El derecho de tachar y los diputados cuneros
Grupo AFEEn el siglo XIX era frecuente que cuando se suscitaba la elaboración de un proyecto de ley de gran significación, el Gobierno y los parlamentarios, siguiendo una costumbre británica, convocaban a los expertos existentes al margen de las instituciones oficiales para emitir su opinión y arrojar luz sobre el tema polémico que la posible disposición tratara de regular. A esto se le llamaba una «Información Parlamentaria». Se practicaba oralmente y por escrito y sus sesiones eran públicas. Este proceso era seguido por el país interesado, que así se enteraba paulatinamente de la marcha y dificultades del proyecto de ley, incidiendo en la medida que fuera posible, en el enderezamiento de su desviación, en el caso de que ésta se produjese. No hubiera sido mala una fórmula para arbitrar el contenido de la ley electoral que se negocia entre el Gobierno y los partidos que representan la llamada oposición democrática. Se hubiera transparentado así con mayor nitidez lo que se cuece en los cenáculos de la comisión de los nueve y lo que se cocina en los del Gobierno.
Por las cosas que se han filtrado uno piensa que existen varios riesgos de planteamiento, algunos de los cuales tal vez sea posible prevenir. El primero de ellos es, sin duda, el tomar el alumbramiento de la ley electoral como un mero negocio de entendimiento entre el Gobierno y los partidos de la Oposición. Todos estamos de acuerdo en la necesidad de asentar firmemente los partidos políticos, condición indispensable para el arraigo de la democracia, y sabemos que su consolidación ha de depender de su protagonismo en el proceso electoral. Pero a muchos nos inquieta que este afán provoque el olvido de un dato incontrovertible: en este momento de nuestra evolución política las cifras de electores afiliados a los partidos es muy pequeña en relación con los no militantes. Y la presencia de estos últimos en las operaciones preparatorias del texto legal que ha de regular los próximos comicios no está claramente garantizada. El Gobierno puede creer que él negocia los intereses de este amplio porcentaje de ciudadanos. Pero, en ese caso, tendría que buscar una manera de hacer efectivas la presentación y campaña electoral de candidatos independientes, teóricamente más en número que los listados por los partidos, los cuales no cuentan más allá de quinientos o seiscientos mil electores militantes, en una estimación indudablemente generosa. Los independientes, sin embargo, no parece que vayan a tener otra alternativa que colgarse de un partido si quieren contender en la arena electoral.
El segundo riesgo es el de las listas cerradas y bloqueadas. Esta fórmula, que resulta aceptable en un país con larga experiencia electoral y acostumbrado a la democracia, puede ser hostil a los intereses democráticos en una sociedad en tránsito hacia la plena libertad y empeñada en una aventura constituyente. La lista cerrada y bloqueada que la izquierda oficial propugna (¿con la complicidad del Gobierno?) constituye, de algún modo, una coacción al elector. Le impone una candidatura hermética de la que su sufragio no puede salir. No permite al votante, como tal vez prefiriera, construir su propia relación de candidatos, que puede pretender pluriideológica. En una etapa en que aún no se han decantado las grandes formaciones -hecho que debe suscitarse a lo largo de las constituyentes, pero no antes-, y cuando hay cerca de veinte millones de electores no afiliados a ninguna organización política, muchos votantes van a guiarse en sus opciones más que por los programas de los partidos por la credibilidad pública de las personas. Y éstas pueden militar, a la hora de su selección, en grupos de distinto signo ideológico, no siendo posible, por tanto, incluirlos en la misma papeleta de votación.
Añadamos a ello el deseo probable de muchos electores de trasladar a las cámaras el pluralismo político real, observado en su medio. Pensemos que para el ciudadano corriente pocos caminos más claros va a encontrar de realizarlo que reunir en su sufragio a candidatos de diferentes tendencias. Al autor de estas líneas no le gustaría renunciar, al menos, al derecho de tachar, en la candidatura que elija, a las personas que no le ofrezcan las garantías de honestidad y decencia personal que piensa postular en sus favoritos. Si esto le fuera vedado creería que sus opciones, al modo de «lo toma o lo deja», aunque fueran más amplias que en los cuarenta años anteriores, distaban mucho de ser todavía auténticamente libres.
El último riesgo señalable es la anunciada desaparición del requisito del arraigo en la circunscripción de la provincia para la elección de los miembros del Congreso. Es ésta tambien, a mi parecer, una pretensión de la izquierda oficial, que acaricia la posibilidad de presentar el mismo candidato por varias circunscripciones. El mecanismo es bueno para combatir lo que se llama «el caciquismo provincial», cuya pervivencia, al modo cotidiano, resulta hoy más que discutible. Yo diría que la fórmula es, sin embargo, más eficaz para crispar aún más la sensibilidad de las provincias y facilitar una nueva y singular versión de los diputados «cuneros». Sólo que en esta ocasión con la iniciativa no sólo del Ministerio de la Gobernación, sino también de las secretarías de los partidos de Oposición, capaces de incurrir en el centralismo más audaz con tal de acumular el máximo de escaños. ¿Han pensado los defensores de esta idea cómo puede ser recibida en las provincias? He oído decir, más de una vez, a muchos electores de mi provincia natal, Santander, que no estaban dispuestos a votar a nadie con la más leve mancha de madrileñismo en su imagen. Actitud lógica en un pueblo corno el mío, que ha padecido en la época del franquismo muchas representaciones en pura servidumbre a los resortes del poder central y en olvido frecuente de los intereses provinciales. ¿Quieren la ansiada democracia, el Gobierno de la reforma y los partidos de la Oposición ofrecer este perfil centralista en las provincias, configurando las candidaturas al margen del arraigo de las personas entre los que han de ser sus electores?
Me temo que si no puedo formar la candidatura más afín a mis convicciones, si tampoco puedo ejercer el derecho de tachar en la lista ofrecida a quien no me parezca aceptable y me obligan, por último, a votar en Santander a un vecino de Jaén, que puede tener acento canario, voy a caer en la tentación de la abstención y, conmigo, algunos ciudadanos más.
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