_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El uso de la inteligencia

Por Empecemos por lo más importante. Siempre he creído que dentro de las épocas históricas y de amplísimos grupos humanos, los hombres están aproximadamente dotados de los mismos recursos intelectuales. Es decir, que si en cualquier país europeo o en general mediterráneo, o derivado de éstos, en cualquier momento de la historia de los últimos 2.000 ó 2.500 años, se hubiesen hecho test y mediciones de inteligencia los resultados estadísticos no habrían mostrado grandes diferencias. Dicho con otras palabras, que las dotes intelectuales del hombre histórico no varían ni han variado mucho. Y, sin embargo, las diferencias individuales de la inteligencia son enormes; y, lo que es más, las distancias que separan la inteligencia real de unos y otros países, o de diversas épocas en el mismo país, son igualmente inmensas. Hay lugares y momentos en que la inteligencia florece casi milagrosamente y con asombrosa frecuencia; hay otros en qué la estupidez parece enseñorearse de grandes porciones de humanidad.Si esto es así, habrá que pensar que no se trata de las dotes intelectuales, poco variables, sino del uso de la inteligencia, de lo que el hombre hace -o no hace- con esas dotes de que naturalmente está provisto. De la biología y la sicología habría que volver los ojos a la sociología, la moral y la historia.

La inteligencia no es cuestión de aparatos -aunque, por supuesto, los necesita-; una vez dados, consiste en la apertura a la realidad, en la holgura que le permite penetrar en el hombre y reflejarse, en la presión de los proyectos auténticos sobre las cosas. Por eso la inteligencia tiene raíces morales, de ellas se nutre, y -cuando la vida se falsifica y convierte en farsa de sí misma, automáticamente deja de ser inteligente. Esto explica el hecho, apa rentemente inverosímil y siempre tan penoso, de los hembres que solían ser inteligentes y dejan de serlo, antes de que la edad im ponga una decadencia en los re cursos o aparatos. ¿Cómo es posible -se pregunta uno- que este hombre, tan brillantemente dotado, que hasta tal época ha blaba o escribía con talento, cuyos escritos contribuían a aclarar las cosas, haya dejado tan radicalmente de ejercer esa función y utilice sus aparatos para enturbiar las aguas más claras?

Hay unos cuantos motivos que hacen que se deje de usar adecuadamente la inteligencia. En algunas situaciones, los estímulos para ello son demasiado fuertes o insistentes, y el fenómeno se generaliza: se pasa de una crisis individual a una social; cuando se prolonga, se desemboca en una decadencia histórica. No creo que estemos todavía en esta última fase; pero el peligro es evi dente, y temo que estamos ya muy avanzados en el estadio preparatorio.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

El mayor peligro es la confianza. El hombre bien dotado, cuyos resortes mentales funcionan con prontitud y frecuente acierto, se confia: cree que es inteligente. Y nadie lo es de manera segura y automática. El error nos acecha; es menester un constante esfuerzo para no caer en él; las ocurrencias suelen traicionarnos, y hay que someterlas a la prueba de la crítica; hay que contrastar en todo momento nuestras ideas con la realidad, y no hay que llamar ideas a nuestros humores, o nuestros deseos, o los tópicos que corren como cantos rodados. El «inteligente» que deja de estar alerta está en permanente riesgo de estupidez.

El segundo peligro es el rencor. El descontento de sí mismo, incapaz al mismo tiempo de modestia, vuelve co ntra los demás y contra la realidad entera el malhumor que su propio espectáculo le produce. Entonces se cierra contra lo real; su afán es descalificarlo, negarlo, destruirlo; lo encubre con el pretexto de que hay que « transformarlo ». Se dirá que esa transformación es necesaria y conveniente. Sí, sin duda, pero como todo se transforma aunque no queramos, y aunque quisiéramos que no se transformase el «transformismo» universal y a ultranza resulta sospechoso. La primera función de la inteligencia es ver la realidad, entendería, comprenderla en su efectivas conexiones. De esa visión, si es efectivamente tal, se siguen las transformaciones fecundas, creadoras, que parten de lo real para potenciarlo. Pero el que inmediata v automáticainente quiere transformarlo «todo» no pierde el tiempo en enterarse y utiliza su «inteligencia» como una maza o, si es meno fuerte como un instrumento para embadurnar las paredes.Un tercer factor que induce el desuso de la inteligencia es el miedo: al propio pasado, a la descalificación de los «calificadores» vigentes, a decir algo que «suene mal» o «no se lleve». E tristísimo el espectáculo de hombres habitualmenteinteligentes, qye han dado pruebas sobradas de tener excelente cabeza y saber usarla, qué ahora no se atreven. Se advierten las vacilaciones que sufren, y que se reflejan hasta en su estilo literario. Se ve que antes de hablar o escribir miran alrededor para ver si aquello que han empezado a pensar está autorizado. Es la fuerza de todas las inquisiciones, que cuentan con los servicios de sus victimas: los que deberían simplemente resistirse, se convierten en sus dóciles «familiares». La red se extiende entonces, de manera casi espontánea, y cada vez se cierra más y es más opresora. Y las más peligrosas son, por eso mismo, las inquisiciones difusas, no institucionales (aunque tengan un núcleo- institucional poco visible y que suele ser negado),« que el timorato siente a su alrededor en todas partes, incluso donde no actúan, donde por azar no están.

Una forma particularme nte sutil de evitación del uso de la inteligencia es el resentimiento. El hombre que es lo bastante inteligente para comprender que no lo es de verdad, capaz de distinguir de calidades lo suficiente para darse cuenta de que la suya es inferior, seguro de que loque escribe no quedará, si es modesto y tiene verdadera vocación intelectual goza del ejercicio de la inteligencia, de la propia y de la ajena, allí donde la encuentra y cualquiera que sea su nivel. Pero si es soberbio y le falta la vocacion, si no encuentra complacencia en la inteligencia misma, sino en sus consecuencias utilitarias, se llena de resentimiento y se vuelve contra la inteligencia mis ma, a la que finge despreciar.

A veces, este reentimiento va más allá de lo estrictamente individual y afecta a una forma de inteligencia, tal vez a una disciplina entera. A lo largo de la historia se han producido diversas oleadas de negación de la filosofía, cuando han tenido densidad suficiente el número de sus cultivadores incapaces de alcanzarla. Sería iluminador estudiar varias épocas a la luz de esta idea; por lo general suceden a un tiempo de esplendor filosófico, en que el prestigio de la filosofía ha ejercido su atracción sobre los, que no eran capaces de entrar efectivamente en ella, los que no lograban hacer su experiencia real. La reacción no se hace esperar, en forma de detracción de la filosofía, o en otra forma -más remuneradora- de suplantación de ella por cualquier otra cosa. Estamos en el centro de uno de estos períodos, y de ello tendré que hablar en detalle otro día.

Me interesaba aqui mencionar esta inversión del uso de la inteligencia, porque representa la transición hacia las formas sociales y no meramente. individuales. Hay un momento. en que los estímulos que he nombrado, y tal vez otros, convergen y se condensan de tal modo qué condicionan una sociedad entera -o incluso un grupo de sociedades en presencia y mutuas relaciones, -como las que constituyen el mundo actual- . Entonces, instituciones enteras empiezan a volver la espalda a la inteligencia, se decreta su desuso: periódicos, revistas, editoriales, universidades, todo el sistema de enseñanza, las formas, sociales del arte, la literatura, el cine, tal vez los Estados, van entrando en esa órbita donde se gestan esos fenómenos históricos que se llaman decadencias.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_