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Reportaje:Personajes insólitos: la cara oculta de Ia ciudad / 2

Consuelo López, la úItima violetera, y el "yogui" de Puerta de Hierro

Faltan espacios verdes, luego faltan floristas. ¿Qué va a suceder cuando Consuelo se retire?Por una clara afinidad vocacional, Consuelo López, violetera desde hace cincuenta años, suele ejercer su oficio en el paseo de Rosales. La antigua relación entre las flores y el amor, que ella descubrió por puro instinto, la ha llevado a ofrecer las suyas en la terraza que las parejas conocen como «el túnel de los enamorados». No tiene ningún inconveniente en aceptar la competencia eventual de los rosales, ni la tenacidad de los geranios próximos. Le bastan, para ganar la partida, su cesta y su delantal. Desde hace cincuenta años.

Pero la aventura de Consuelo, hija de florista, no es una odisea aislada: es la historia de las floristas de fin de siglo, aquellas mujeres de seda y colorete que estaban en los cuplés y en las películas eróticas de estudiantes y bailarinas. El milagro de Consuelo, la última florista cuyos productos no parecen juguetes de plástico ni fríos vegetales de invernadero, empieza en dos fidelidades: ha sido leal a sus violetas y a sus esquinas.

Tres meses cada año

La preferencia de Consuelo por las violetas es un asunto que ella misma nunca se explicó muy bien. Quizá se sintió atraída por su perfume contenido, que jamás ha dejado de sugerir una suerte de embrujo, y por su delicadeza; como se sabe, la violeta es una flor que ha nacido enferma, no hay más que verle el color. Antiguamente, sólo podía conseguirlas tres meses cada año, y ella dedicaba el tiempo restante a los claveles rojos. Ahora se han invertido las proporciones, aun que Consuelo, en la abundancia y en la escasez, ha procurado acomodarlas cuidadosamente en la cesta, como si tuviera que protegerlas de su debilidad. El, caso es que en ese momento siempre se ha vislumbrado detrás de sus gafas de concha un brillo fácilmente comparable a la ternura.

Desde sus primeros tiempos como violetera, Consuelo guardó una absoluta lealtad a sus esquinas, si bien nunca fue una florista inmóvil. En todas sus épocas tuvo algo de maceta y algo de velero. Cuando el tiempo no permite el amor en Rosales, se muda a Serrano, con la esperanza de que Jaime de Mora o cualquiera de sus otros clientes fijos pasen por allí con una solapa vacante. En abril, le sobreviene un instinto migratorio, y se marcha a la feria de Sevilla con sus cestas y sus aromas. Cuentan que alguna aristocrática familia sevillana la recibe en casa como a una hermana más.

No se tienen noticias de que Consuelo haya pensado en retirarse. Sigue pasándose los días al pie de la flor; no importa si nieva o llueve. Sus hijos, Paco y Enrique, están muy preocupados porque en los últimos tiempos sufre algunos achaques, que ahora la tienen en cama. Ya se la está echando de menos en Serrano, entre Goya y Ortega y Gasset.

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Alguien dijo «son cosas de la edad: estará a punto de cumplir los veintemil jardines ... ».

El yogui

El pensador solitario, alias el yogui, ha venido acampando durante los últimos años en el pinar situado entre la Escuela de Ingenieros de Caminos y la que era facultad de Filosofía y Letras; decidió equidistar de las ciencias y de las letras con la segura intención de vivir en el punto medio, donde los filósofos han creído encontrar la virtud, el equilibrio y la Unión de Centro Democrático.

Sus moradas filosofales son varias zanjas: una principal y otras dos o tres secundarias. Sus orientaciones responden a las costumbres del viento: en una se está a cubierto del aire serrano; en otra, del viento del sur, y en una tercera, de las miradas de extraños. Es, pues, el yogui un personaje telúrico y firme, una especie de almuedén rezagado en la marcha verde con la que acabaron los Reyes Católicos. Tiene una presencia bíblica: parece decidido a entregar las tablas de la Ley. Su barba, larga y encanecida, promete un pasado intenso, y su musculatura, ajustada como la de un corredor de pista, confirma una dieta de mendicante. En los días de sol viste un taparrabos de lienzo y está poseído de un sosiego místico: entonces es un encantador de serpientes o el último discípulo del Mahatma Gandhi.

Comer y hacer el amor

En los momentos de máxima intensidad solar resulta peligroso acercarse a él. Suele aprovechar los para amontonar en un baldosín, y con ayuda de un rústico rallador hecho con una lata de sardinas, flinaduras de castaña y otros fru tos secos, que luego aspira en un gesto de suprema complacencia. Si alguien se le acerca entonces, se alza de las profundidades, abre los brazos y dice: «¡Alto ahí! Estáis a punto de cometer un pe cado de lesa humanidad. ¿Acaso no sabéis que hay dos momentos cumbre en los que no se puede perturbar la paz del hombre? ¿Acaso ignoráis que el hombre no debe ser molestado cuando come y cuando hace el amor? Deteneos.» La maniobra disuasoria que despliega no es el anuncio de una agresión inmediata, sino un farol para impresionar al enemigo. Si no tiene éxito, el yogui pone en marcha el plan «B», que consiste en aceptar conversación. Su primer argumento suele ser un refuerzo de su teoría sobre los momentos supremos. «En cierta ocasión alguien visitó a un amigo mío que acababa de almorzar, y le dio la noticia de que su señora estaba poniéndole los cuernos con un vecino: los azares de la noticia se sumaron a los digestivos, y mí amigo murió de u.na congestión. » Y, a partir de ahí, se puede hablar con él de desengaños, que es un modo seguro de intimar.

Así puede saberse que el yogui solitario es un vegetariano convencido: ama la sopa de cebolla, y odia el solomillo a la plancha con la misma pasión. Si todos los consumidores fueran corno él, los agricultores españoles carecerían de problemas. Es como una reforma agraria de un solo hombre.

Alérgico a los astronautas

El yogui supone, a pesar de su soledad, un modelo de convivencia. Solamente demuestra hostilidad hacia un tema de conversación, o más exactamente hacia unos ciudadanos: los astronautas: «Hacia los mal llamados astronautas, porque hasta ahora no pasan de ser lunautas», dice. Se confiesa autodidacta, seguramente sin reparar que decir eso en el pinar de la Universidad supone, casi, iniciar una revolución cultural. En otros tiempos atravesó una crisis de supervivencia, provocada por los enfrentamientos de policías y estudiantes, que amenazaban su territorio y su digestión. Entonces hizo lo que algunos ex ministros: retirarse a Puerta de Hierro, donde se le ha visto hace unos meses.

Del yogui, como de la Luna antes de la invasión de los lunautas, sólo se ha conocido una cara: acampa amparado en la luz del día, quizá porque ha llegado a establecer un grado de simbiosis con el sol, igual que las plantas: él venera y el sol alumbra.

Al anochecer inicia la retirada: se viste con ropas indudablemente adquiridas en el Rastro, y procedentes de la batalla de Saigón. Coge el petate, se pone en marcha y desaparece en las profundidades de la boca de Metro de Argüelles.

Como un Vulcano que vuelve de excursión.

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