Cuestiones marxistas
Ahora que se ha puesto de moda la crítica marxista al propio marxismo, que los partidos políticos de izquierda reconsideran sus etiquetas semánticas y que algunos jóvenes románticos se preguntan en qué consiste ya la «revolución», estimo que puede ser oportuno una cierta consideración sobre el aspecto saludable de los movimientos de autocrítica.Comencemos con un previo ejercicio de recapitulación y de divulgación. Cuando alguien se autodenomina marxista, ¿qué es exactamente lo que quiere significar? Digamos que, en primera instancia, lo siguiente: para muchos, ser marxista equivale a no ser «idealista» ni «ideológico», sino «materialista» y «científico». Ser marxista consiste en asumir un método de análisis social cuyas líneas maestras fueron planteadas por Carlos Marx. Como todo el mundo sabe, la originalidad de Marx en relación con Hegel consiste en rechazar el aparato idealista: la historia no es la autorrealización de la Idea, sino la construcción de la negatividad humana como resultado de las contradicciones entre hombre y naturaleza y entre hombre y hombre. A Marx no le interesa ya ninguna idea abstracta -ni siquiera la idea moral de «hombre», que sería siempre «ideológica»-, sino comprender las leyes que determinan la existencia concreta de los seres que viven en sociedad. Si de lo que se trata es de transformar el mundo, y no de interpretarlo, ello es así en la medida en que el hombre, animal transformante, se define no en relación consigo mismo, sino en relación con los demás; no en el discurso idealista, sino en el trabajo productivo. Escribe Marx: «Así como no se puede juzgar a un individuo por lo que éste piense de sí mismo, tampoco se puede juzgar a una época sobre la base de su propia conciencia; hay que explicar más bien esta conciencia por las contradicciones de la vida material, por el conflicto entre las fuerzas sociales y las relaciones de producción.»
Marx plantea un nuevo campo de problematicidad / racionalidad. El llamado materialismo histórico (expresión que, por cierto, sólo utilizó Engels) define este nuevo campo en función de los modos de producción y de la lucha de clases. La escisión entre lo particular y lo universal sólo puede superarse con el advenimiento de la sociedad sin clases y a través de la abolición de la división del trabajo, una división que está en el meollo de la sociedad burguesa. Precisamente el origen de las clases sociales habría que encontrarlo en esa división del trabajo y en el reparto desigual de los productos del mismo. Cuando un grupo humano consigue un excedente de producción respecto al consumo, aparece una lucha por apoderarse de este excedente. En esta lucha, que es lucha por el poder, se encuentra el origen de la lucha de clases a lo largo de la historia y de acuerdo con los respectivos sistemas de producción. El proletariado sería la última de las clases sociales oprimidas, y al llegar el comunismo se cumpliría la sentencia de Saint Simon: el gobierno de los hombres reemplazado por la administración de las cosas.
En resumen: no es el modelo de sociedad ideal lo que preocupa a Marx, sino una explicación racional del fenómeno de la explotación del hombre por el hombre. Y la explicación «científica» discurre por el famoso camino de la concepción materialista de la historia (lucha de clases) previo el esclarecimiento del «misterio de la plusvalía» (sobretrabajo del obrero no remunerado: un concepto que se inspira en Ricardo, que fue el gran predecesor de Marx en la formulación de una teoría económica del valor fundada en el trabajo). Dentro del proceso crítico de la cultura occidental, Marx plantea de este modo un nuevo campo de racionalidad correlativo de un nuevo método de análisis social. Marx proporciona a la sociología del saber la mayoría de sus conceptos clave: el concepto y crítica de las ideologías (racionalizaciones al servicio de intereses sociales); el concepto de «falsa conciencia» (pensamiento enajenado respecto a la realidad del pensante); el «fetichismo de la mercancía», origen de la cosificación; la dialéctica infra estructura / superestructura, correlación entre actos humanos y pensamientos humanos, etcétera.
Ahora bien, una cosa es el marxismo como método de análisis social y otra el marxismo como concepción del mundo y como sistema totalizador. Y aquí es donde, corno es sabido, el marxismo tiende a convertirse en un cuerpo extraño y rígido, escolástico y cerrado. Recordemos las innumerables discusiones sobre cuál podía ser el criterio genuinamente marxista para distinguir entre infraestructura y supe restructura. En la época estalinista, incluso el arte, la ciencia y el lenguaje se consideraron como entidades superestructurales al servicio de intereses de clase. Por esto pudo hablarse de un arte burgués contrapuesto a un arte proletario (el famoso realismo socialista) e incluso de una ciencia burguesa contrapuesta a una ciencia socialista. El partido y los políticos lo condicionaban todo. Lo cual, hasta cierto punto, era comprensible. Cuando la realidad se identifica con la realidad histórica y social, el banco de pruebas de la verdad está en la historia y en la política. Por esto decía Gramsci que «tutto e político», y también que «la adhesión o no adhesión de las masas a una ideología es el modo como se verifica la racionalidad e historicidad de los modos de pensar». Muy bien. ¿Pero cómo decidir a qué se adhieren las masas? La solución estalinista es conocida y dispone de venerables precedentes: extra ecclesia non est salus. También es conocida la consecuencia de esta actitud: inquisición, depuración, intolerancia, absolutismo. En 1963 Robert Haveman, en nombre de una «dialéctica sin dogma», tuvo que rehabilitar nada menos que la mecánica cuántica, el principio de indeterminación y la cibernética, que todo ello había sido condenado en nombre de la ortodoxia del partido.
Bien es verdad que los partidarios de una línea dura pueden alegar que el marxismo reducido a puro método corre el riesgo de reincidir en un clima de racionalismo liberal, con todos los mitos de la pequeña burguesía, que, en cierto modo, vuelven a impregnar a la cultura proletaria. A lo cual hay que replicar que sin un caldo de cultivo de libertad, cualquier método crítico termina (en el mejor de los casos) en una escolástica pueril y anquilosada. Y aquí conviene deshacer un importante equívoco a propósito de la famosa distinción entre libertades formales y libertades reales. Se ha dicho que las llamadas libertades formales pertenecen a la superestructura y están al servicio de la contrarrevolución, ignorándose la profunda relación que existe, por ejemplo, entre la organización de la información y la organización de la sociedad. Como lo ha hecho notar Edgar Morin, sólo si se profundiza en la paradójica necesidad de mantener los antagonismos de ideas, precisamente para superar los antagonismos de clase, podrá algún día establecerse un socialismo pluralista y autotransformante, con una idea más revolucionaria y menos panfletaria de la misma revolución.
En resolución. Uno estima que la fidelidad al marxismo como método impide hacer profesión de fe marxista. Uno piensa que el marxismo como método tendría que alimentarse de sus mismas paradojas para seguir su camino crítico y abrirse progresivamente a la lucidez. Paradojas no faltan. La relación entre individuo y sociedad es una relación dialéctica; pero para pensar esta relación tenemos que partir ya de esta misma relación. La tesis de que el sentido es inmanente a la praxis tropieza con su mismo enunciado. La distinción entre lo científico y lo ideológico se establece, por definición, partiendo de los propios prejuicios ideológicos. El analista social trata de comprender la cultura mediante categorías que proceden ya de esta misma cultura. Pero todas estas paradojas pueden estimular el proceso crítico en vez de conducir a cortarlas por lo sano mediante dogmas de fe.
Por otra parte, nuestra sociedad es mucho más sofisticada de la que analizara Marx. Si cada época viene definida por un campo de problematicidad, el problema de hoy estriba precisamente en la misma multiplicidad, pluralismo, de los problemas. Todo lo cual es el resultado de la creciente complejidad del modelo social posindustrial, en donde el concepto de ideología ha sufrido su correspondiente desgaste: a menudo lo que defiende los intereses de una clase dominante ataca los intereses de otra clase dominante. Hay un pluralismo de clases dominantes y una multiplicación de «intereses», sólo una parte de los cuales son estrictamente económicos. Es obvio que el marxismo escolástico ha subestimado el valor de lo «imaginario», del ensueño y del deseo.
Concluyendo. Precisamente porque la metodología de Marx ha sido incorporada ya al torrente circulatorio de las ideas vivas (todos somos hoy más o menos marxistas -o, mejor, «marxianos»-, del mismo modo que somos freudianos, einstenianos o estructuralistas) estimamos que es un síntoma muy saludable la actual tendencia al pluralismo marxista e, incluso, a prescindir de la autodemarcación marxista, a descargarse de las connotaciones místicas del adjetivo «marxista». Estimamos que es saludable asumir el marxismo como método y rechazar el marxismo como sistema: desentenderse de la dogmática y conceder un margen para el azar y la imaginación, la perplejidad y la crítica. A fin de cuentas, los métodos que se mantienen vivos lo hacen a través de un peculiar proceso de autoinmolación que es el proceso crítico de la cultura.
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