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Desilusión colectiva

Se palpa desilusión en el ambiente. Hay preocupación, intranquilidad, zozobra, escalofríos de pesimismo. Hay un malhumor generalizado. Y, sobre todo, se advierte una progresiva pérdida de ilusión.

Estamos en un duro pasaje de nuestra existencia colectiva, con problemas tan variados como graves. Pero quizá lo más preocupante de todo sea, precisamente, esa falta de ilusión común a los malhumorados, a los crispados de diverso matiz, a los agobiados por la coyuntura, a los maléficamente poseídos por la seguridad de un desenlace desagradable e incluso a los que se siguen comportando con la desenvoltura de la «ciudad alegre y confiada».

Cuando aparecen síntomas de hundimiento anímico general no se pueden dejar pasar los días. Por el simple transcurso del tiempo un país no avanza: envejece. Es decir, va muriendo. En la persona, morir es una inexorable e igualadora realidad. Pero la persona puede envejecer sin irse destruyendo. Puede morir en la plenitud terrenal de su riqueza. Y si no es así, sólo ella está radicalmente afectada. En cambio, la vejez predicable de una sociedad —la que amenaza a la nuestra— no tiene contrapartida de valor.

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Si se entiende la libertad humana, la confianza no puede ponerse en las estructuras, sino en las personas, en la acción creadora que brota de su libertad. Pero importa mucho el ambiente en el que las personas han de desenvolverse: no es lo mismo actuar en medio de un renacer de la esperanza —colaborando con él— que sufrir una epidemia de desazón. El tema es, precisamente, que hemos de superar una depresión colectiva en lugar de aceptarla y realimentarla. Para ello, sin embargo, no cabe ahorrarse el mal trago de inquirir las causas del desfallecimiento.

¿Qué sucede, que el país tiene la moral por los suelos? ¿Qué sucede, que la lírica del alumbramiento democrático no sólo no logra entusiasmar, sino que se escucha con creciente escepticismo? Su cede que, tras la moderada euforia del tránsito relativamente pacifico a un sistema nuevo, el hombre de la calle no recibe de ese sistema los frutos que esperaba, tal vez con excesiva candidez. Porque esperaba —eso lo prometieron todos— mayor libertad y mayor justicia, pero sin deterioros de lo conseguido en el plano del bienestar. Sin embargo, el bienestar se ha erosionado seriamente por circunstancias exteriores y por incapacidades internas. Además, se ha confundido la libertad con el capricho, la democracia con la anarquía mansa, la plenitud de la ciudadanía con el desbordamiento insolidario del individualismo, la reconciliación con una titubeante indulgencia ante el crimen, la habilidad con el funambulismo político y hasta el espíritu liberal con el reblandecimiento cerebral y la falta de claridad criteriológica. Y así se ha perdido la seguridad de que el país tiene futuro en línea de progreso.

Por otra parte, el país lleva mucho tiempo sometido a un tenaz bombardeo —ahora intensificado— de exaltación de la pura materia, del consumismo más simple y de la más burda metalización. ¿Es de extrañar que se venga abajo después de unos meses de despreocupación, cuando, la inflación aniquila el ir tirando con alegría?

Es difícil así una movilización general para el esfuerzo que permitiría remontar el mal momento. Pero la movilización se convierte de difícil en imposible si no hay nadie que movilice. Pienso que por instinto colectivo de supervivencia, el país está dispuesto a reaccionar. Ahora bien, si no tenemos dirigentes, esa disposición se desperdiciará, transitaremos en pocos días del «aquí no pasa nada» al «esto es un desastre», se desvanecerá del todo la esperanza de salir a flote juntos y asistiremos a un caótico « sálvese-quien pueda »

Y ¿tenemos dirigentes apropiados, que se hagan cargo de la situación con todos sus factores? Lo dudo mucho. Salvo excepciones que no interesan a nuestros efectos (porque se trata de políticos dedicados al análisis general. pero sin posibilidades o capacidades para dirigir), aquí sólo se ve un montón de personajes, por regla general extemporáneos (es decir, fuera del momento histórico), que actúan y discuten incesantemente en el ámbito de la conquista del Poder, pero sin saber para qué y cómo utilizarlo en beneficio de la sociedad. No hace falta insistir sobre este tema, remachado, en estas páginas, desde el mismo día de las elecciones. Ya se ha convertido en tópico lamentar que no se gobierne y denunciar el peligro de disociación entre el pueblo y el Gobierno o el Parlamento. No hay tal peligro: se trata de una realidad. El peligro consiste únicamente en que la distancia entre la España «real» y la «oficial» sea mayor que durante la época pasada. Por de pronto, ahora mismo, mientras la España «real» se va desfondando, la «oficial» insiste en recitar la cantinela de que todo marcha bien y de que la democracia se consolida. Debe tratarse de una democracia gaseosa, que flota por encima del país y del Estado.

Lo que sucede no tiene nada que ver con un aguacero y no es cosa de esperar quietos a que escampe. Se impone poner manos a la obra. Urge devolver al país la seguridad en que, con esfuerzo, hay futuro de progreso. Urge cortar la difusión de la nostalgia, siempre negativa, por deprimente, aunque no acarree consecuencias visibles. Urge evitar que bastante gente se plantee cambiar su derecho a votar equis veces al año por un mejor funcionamiento de la cosa pública. Urge dar satisfacción a un pueblo que no comprende cómo sus políticos no llegan a un acuerdo para un Gobierno efectivo y, al mismo tiempo, declaran cada día ser conscientes de la grave situación. Urge la defensa rotunda de unas líneas maestras del Estado al servicio de la sociedad. Y urge la defensa ética de la convivencia civil: insisto en que la democracia necesita no sólo más policía, sino el extenso arraigo de valores morales que fundamentan el respeto mutuo, la transigencia, el sacrificio cívico, la honestidad, la aceptación de las reglas de juego y mil imprescindibles ingredientes más nuevo modo de vida en común que hemos elegido.

Volvemos a lo anterior: ¿cómo andamos de patrones para navegar con buen rumbo en esas urgencias? Mal, francamente mal. Apenas digamos nada de los ámbitos gubernamentales que casi todo está repetidamente dicho y lo que queda no es para un inciso. Ahí está el señor Suárez, con imagen sobrada, el 15 de junio, para movilizar varios millones de votantes, Pero las imágenes cambian mucho e incluso se disipan. Y, sobre todo, no bastan. Sin embargo, mirando a la «alternativa de poder», a la «opción de Gobierno», o a la izquierda en su conjunto significativo, yo no experimento ningún alivio.

¿Acaso carece la izquierda de líderes movilizadores? No, los tiene, pero su capacidad de galvanizar se circunscribe a dos sectores de la población: uno, simplemente ideologizado sin experiencia; otro, más entusiasmado para la acción y que existe como fruto de innegables injusticias y errores, pero que no va a levantarse de su estado por mecanismos de desquite. Y éstos son los que se ofrecen. Porque la moderación televisiva —social demócrata en el señor González o eurocomunista en el señor Carrillo— no se correspondió con la campaña directa en muchos pueblos y barrios ni atravesó Despeñaperros hacia abajo.

Consciente o inconscientemente, la mayoría de los líderes de izquierda están apresados en la dialéctica del agravio comparativo. Quiero decir con esto que, a pesar de la moderación de sus modales en público, en sus comportamientos ante la clientela y en sus contenidos, la izquierda se atiene a la lucha de clases en versión original de Marx y Lenin, con algunos complementos igualmente clásicos. Salvo ignorancia supina sobre los resultados históricos de semejante programa, resulta difícil experimentar ante él una oleada del optimismo.

En resumen: de nuestros actuales «dirigentes», algunos cultivan a sabiendas el único ardor social visible, que es el de quienes esperan la revancha. Otros, por inanidad mental e insolvencia política, coadyuvan con los anteriores mediante una «política» de bamboleos. Unos terceros se empeñan en predicar la tranquilidad, atribuyendo a simple inexperiencia democrática lo que es producto de inmadurez congénita. Parece que una gran marea viva nos ha situado velozmente en la pleamar de la insensatez.

Habrá quien diga que juego o que caigo en el catastrofismo cuando más falta hace —según mi propio análisis— inyectar al país grandes dosis de optimismo. Pero no es así. Primero, porque aquí sólo juegan al catastrofismo los que no cumplen con su deber, los que nos chantajean con la catástrofe y los que nos aproximan a ella, Segundo, porque el optimismo no es la autoceguera del avestruz. Tercero; porque, pese a todo, cabe abrigar esperanza: hay muchos buenos trabajadores en todos los ámbitos; hay en el pueblo, si no entusiasmo, si el deseo de sobrevivir y de progresar; y tiene que haber nuevos dirigentes. No pretendidos genios ni menos aún mesías. Sencillamente líderes, carentes de compromisos y de intereses creados. Y con la oportunidad de convocar pronto, sin favorables imágenes publicitarias, pero también sin campañas de desprestigios, a quienes están ansiosos por recobrar la ilusión desvanecida.

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