Democracia o manejo
Secretario de la Unión Sindical de Trabajadores de la Administración (USO) de Madrid
Si algún sentido tiene la palabra «funcionario» es el de ser un profesional estable de la Administración pública. Estabilidad y profesionalidad garantizan un eficaz servicio público del pueblo que lo paga (y, cuando el servicio es malo, el pueblo lo «paga» doblemente).
No que la Administración ideal sea «apolítica». Todo lo contrario. ¿Cómo podría no ser política la Administración de un Estado? La Administración es pública. Todos y cada uno de los vicios del funcionariado, desde las novelas de Galdós y los caciquismos más ancestrales, hasta los Matesas y otras muchísima s malas hierbas (que, por cierto, apenas nadie se apresura a arrancar), todos esos vicios y subversiones de la función pública incluyen como causa y/o efecto el hecho de que tal función ha sido privatizada.
La puesta de lo público al servicio de intereses privados no es una corrupción que tenga que ver solamente con ejemplos de concesiones arbitrarias a grupos económicos, con recomendaciones y manipulación de oposiciones y cátedras, con trucos fiscales y demás carroñas a que estamos acostumbrados los españoles desde que el mundo es mundo (y no sólo, pero también, desde hace cuarenta años de país-finca).
Poner lo público al servicio de intereses privados es también un mal susceptible de presentarse en todas las flamantes democracias pluralistas bajo otra nueva forma (insólita para los habituados a regímenes de «partido único»). Esta forma es la de la privatización que ejercen los grupos políticos, sobre todo cuando gobiernan, y también cuando todavía no pueden gobernar y tratan de ir ganando terreno.
En estos casos hay que recordar de nuevo que la Administración pública es una tarea de Estado, gestionada por un Gobierno. Pero nunca puede convertirse, sin la proporcional subversión, en una especie de «urbanización privada» al servicio del Gobierno, ni en el solar donde se va a afincar la Oposición para edificarse un confort futuro.
La historia parece mostrar que estas distinciones son -en la práctica- difíciles de asimilar para muchos «animales políticos». Y quizá se deba también a esto la relativa abundancia de hombres de gobierno en comparación con los «hombres de Estado».
En la actual situación española, parece evidente que el deseo de mantener el poder por muy delicados vericuetos debería reforzar para los «hombres de gobierno» la común tentación de mantenerse apoyados en un control, lo más firme posible, de la Administración.
Para comprobar si se está cediendo en este punto, sería barato cotilleo el recorrer anécdotas (por muy sugerentes y simbólicas que aparezcan) o dichos y comentarios como los muy recientes del ministro de Obras Públicas y Urbanismo sobre las posiciones, crecientemente firmes, de hombres fieles a UCD en puestos de la Administración pública.
Un camino mucho más sólido es contemplar la gran política que el Gobierno está adoptando en materias como la de la democratización real del funcionamiento de la Administración. Si esta política es más restrictiva que en los demás ámbitos del país, parece obvio deducir una clara voluntad gubernamental de mantener muy controlado y embridado a un sector tan importante.
Pieza clave es aquí la libertad sindical en la Administración civil y -en estos momentos muy en particular- el tema de sus elecciones sindicales. Los «trabajadores públicos» asisten de momento pasivamente al proceso electoral de sus compañeros «privados». Estas elecciones no son para ellos. Los incompletos derechos de que gozan provienen de un apresurado decreto de junio 77, con el que apenas se pudo maquillar el rostro viejo de España en una reunión de la OIT, que trataba específicamente del sindicalismo en la Administración de los Estados.
Ahora se recibe en oficinas de la función pública a representantes de las centrales sindicales. De cara a un tardío decreto que regule los derechos de participación sindical en la Administración, se baraja ante nosotros un concepto tan escalofriante como el de sistema de representación «paritaria». Genial eufemismo que expresa una estructura «representativa» donde una parte de los comités sería elegida y otra designada. El fantasma vertical rompe el sueño de un horizonte recién nacido.
La falta de sensibilidad para lo público y de Estado, a que aludíamos, se transparenta incluso en el hecho tan extraño de que se dialogue sobre este proyecto a nivel de secretario de Estado con las centrales respaldadas por partidos parlamentarios firmantes del pacto de la Moncloa y a niveles inferiores con las demás centrales. O se trama algo entre políticos para ahora y para luego o, sin tramar, se crea la apariencia, lo cual es error aún mayor.
Los trabajadores de la Administración se hallan en situación maltratada. Desprovistos de serios aficientes profesionales y de formación permanente. Miles de hombres y mujeres cuyos contratos se renuevan anual o incluso semestralmente, temiendo la siempre le.gal rescisión, sin «antigüedad» alguna, pero haciendo lo mismo años y años. Casi todas las travesuras que la mismísima dictadura ha prohibido a sus empresarios se las ha permitido a sí misma la Administración contra sus propios trabajadores.
Entretanto, líderes activos de asociaciones profesionales que responden a la definición de los sindicatos amarillos y «apolíticos» se encuentran en puestos públicos, barajando para la Administración hipótesis normativas que, de nuevo, el Gobierno no se atreve a lanzar para el trabajador «corriente».
Se comprenderá que, desde una central sindical, que sigue existiendo por su pública voluntad de no ser «correa» de transmisión de nadie, se vean con asombro indicios de que en la Administración se quiera consolidar una especie de «cigüeñal» al servicio del partido gobernante.
Presentando a «UCD en marcha», el ministro de Obras Públicas y Urbanismo parece haber pedido la ayuda de la izquierda para luchar contra el caciquismo. Con mucho gusto se la prestaremos. Y comenzamos diciendo: denlocracia, sí. Comités «paritarios», no.
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