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Unamuno y los jóvenes de mi generación

Hace 42 años, el 21 de diciembre de 1934, cuando acababa de cumplir setenta, quedarse viudo y jubilarse, año y medio antes de la guerra civil, dos años antes de su muerte, publicó Unamuno, en el periódico Ahora, un artículo en que aparece sobrecogedoramente el sentido del tiempo. Del tiempo y de la vida que en él, a lo largo de la historia, se hace y se deshace.Recuerda Unamuno, volviendo los ojos atrás, el estudiante que, fue en Madrid, en la facultad de Filosofía y Letras, de los dieciséis a los veinte años, es decir, entre 1880 y 1884, y mira con los otros ojos, los de la imaginación, a lo que será 1980. Y la ocasión de esa distensión temporal de un siglo entero es el «Cruce de miradas» -título del artículo- con algún joven de su edad entonces, de la que don Miguel tenía cuando era sólo Miguel y estudiante en Madrid. Unos meses antes había conocido yo, precisamente de veinte años, a Unamuno, que en ese artículo pensaba en nosotros, los jóvenes de mi generación.

«Más de una vez me ha ocurrido -dice- cruzarme con algún joven estudioso, de dieciséis a veinte años, los que yo tenía -y sigo teniéndolos, más algunos más- en mi mocedad madrileña. Y él acaso se me queda mirando, no sé si pensando en cuando él llegará a mi edad, a los setenta; pero yo si que pienso, al cruzar con él la mirada, en cuando tuve su edad, y no digo sus años, por que éstos son suyos, como de mí los míos. Y no quiero ni puedo cambiarlos por otros. Y me voy soñando en él, en ese joven estudioso y recogido, y me voy diciendo: '¿Qué sociedad se encontrará haber contribuido a hacer de aquí a 46 años, hacia 1980?' Y me hundo en la contemplación -más que meditación- del misterio de la irreversibilidad del tiempo, ¿Misterio? No; claridad suma. Sólo que donde no hay más que luz es como si hubiese tinieblas.» Y Unamuno piensa casi indiscerniblemente en los dos jóvenes, el que él mismo fue y el que ve ahora; recuerda cómo era y se iba haciendo, y el revivir su pasado, enlazándolo con el del joven presente, lo lleva al futuro, a la adivinación o anticipación de lo que vendrá -o traeremos- «Y algunas veces -continúa- me he puesto a indagar, como pesquisa de policía secreta, la vida de alguno de los jóvenes que cruzan así sus miradas con la mía. Alguno he podido vislumbrar -basta verlo y ver cómo mira- que es, como yo era a su edad, un solitario, ni fu, ni fa, quiero decir, ni de FE, ni de FUE, ni de JAP, ni de JONS, ni de TYRE, ni de requeté, ni socialista, ni comunista. Ni anarquista, aunque tal vez anárquico. O mejor, autárquico. Que así era yo en aquel tiempo. No empotrado en masa. No disfrazando en una disciplina fajista -de batallón y de parada- una indisciplina íntima. No buscando esconder en la audacia colectiva la cobardía individual. Y mejor que individual, personal. Labrábame yo entonces, momento a momento, punto a punto, mi propia personalidad. Iba, labrando mi obra, que es mi persona de todos y para todos. No me adiestraba en el manejo de pistola ninguna, sino de la pluma.» Y evoca sus años infantiles entre acciones de guerra, oyendo estallar bombas.

Esta consideración histórica, el recuerdo del sitio de Bilbao por los carlistas, lo lleva a comparar los dos siglos: «¡Bendito siglo XIX, el napoleónico, el liberal! Estúpido le ha llamado alguien. ¿Quién sabe si en 1980 no se le llamará al siglo XX loco o energúmeno? En este siglo, que se anuncia antiliberal, antiindividualista, ¡qué absurdas individualidades -no personalidades- se alzan como exponentes de colectividades sin juicio! ¿Es que cabe nada más impersonal, más borroso, que ese pobre Führer, un deficiente mental y espiritual? ¿Cómo puede fascinar a una masa humana -no digo pueblo- un sujeto de tan escandalosa ramplonería?»

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La penetrante mirada de Unamuno no se dejó engañar. Mientras tantos europeos se entusiasmaban con Hitler y otros no muy distintos, y con lo que representaban, Unamuno daba, cuando apenas había alcanzado el poder, su mejor diagnóstico: deficiencia mental y espiritual, ramplonería. Y la evocación de Hitler hace que Unamuno se angustie por ese joven que tiene delante, que va a vivir «en su tiempo»: «El pobre muchacho de mi ejemplo, el que cruza conmigo ejemplares miradas, éste aquí, que acaso me sueña a redrotiempo como un espejo pasado, no sabe que yo le sueño, al mirarle como me mira, tiempo adelante, espejando una sociedad en que se haya disuelto la personalidad humana. Aunque esto es imposible. Y más en España.» Unamuno contempla «a los espíritus hacedores de historia, a las personalidades autárquicas, fuera de tiempo, en eternidad; no contemporáneos, sino coeternos.»

Y sigue preguntándose: «¿Y qué será de ese mozo aquí de mi ejemplo, que no es ni FE, ni FUE, ni JONS, ni JAP, sino que sueña, en hacerse a sí mismo, en íntima disciplina, discípulo y maestro de sí, mismo, escultor de su propia alma, que habría dicho nuestro Ganivet? ¿Tendrá que suicidarse como se suicidó éste? ¿O suicidarse intelectual y espiritualmente, que es peor?» Y Unamuno termina su artículo en vocativo, rompiendo el silencio de su meditación, hablando a ese joven por quien se angustia, intentando salvarlo de los demás y de sí mismo: «Y ahora mira tú, mi mozo, mi compañero; tú, que me miras, al cruzarnos, con mirada de inteligencia, defiende y guarda tu mocedad, tu juventud. Defiéndela contra esa falsa juventud colectiva, de coro, de comparsa y de parada; defiende tu personalidad. Y cuando nos volvamos a cruzar en la calle, sábete que te tiendo una mirada de ayuda y de socorro. Y para que mantengas en el cimiento de tu alma el sentimiento de la vida continua, de que te hablaré otra vez. » ¿Lo hizo alguna vez? Creo que no, que no llegó a hablar de ese sentimiento de la vida continua. Quizás adivinaba qué es lo que suele faltar a la juventud, y es el punto donde resulta más vulnerable. Unamuno vivió sus últimos años en la angustia de asistir a la gran falsificación. Y vivió todavía seis meses para comprobarlo, para ver que no se había engañado, que sus peores temores se estaban cumpliendo. Conocemos su doble desesperación desde el verano de 1936, sus terribles cartas del último mes de su vida, su incapacidad de aceptar que aquello se impusiera definitivamente, hasta la noche del 31 de diciembre, hace ahora cuarenta años. Unamuno fue de los pocos españoles dos veces destituido de un puesto: el rector de la Universidad de Salamanca fue por unos en agosto, y por otros, en octubre; quizá por eso está ahora más vivo que nunca: «Cuando me creáis más muerto,/ retemblaré en vuestras manos.»

Al cumplirse los dos años de la muerte de Unamuno, la guerra seguía en España. No quise que se pasara por alto, y publiqué en un periódico de Madrid sitiado un artículo con ese mismo título «La muerte de Unamuno» (reimpreso en Aquí y ahora). «Todavía no nos hemos, dado: bien cuenta de esa muerte, ocurrida durante la guerra, que aún dura en este momento. Y la guerra da una extraña presenciilidad a las cosas. Es una unidad, como un paréntesis en nuestra vida, y todo lo que dentro de ella sucede parece, persistir en su presencia; parece que mientras la guerra sea actual, lo es también. Así la muerte de Unamuno, que no sentimos como algo pasado, como algo que ocurrió hace "ya" dos años, sino que ha sido "hoy" en este "hoy" angustioso de dos años y medio, como si fuese el día, inacabable de un astro gigante, de rotación pausada. Un día que también parece muchas veces noche y sueño, pesadilla trágica que interrumpió nuestra vida vigilante; y así la guerra entera tendría la unidad del sueño, y éste sólo seria pasado al despertar. Y cuando despertemos, sólo propiamente entonces, vamos a echar de menos a don Miguel de Unamuno y a preguntarnos con afán por él.»

¿Por qué he recordado estas palabras mías, escritas cuando tenía veinticuatro años, cuando los cañones y los aviones descargaban a diario sus explosivos sobre Madrid, cuando el odio sacudía a España desde los Pirineos hasta el Estrecho? Porque muestran que algunos jóvenes de aquellos a quienes se refería Unamuno cuatro años antes habían sentido repugnancia por todos los ramplones deficientes mentales y espirituales que jugaban al Mesiás, y por sus imitadores españoles querían contribuir a que para 1980 no se hubiese disuelto la personalidad, humana, no habían perdido «el sentimiento de la vida continua». Pero Unamuno no llegó a hablarnos de él, no nos explicó en qué consistía, y hemos tenido que preguntárnoslo a nosotros mismos: ¿No valdría la pena preguntárselo en voz alta; pensando en los jóvenes con quienes cruzamos hoy la mirada?

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