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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Prefacio político para una crisis económica

Hace algo más de un año me pareció de cierto interés dar cuerpo a la idea de integrar el esfuerzo de un conjunto de juristas y economistas españoles orientado a sentar las bases de una política económica de centro a corto y medio plazo. La convocatoria, formulada con carácter privado, encontró eco generoso en unos prestigiosos profesionales de la Economía y el Derecho con notoria experiencia en los ámbitos empresariales y administrativos (*) Hemos creído imprescindible para nuestros fines examinar con el suficiente rigor, tanto la realidad económica española como la posición de las tendencias políticas más cualificadas en la búsqueda de soluciones para re mediar una crisis tan profunda como la que padece nuestra sociedad. Coincidieron los prolegómenos de aquella labor con junta con la aparición de una obra -Programas económicos en la alternativa democrática, o el «libro morado», como ya se le conoce en los medios políticos-, en que se recogen los criterios de la denominada «Oposición democrática de izquierdas». Se facilitó así considerablemente la investigación emprendida, dado el notorio relieve de los diversos expositores, tanto en el orden personal como por el rango jerárquico que les asignan sus respectivos partidos. Obvio es señalar que aquella publicación, aun cuando no da noticia de todas las posturas izquierdistas en materia económica, ofrece un muestrario tan característico como el que ofrecen los portavoces de Izquierda Democrática (ID), el Partido Comunista de España (PCE), el Partido Socialista Obrero Español renovado (PSOEr), la Federación Social demócrata (FSD), el Partido Socialista Popular (PSP) y el Partido del Trabajo de España (PTE). Es obligado, sin embargo, hacer esta puntualización previa para no comprometer en modo alguno la opinión de otros partidos de izquierda cuando hayamos de aludir a los criterios de comunistas y socialistas a lo largo de nuestro análisis.Como tantas veces suele ocurrir, la atenta lectura de unos textos constituye el mejor «pretexto». para confrontar perspectivas y revisar el contenido de las propias ideas. De otro lado, nuestra intervención crítica no hace sino prolongar el deseo explícito de los partidos por franquear tin amplio debate en la «alternativa democrática». Máxime cuando el aluvión de problemas acumulados no afecta tan sólo a una situación económica cuyo carácter grave y perentorio es unánimemente reconocido, sino, y ante todo, al modelo mismo de sociedad que la ha desencadenado. No basta entonces con enfatizar los rasgos de una depresión aguda, con sus elevados índices de paro e inflación, su atonía productiva o sus déficit de balanza de pagos, sino prospectar sus causas y arbitrar los procedimientos de superación convenientes.

Este desplazamiento de los problemas desde sus efectos hacia sus causas, desde sus síntomas hacia sus terapias, se opera, además, al filo de la hipótesis de trabajo latente en todas las políticas económicas consideradas: la sincronía del nuevo sistema político. Y esto es un doble sentido. Si, por un lado, la ausencia de un modelo pertinente obligó durante el franquismo los inevitables cambios que requería el desarrollo de la sociedad, la alternativa democrática, por otro, nos sitúa frente a un sistema plural y heterogéneo: un sistema susceptible de redistribuir los poderes decisorios y de regular el equilibrio -siempre difícil e inestable- entre las instituciones y la constelación de fuerzas sociales en presencia; un sistema, en fin, más inibricado en el consorcio de relaciones y dependencias internacionales y más sujeto si cabe a las fluctuaciones del orden económico mundial.Y es que, en la medida que deseemos transferir nuestra democracia del plano político general al económico y al industrial en particular, resulta insuficiente describir la crisis española en los términos de una inflexión constitucional desde el régimen autoritario al representativo, desde la estructura monista del poder hacia la implantación de unas instituciones pluralistas de Gobierno. Sin adentrarnos en las distintas modalidades bajo las que este cambio se concibe, ni prejuzgar tampoco las posibilidades de su realización, lo cierto es que el logro de un sistema democrático no constituye tanto el término final de un proceso meramente jurídico o formalista -donde el cambio político se reduce a la normalización de unos casos más o menos desviados o retardatarios respecto de los modelos ideales (e idealizados) de los sistemas occidentales-, cuanto el punto de partida que pone a prueba la flexibilidad de una sociedad para reconocer sus conflictos y solventar sus diferencias mediante los legítimos procedimientos del sufragio universal. Sucede también aquí que los árboles nos impiden ver el bosque, y los avatares de la transición nos sustraen el problema fundamental: el de saber cómo es posible el funcionamiento de la democracia en España. Es evidente que no existe una respuesta unívoca al respecto, y que el sentido del interrogante no afecta sólo a su dimensión temporal o a las modalidades jurídicas del proceso. Su incertidumbre traspasa, incluso, las estrategias de los partidos en liza o los resultados del próximo desenlace electoral. Y no nos referimos, desde luego, a supuestos obstáculos derivados del carácter nacional, sino a las exigencias mismas de la democracia. Porque la democracia no resuelve de antemano ninguno de los problemas planteados, pero sí libera la indispensable energía social para poder enfrentarlos; no entraña respuesta definitiva alguna; pero sí permite vislumbrar, al menos, las posibles soluciones. Y aunque constituya un fin en sí misma -el fin ideal de un poder consentido- la democracia no consiste, en principio, más que en un simple método de trabajo, esto es, una estrategia de procedimientos para consultar e interpretar los intereses sociales. Se comprenderá entonces su carácter imprescindible, pero, sobre todo, la necesidad de que satisfaga in fieri la demanda social liberada, de que no deje incumplidas las expectativas en ella depositadas. Así las cosas, lo peor que le podría suceder a la democracia española es que terminara por disolverse en la «experiencia del desencanto», como agudamente se ha señalado; o que las elecciones, tan, inciertas a simple vista, acabaran por convertirse en la simulación pacífica y pública de un combate que se ha negociado tácitamente y cuyo final ha sido establecido por adelantado; o que amplios sectores del electorado no se reconociesen en las Cortes de julio, dando así al traste con toda expresión verosímil de las fuerzas políticas. Pues ni la naturaleza de las próximas elecciones invita sólo a ganarlas -o si se quiere, a fijar los porcentajes de vencedores y vencidos-, ni el carácter del futuro Parlamento, a dominarlo. Se trata, muy al con trario, de algo previo y más delicado: lograr las bases mínimas para un proyecto razonable de vida democrática. Habrá sin duda que entenderse a media voz cuando no se habla el mismo lenguaje, pero sin renunciar al pragmatismo saludable que exige elaborar una Constitución en la que, como suele decirse, «aunque nadie esté plenamente de acuerdo, todo el mundo la respete». En la capacidad para hacer «como si» todo el pasado quedara en sus penso -lo que ad libitum es siempre ilusorio- y «como si» se recomenzara una práctica política, radica el talento cívico de un país, y, en nuestro caso, quizá también la mejor ocasión histórica de construir un sistema político es pecífico, que ni tiene por qué reproducir viejos errores ni abandonarse a la repetición inerte de consabidos esquemas europeos. Aquí reside la verdadera apuesta de nuestra clase política, en sentido último de una estrategia política lograda: construir un sistema institucional que traduzca -aún y precisamente en sus desequilibrios- la correlación de fuerzas sociales; que tolere en sí mismo la alternativa electoral de diferentes programas de Gobier no; que evite, en fin, la amenaza de una Oposición rígida que ponga en duda periódicamente su propia existencia. Mucho nos tememos que esta hipótesis no esté destinada a verificarse por ahora, y que las intransigencias democráticas acaben por oblite rarla en todas sus formas. Aun así, el político no puede renunciar a sus dotes inventivas atisbando quizá que la historia no juzgará tanto la habilidad para desmon tar un régimen periclitado cuanto la capacidad para pergeñar un esbozo sugerente de sociedad.

Subrayar la importancia de la política como la escena adecuada donde se desarrollan los acontecimientos y donde se desenvuelven los distintos personajes de la crisis, supone otorgarle un cierto privilegio que, en ningún modo, nos atreveríamos a cuestionar. Pues. la política ha sido relegada entre nosotros a una actividad meramente retórica y superficial, degradada al orden de lo que carece de sentido y sustituida progresivamente por la simple administración de las cosas. Los imperativos de un orden público insondable y de la lógica económica del sistema constituían factores suficientes para legitimar la eficacia de la autoridad medida en términos del producto nacional bruto, de la renta por cabeza y de la desaparición de los conflictos sociales. Este pragmatismo a ultranza traducía la voluntad de todos los tecnócratas por construir una gigantesca organización estatal donde la armonía de las clases sociales garantizase la perfección funcional del sistema. En este sentido, el franquismo no hacía sino prolongar el movimiento que, en las sociedades industriales, desplaza progresivamente el centro del poder hacia el Estado: las decisiones no son ya objeto de diatribas políticas, sino que aparecen elaboradas por unas élites técnico-administrativas y sancionadas por el ejecutivo. El primado del discurso económico sobre la gestión pública de los problemas y el de los objetivos nacionales sobre los intereses partidistas garantizan la regulación del sistema, mediante la sublimación de la ideología, del conflicto y, en última instancia, de la política misma. Sin discutir aquí el alcance de esta gestión positivista de la sociedad -y que, en definitiva, no está tan lejos de quienes reducen la política al mundo de las sombras, del mero eco dialéctico del «desarrollo de las fuerzas productivas» o de «las relaciones sociales de producción»-, lo cierto es que el retorno de la política sobre sus do minios marca el declive (y la insuficiencia) de los principios del welfiare state para constituir ya un consensus social.

Si volvemos ahora sobre nuestras coordenadas, que no han sido precisamente las del «Estado del bienestar», preciso es reconocer que la política ha emergido con la virulencia y el desorden con el que retorna todo lo prohibido. Sus efectos más visibles lo constituye esa larga y fluctuante lista de partidos, que no es sino la consecuencia de la prohibición misma. Pero también, el síntoma de una grave disgregación social, de unas fracturas generacionales y morales que desvelan la ausencia de comunicación social y el congelamiento de una sociedad en las formulaciones ideológicas de siempre. Confiamos, sin embargo, en la gran vitalidad de nuestro pueblo: su ejemplar comportamiento en esta original experiencia reformadora de construir, partiendo de la autocracia, la convivencia política en libertad, exterioriza, en efecto, un compendio casi misterioso de excepcionales cualidades que, más por la vía del instinto que del raciocinio, trasluce una vitalidad nacional, no sólo tejida de hechos, sino de acontecimientos, como pide Zubiri a la persona humana; capaz de conseguir que la vida española tampoco consista en un simple ejercicio de actos, sino en el uso de sus potencias colectivas como pueblo.

(*) Desde entonces me he honrado en presidir inmerecidamente las numerosas sesiones de estudio celebradas con una periodicidad puntual, infrecuente, por desgracia, en los hábitos hispanos del quehacer común; y, aunque todos los demás componentes del equipo han puesto de relieve esfuerzo y competencia dignos del mayor elogio, nos ha parecido de justicia destacar, especialmente, en esta primera noticia pública de nuestro empeño, el trabajo infatigable desplegado por el economista Rafael: Martos, cuya juventud corre parejas con su talento.

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