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Reportaje:

Responsabilidades de la derecha y de la izquierda / y 2

En nuestra crítica de las derechas vamos a dirigirnos no a los vencedores de las elecciones del pasado día 15, sino a los que podemos considerar sus antecedentes históricos.El Centro congregado alrededor del Presidente Suárez es el heredero de la derecha liberal. Después de tantos años como han pasado desde 1923, sería imposible decir si propiamente de los conservadores o de los liberales, pues ahora da lo mismo. Esa derecha histórica quedó constituida en España al adoptar a lo largo del siglo XIX el parlamentarismo, pero adoptarlo no representó casi nunca la comprensión del nuevo fenómeno social que el aumento de población y el desarrollo de la industria convirtieron en un hecho innegable. La derecha no perdió nunca el miedo a las más tímidas reformas sociales. Ante los sindicatos y los partidos obreros carecían conservadores y liberales españoles de la comprensión y el interés que otros países, aun con regímenes militaristas como Alemania, mostraron oportunamente. Cierto que la Restauración en España abrió una era liberal, y a esa libertad se debe el innegable florecimiento cultural que comienza con Menéndez Pelayo y Giner de los Ríos y dura hasta 1936. Pero el país agrario y conservador subsistía apoyado en sus campesinos pobres y en sus obreros mal pagados, con servicio militar del que uno se podía eximir (aun en caso de guerra) a metálico, y con una industria que en sus defensas aduaneras buscaba el mismo privilegio estatal que los terratenientes tradicionales.

Mientras que en los países adelantados la lucha social y los pactos de Gobiernos y empresarios con los sindicatos imponían un reparto algo menos desequilibrado de los beneficios crecientes de la industrialización, en España una economía desequilibrada y atrasada acentuaba cada vez más, las tensiones sociales.

Los Gobiernos se encontraron repetidas veces, por ejemplo, con que el bandolerismo y el terrorismo en Andalucía no era sino la desesperación de los campesinos de una región abandonada por los propietarios absentistas y secularmente descapitalizada. Y en Cataluña el viejo terrorismo anarquista, combatido con las ejecuciones de Montjuich, terminó en la lucha del sindicato único contra el pistolerismo organizado por patronos y Gobiernos. Se acudía a la ley marcial en lugar de buscar soluciones económico-sociales que ya funcionaban en el mundo.

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Pero la derecha española que había aceptado las formas liberales de su siglo creía que podía sostener a la sombra de éstas sus privilegios. Una falta de fe en ellas y en el pueblo se compensaba con una estimación de la propia «listeza» para hacer de las leyes del parlamentarismo una apariencia y una burla. Cuando fue admitido el sufragio universal, la corrupción y el caciquismo lo desvirtuaron y anularon, y no faltaron críticos que señalaron que los partidos políticos eran cosa de ricos, que en el parlamento yernazgos y compadrazgos sustituían a la auténtica representación popular, que la gente no se sentía interesada en la política, que el oficio de político no atraía sino a los que se servían de él para defender sus intereses. En esa critica arraigó en definitiva la dictadura de Primo de Rivera que acabó con lo que benaventinamente se llamó, "el tinglado de la antigua farsa».

Pero tales males no eran exclusívos de la etapa política de la Restauración, sino que representaban las consecuencias de una actitud social por la cual las derechas, las clases posidentes, se consideraban dueñas del país y obligadas a reducir el juego de la política a una fantasmagoría teatral. Eran los dueños de servicios, terrenos, los especuladores, los que ahora llaman monopolistas, los que manejaban el tinglado del parlamentarismo, y ellos procuraron manejarlo igual durante la dictadura y durante la República. La era de Franco no hizo sino consolidar el dominio de esa derecha tenaz, implacable, decidida a no ceder nada. Franco fue dueño omnímodo del país, pero lo fue porque se entendía tácitamente con esa red de intereses.

Cabe la esperanza de que en un país más desarrollado, socialmente menos polarizado entre «ricos» y «pobres», las clases económicamente más fuertes y en cuyas manos está la gestión de la economía, quieran jugar en la política de veras, es decir, tomando en serio a otros facotres sociales y políticos, sin pretender con la vieja «listeza» burlar aspiraciones legítimas, perfectamente accesibles en nuestro siglo.

De la izquierda haremos menos críticas porque en la España anterior a la guerra civil tuvo muchas menos responsabilidades de gobierno. Recordemos, sin embargo, cómo en la España de los caciques y de los intereses creados la aparición de algunos concejales socialistas en los Ayuntamientos representaba un aire limpio y nuevo.

Por otra parte, acosadas por las derechas, las izquierdas terminaron por dejarse llevar de la ira y la desesperación. La revolución de 1934 y la formación del Frente Popular en 1936 son gestos de desesperación, como lo son la radicalización de Largo Caballero y de lasjuventudes socialistas (con Santiago Carrillo) en las vísperas de la guerra civil. Esa desesperación es un ingreJiente de la guerra civil que, junto a la conspiración y al apoyo que ésta halló en potencias extranjeras, no debe ser olvidado.

Pero ahora, en 1977, el tema de la izquierda no es el pasado, ya lejano, sino el de encontrar una actitud actual, precisando hasta dónde es revolucionaria.

La palabra revolución probablemente se ha gastado. Tal abuso se ha hecho de ella, que la gente se ha cansado. El «eurocomunismo» es una manera de acomodar a las masas creyentes en una forma de revolución a una manera que se espera más posible y efectiva de cambio social. Pues lo que está claro es que la dictadura, aun la revolucionaria, es el régimen político que cae sobre los pueblos que no pueden alcanzar un sistema más libre.

En el mundo occidental gana terreno una política social que consiste más bien en repartir los beneficios de la riqueza, que en quitar mediante una iniciativa concentrada en la burocracia estatal todo estímulo a la producción. En una estadística que se nos comunicaba en la televisión el otro día resultaba claro que el rendimiento del obrero en la República Democrática Alemana es bastante inferior al del de la Federal. No sé si habrá estadísticos que midan el rendimiento del gerente o del técnico en los dos países, pero parece por los resultados que también el rendimiento es mayor bajo el capitalismo.

No negaremos las ventajas que puede tener el comunismo: en escolarización, sanidad, vivienda de la gente de menos recursos, cultura y disciplina del pueblo, presenta a veces logros que se ejemplifican comparando China con la India o Cuba con Nicaragua. Pero esos éxitos se pagan en moneda de libertad, de cultura superior, de iniciativa y rendimiento, y la existencia de minorías disidentes en los países comunistas más adelantados (en Checoslovaquia, en Alemania oriental, en la misma Unión Soviética) está acusando cuán dura es la presión, todavía al cabo de muchos años de sistema, para lograr aquellos objetivos.

La victoria del Partido Socialista representa sin duda ahora en España el voto por un socialis.rno combinado con la libertad. Fuera de esta opción queda el eurocomunismo, que tiene ante sí la difícil tarea de intentar una operacion quirurgica sin anestesia. Las nacionalizaciones y expropiaciones que supone la postulada, « socialización » (es decir, estatización) de los bienes de producción resultaría enormemente difícil si no es por vía súbita, revolucionaria y con su séquito de terror. Si se da tiempo a discutir, a votar, a presentar proyectos de ley, no cabe duda que los presuntos perjudicados se apresurarán a exportar capitales, a conspirar y a defenderse como mejor puedan. La violencia parece inevitable. Una revolución indecisa y gradual llevó al desastre a Allende en Chile.

El socialismo de los países de régimen parlamentario presenta muchos matices bastante dife rentes: uno es el modelo laborista inglés, otro el de la socialdemo cracia alemana de Brandt y Schmidt, otro el francés de Miterrand, otro el de los suecos... En todos estos países las institucio nes parlamentarias, a veces, es cierto, con alguna inseguridad, mantienen siempre la opción so cialista como una entre varias, con avances y retrocesos, como resultado de una fecunda dialéctica política y social. Esa dialéctica es la que los votantes del 15 de junio parece que han querido afirmar en España. La ruptura de toda mutua vinculación entre los dos vencedores, centristas y socialistas, tendría por consecuencia polarizar la situación, lanzar a los dos bandos a su respectivo extremo, hacia la izquierda y hacia la derecha, lo que el elector evidentemente no ha querido. Los dos vencedores harían muy mal en sentirse separados por un abismo. Han quedado referidos el uno al otro, implicados en la tarea de darle a España, por fin, un régimen de razón, en que se escuchen los unos a los otros, y en el que cuando se planteen otra vez elecciones, la victoria de los otros, de los que no estén en el Poder, no se pueda anunciar como una amenaza y una catástrofe.

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