile en el que participaron ochocientas personas, escogidas entre las gentes de mundo que frecuentan el Principado o comulgan con sus negocios y delicias. Pero sólo medio centenar de «privilegiados» asistieron a la consumación religiosa del evento: Ava Gardner, Frank Sinatra, Gary Grant, los amigos que dejó mamá en Hollywood cuando hace veintidós años también le dijo «sí» al príncipe Rainiero, figuraban al lado de los Saboya italianos, de los condes de Barcelona y de los familiares más cercanos a los príncipes y a los Junot franceses, de los que papá es consejero de la alcaldía de París, al lado del gaullista Jacques Chirac.
Los periodistas no fueron admitidos en el recinto de los regocijos, pero estaba presente la imaginación de las comadres, el desenfado de los lenguaraces, el chorreo intermitente de los chismosos, y las almas tiernas todo lo han sabido o sonado, poco más o menos. Y estaban presentes los recuerdos de soltera que ha dejado esta delicia de niña en este París de sus noches locas, incontables, inefables, buenas.
«Qué respiro para los padres haber colocado a una niña así», suspiraba en la mañana de ayer un monegasco. La cosa no ha sido fácil, en efecto: «Hace dos años, los padres aspiraban al príncipe Charles de Inglaterra, pero, claro, como la chica ha vivido tanto, los reyes no quieren saber nada.». ¿La vida?...
Hace poco más de un año, a medianoche, en Chez Regine, una de las dos capillas parisienses del follón a base de Chanel, de Dior y, por lo demás, nada, como se verá: Carolina en la pista con sus dos homosexuales, de profesión bailarines, y dos parejas de lesbianas que también visten a la hora del acompañamiento, y en la mesa el «hombre bueno», el prudente, ya con sus añitos a la espalda, de representante de papá, por si ocurre cualquier estropicio. Y en la barra; y en las escaleras que conducen al retrete, y disimulados en todos los rincones de la sala oscura, los guardaespaldas de turno. La niña baila como dios, suda, ordena sonriendo, bebe, orina llegado el momento, atusa sus encantos ante el espejo y a vivir, simplemente, sin más. Terminada la soirée, el «hombre bueno» dirige el cortejo hasta Chez Castel, el otro antro de encanallamiento de las gentes «bien», y he aquí que un buen día Carolina se da de bruces con Philippe Junot, con el que ayer legalizó su situación.
A estas horas, su alteza serenísima, la princesa Carolina, o habrá embarcado o lo hará pronto en el yate familiar para disfrutar, como otro cualquiera, en serio, de una luna de miel bien merecida. Después, la aprendiz de filósofa, Carolina, además de seguir viviendo, no tendrá más que esperar la herencia de este Estado de Mónaco, sin paralelo en el planeta.
He aquí algunos puntos de referencia sobre el principado de la familia Grimaldi: los croupier del casino, cuyo sueldo asciende a unas 150.000 pesetas mensuales, se reparten a finales de año unos cuantos millones de pesetas procedentes de las propinas que les ofrecen los jugadores.
Pero los ingresos más interesantes del principado, a pesar de la ruleta, proceden de la industria: las conservas, la construcción, el electrodoméstico, la química y los cosméticos han instalado sus fábricas en esta tierra bendita sin apenas fiscalidad. Los trabajadores son casi todos extranjeros: de los 11.000 empleados en la industria monegasca, 8.000 son franceses y los demás italianos, pero todos ellos viven más allá de las fronteras de este país de opereta. Ser monegasco, en casa de los Grimaldi, es como haber nacido con un diploma, por lo menos de perito agrícola. Los terrenos, en Mónaco, son más caros que en los Campos Elíseos de París: unas 300.000 pesetas el metro cuadrado. Mónaco es el país que da cabida al Partido Socialista más enano: sus miembros no llegan a diez. La libertad de prensa es total, pero cuando un artículo no es simpático para los Grimaldi, los empleados del palacio recorren muy de mañana todos los kioscos y compran el periódico malo.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.