Un toro excepcional salvó del fracaso a los "victorinos"
Al minuto de empezar la corrida ya habíamos visto con el capote más que el día anterior, de bonitos buendías y finos astros de la tauromaquia. Ocurrió que, de salida, Ruiz Miguel se embraguetó con el victorino, le ganó terreno en una serie de verónicas recias, y remató con media superior. Luego haría un buen quite por chicuelinas. ¡Y no quiera saberse cómo era el victorino! Un pavo de abrigo, grande y serio, con una carota que ya sólo ella infundía respeto; aparatoso cornalón y astifiño. Tomó una buena vara, pero luego fue a menos, se quitó el palo con feo estilo y acabó reservón y avisado.En estas circunstancias planteó la faena Ruiz Miguel en el mismísimo centro del ruedo. Fue, naturalmente, una faena sin exquisiteces y angustiosa. La cornada se veía venir. El torero de San Fernando, valentísimo, robaba pases a cambio de derrotes, tanto más peligrosos en los remates, pues el victorino se revolvía en un palmo de terreno. El público vibraba con esta faena, que tenía toda la importancia que se deriva de la pelea entre un toro con sentido y un torero de valor y recursos. Y la vibración se hizo delirio cuando, ¡al fin!, Ruiz Miguel consiguió meter en la muleta al victorino y ligar cuatro derechazos hondos, que aún remató con el de pecho, de cabeza a rabo. Ese era el fruto a su torería y ahí estaba el triunfo, que sólo faltaba por refrendar con la estocada.
Plaza de Bilbao
Cuarta corrida de feria. Toros de Victorino Martín, muy bien presentados, que cumplieron en los caballos, pero difíciles y con mala clase los cinco primeros. Para el sexto, que dio excepcional juego, se pidió por aclamación la vuelta al ruedo.Ruiz Miguel: Pinchazo, media perpendicular y seis descabellos (vuelta). Bajonazo y tres descabellos (silencio). José Luis Galloso: pinchazo, estocada baja que asoma y rueda de peones (aplausos). Pinchazo bajo (pitos). Currillo: pinchazo bajo atravesadísimo, rueda de peones, dos pinchazos más, media atravesada y descabello (silencio). Cinco pinchazos echándose fuera, espadazo que queda enebrado en el morrillo y tres descabellos (bronca y lluvia de almohadillas). Llovió torrencialmente, por lo que se aplazó media hora el comienzo de la corrida.
Pero de nuevo se produjo el sempiterno error porque quiso prolongar una faena que había terminado ya, y a la salida del segundo pase llegó lo que se venía temiendo: la cogida, aparatosa, en la que el toro alargó el cuello, prendió por un muslo al diestro y lo volteó, lanzándole lejos. No hubo herida, afortunadamente, mas el porrazo fue tremendo y Ruiz Miguel quedó conmociona do unos instantes. Cuando se recuperó, entró a matar, y lo hizo mal. Pero la hombrada tuvo su justo premio: el público, en pie estalló en una gran ovación y le hizo dar la vuelta al ruedo. Los restantes victorinos (a excepción del sexto, del que ya hablaremos) fueron malos. Bien presentados, eso sí, y casi todos metieron la cabeza con fijeza en los caballos Sin embargo, en el último tercio quedaban probones, medían las embestidas, acometían al paso, se revolvían con genio. Galloso aguantó, con entereza, peligrosísimas coladas del segundo. El tercero pareció manejable en unas pocas arrancadas, pero como Currillo le dudaba, acabó imposible. Al cuarto, que se quedaba corto y tiraba gañafones, Ruiz Miguel le trasteó con habilidad, hasta someterlo, y logró adornarse cogiéndole las astas. El quinto, un inválido de cabeza increíble, playero y cornipaso, con una distancia entre pitones que alcanzaría el metro, no tenía un pase, y Galloso lo aliñó.
Era una corrida de fracaso ganadero sonado, hasta que salió el sexto, cárdeno, precioso de lámina, bien armado, el cual acudía con alegría a los engaños; fijo en todos los cites; bravo con el caballo. Un toro de ensueño, de esos que meten la cabeza barriendo la arena con el morro. Un toro para catapultar a la fama a cualquier torero modesto, para recrear el arte si ese torero ya es figura consagrada. Se oyó una voz: «¡Currillo, o le cortas las orejas o te vas a casa!» Y, por lo que se vio, Currillo estaba deseando irse a casa. Demostró con ese toro de triunfo garantizado que no quiere ser torero. Sencillamente, no lo toreó: unos pases con la izquierda, movidos, cortando los viajes, y eso fue todo. Ni arrestos tuvo para matar. Pinchaba echándose fuera, con tanto descaro que una vez la espada quedó enebrada en el morrillo, casi, casi, perpendicular a la espina dorsal del toro. La gente, indignada, la emprendió a gritos y a almohadillazos contra Currillo, con toda justicia, porque es un verdadero crimen que un toro excepcional, como era aquel victorino, se quede sin torear. Por aclamación, se pidió la vuelta al ruedo para el toro, lo cual fue un remate glorioso, pero también afortunado, para el ganadero de Galapagar, el cual había venido a Bilbao con lo que taurinos llaman una tía, pero que era una mala tía: de esas arremangadas que te dan el disgusto en cuanto menos lo esperas.
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