Crítica a una crítica del eurocomunismo
Profesor de la Universidad Complutense
Ernest Mandel es uno de los grandes teóricos marxistas de la actualidad. Esto lo reconocen hasta sus adversarios jurados y es punto de partida obligado para toda crítica de sus posturas. Posturas que hay que discutir, pues entrañan más de un error.
La reciente publicación de un artículo suyo en este diario (EL PAIS, 11 /4/78) y, sobre todo, la de su libro, Crítica del eurocomunismo (Ed. Fontamara, Barcelona, 1978) plantean una serie de interrogantes en los que es menester escarbar, para común beneficio de las fuer zas de izquierda, ancladas en viejos y nuevos dogmatismos, ufanas de sabérselas todas.
Es ciertamente difícil no empezar con el reconocimiento de la corrección de las tesis centrales de Mande¡ acerca de la naturaleza del Estado burgués y el previsible desenlace de las luchas de clase que se dan en su seno. Cualquiera que se diga marxista tiene que estar de acuerdo en que el enemigo de la trasformación socialista no son exclusivamente los grandes monopolios, sino la burguesía -los propietarios de los medios de producción más sus apoderados y mandatarios- en su conjunto; en que el aparato de Estado garantiza la dominación de esa clase y se opondrá resueltamente, sobre todo por me dio de su aparato represivo, a cualquier intento de marcha resuelta hacia el socialismo; en que no es posible sorprender por la astucia a la burguesía y a su Estado para que asientan, sin saberlo, a la terminación de su dominación de clases. Si pues, la trasformación socialista implica necesariamente un encuentro frontal e irrenunciable como dice Mandel, la única salida sensata es prepararlo, pese a todas sus dificultades, y no hundir la cabeza en vaporosas teorías que niegan la realidad.
También es posible, aun cuando aquí las zonas de sombra sean bastante más amplias, estar de acuerdo con Mandel en que la sociedad de transición, poscapitalista, debe ser un régimen que mejore significativamente la condición humana, es decir, que garantice un alto nivel de vida y, al tiempo, mantenga y amplíe las conquistas democráticas de los trabajadores. La democracia obrera, basada en los consejos, será un régimen cien, mil veces más democrático que cualquiera de las democracis burguesas.
Sin embargo, el razonamiento aquí es ya menos evidente, pues, por el momento, nada de eso existe. Los países llamados socialistas conocen una terrible dictadura sobre el proletariado, y los obreros europeos y norteamericanos no encuentran en ellos ninguna justificación para luchar, hasta la muerte si fuera menester, por la puesta en pie de una sociedad distinta de la que conocen. Hoy no hay un modelo concreto de socialismo democrático que atraiga a los trabajadores de los países capitalistas.
Por otra parte, desde hace cuarenta años -1936- los consejos obreros no se han dado de forma generalizada en ningún país capitalista, si hablamos con propiedad. Sólo el inmediatismo revolucionario puede ver consejos obreros en los comités de fábrica italianos y en las comisiones de trabajadores y moradores portuguesas, o embriones de los mismos en los actuales comités de empresa, surgidos de las elecciones sindicales, en España Se han dado -en algunos casos- formas embrionarias de autoorganización, cuya dinámica, de haber proseguido, apuntaba hacia lo consejos de la crisis europea de 1917 a 1923. Pero no ha habido nada comparable a los soviets de 1917 o, por no decir tanto, a los de 1905 en Rusia.
Más aún, toda la experiencia histórica señala que, hasta el momento, esos consejos, incluso allí donde tomaron el poder, no han conseguido transformarse en organismos estables. No es que sea imposible. Algunos deseamos y pensamos que la meta de Mandel es tan correcta como factible. Pero nada se gana con ocultar que se trata de expectativas sólo muy parcialmente susceptibles de defenderse con datos reales.
Pero Ernest Mandel no es solamente un teórico. Es también un conocido político, miembro del Secretariado Unificado de la IV Internacional, fundada por Trotsky en 1938. Una organización, es claro, que dista mucho de ser un factor significativo en la política contemporánea. Confrontados con esta realidad, los seguidores de Mandel dan una respuesta canónica: un partido revolucionario sólo puede convertirse en mayoritario cuando la lucha de clases llega a su culminación. Hay mucho de exacto en ello, pero una cosa es aceptar el razonamiento general y otra distinta creer que en una fase de crisis necesariamente rápida, grupos con tan pocas relaciones orgánicas con la clase obrera puedan desempeña el papel de los bolcheviques en 1917. Aun en los peores momentos los lazos de éstos con las masas eran muy superiores a los que hoy tiene la IV Internacional.
Esto, en sí, no es un problema, pues puede superarse. La cuestión estriba en que esa superación va a ser difícil si continúan las deficiencias políticas que acusan los escritos de Mandel, quien opera -ha operado hasta la fecha- con un modelo excesivamente inmediatista de la lucha de clases en el momento presente. Ese modelo de color y credibilidad a las observaciones de principio sobre la naturaleza del Estado burgués o pretende hacerlo. Para Mandel, la lucha de clases está hoy en una fase aguda en la que se ponen a la orden del día fenómenos de doble poder o, por decirlo en términos más generales, crisis pre o revolucionarias, especialmente en Europa meridional. Pero Mandel no tiene en cuenta que, entre la paz social de los años cincuenta y sesenta y esas crisis caben fases intermedias, en las que las clases miden por un tiempo sus fuerzas, antes de lanzarse a una lucha abierta. Es decir, no tiene en cuenta precisamente el tipo de crisis concreta que se está dando en Europa, especialmente en Europa meridional, desde 1068, con altos y bajos. Según Mandel, mayo del 68 habría abierto así una fase de ascenso impetuoso e ininterrumpido de las masas populares que habría de dar lugar a serias. convulsiones sociales en Francia, Italia, España y Portugal. Con la excepción del verano de 1975 en Portugal, nada de eso ha pasado. El caso más espectacular haya sido, tal vez, el de España, donde, por diversas razones, los trabajadores han preferido, hasta la fecha, una mezcla de conquistas democráticas y austeridad, propiciada también por los grandes partidos obreros, a tomar el camino de la prueba de fuerza. Más aún, la reciente derrota electoral de la izquierda francesa parece indicar que la posibilidad de crisis prerrevolucionarias es hoy menor que hace dos años.
El problema de Mandel y sus seguidores es que, en la práctica, su esquema inmediatista les impide contestar de forma creíble a situaciones como éstas, de una crisis creciente que no acaba de adoptar aún formas radicales, que puede prolongarse por varios años. Ese no saber no se debe a falta de inteligencia o de imaginación; es reflejo de su incapacidad para comprender los sutiles lazos por los que se ejerce la dominación burguesa en los regímenes democráticos.
Un ejemplo es el modo en que habla Mandel del Parlamento. De la apreciación de que es una institución típicamente burguesa, destinada a recortar, no a ampliar y garantizar los derechos de los trabajadores, deduce con rapidez suma, en su crítica a los dirigentes eurocomunistas, que éstos «en ningún momento ponen de relieve el Conflicto tendencial y, a la larga, irreconciliable entre las instituciones representativas de la democracia indirecta y las manifestaciones e instituciones múltiples de la democracia directa» (p. 220). Las consecuencias de crítica semejante -especialmente cuando se hace sobre el telón de fondo de la existencia de una crisis rampante- pueden dar pábulo a un peligroso antiparlamentarismo. Si la fase por la que atraviesa la lucha de clases no es -como en realidad no lo es- tan grave como para que las masas hayan puesto en pie su alternativa al parlamento, ¿quién capitalizará la «desconfianza» respecto al mismo? ¿Esas masas populares? Que se nos permita el beneficio de la duda.
A lo que ha de añadirse aún una cuestión de principio. ¿Por qué habrían de suprimir los consejos obreros, en un régimen de socialismo democrático, instituciones como el Parlamento, representativas de la sociedad entera, cuando esos consejos son, por naturaleza, representantes tan sólo de una parte de la sociedad, aunque sea la inmensamente mayoritaria?
Otro tanto puede decirse de la desafortunada formulación mandeliana respecto del sufragio universal. Es un grave error decir que, para el futuro Estado obrero, ésta es «una cuestión táctica, no una cuestión de principios» (p. 225), ¡Qué no se nos venga con citas de autoridad! Si tal es la postura de Lenin, en el marxismo revolucionario que Mandel reivindica ha habido otras, notablemente la de Rosa Luxemburgo, para quien el sufragio universal es conquista irrenunciable de los trabajadores.
Esta incomprensión de las relaciones entre democracia y marcha hacia el socialismo no sólo es un error teórico; tiene también serias consecuencias prácticas que se dejan notar hoy mismo. Si no se toma en serio la democracia indirecta de hoy, si no se convierte uno en su más esforzado defensor, ¿cómo convencer a los demás de que se está por la democracia obrera mañana? ¿Qué garantizará que todas esas libertades -pluralismo de partidos políticos, libertad de expresión de todas las corrientes ideológicas, políticas y culturales, etcétera- que Mandel, razonablemente, declara inseparables del socialismo no queden, como hasta ahora, en agua de borrajas? Con sus formulaciones se presta un flanco a todos aquellos que piensan que socialismo y libertad son incompatibles. Las correctísimas críticas de principio al eurocomunismo seguirán dando tan pocos réditos políticos como hasta el presente, si no se tienen en cuenta todas las dimensiones, socialistas y democráticas, de la pregunta sempiterna: ¿qué hacer?
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